domingo, 6 de mayo de 2012

Mocosos



Mi mujer y yo somos lo que se suele decir una pareja mixta.
Ahora que acabamos de tener dos hijos de golpe, más.
El niño, rubiecito y de cara redonda como su madre, me utiliza para jugar, pero definitivamente prefiere los brazos de ella;  la niña, morena de piel como este que escribe, al final de la jornada, exhausta, confundida entre el sueño, el catarro y mi cara de ángel de la guarda, donde más a gusto concilia ese sueño profundo es también en los brazos de ella.
Debe haber algo que los hace saber que estuvieron dentro de su cuerpo.
Ese matiz es algo único que, en la misma medida, vuelca a las progenitoras hacia un cuidado irracional, entregándose en cuerpo y alma a veces desfallecidas, apaleadas por la falta de sueño, por las jornadas de trabajo en la oficina que se hacen muy duras de llevar por la distancia física.
Y también están los catarros primaverales, esos grandes adversarios que vienen a fastidiar el ritmo pacífico de las noches, a hurgar en el entendimiento de la pareja –la pareja mayor- poniendo a prueba la resistencia, el carácter, los medios de proceder, en fin, porque los sentimientos son los mismos.
En las noches largas, desvelados como consecuencia de los catarros unifamiliares –el virus da la vuelta, sin dudas-, uno reflexiona tanto que llega a la conclusión de que a los niños se les dice Mocosos por eso mismo, porque están llenos de mocos, no de flemas, como eufemísticamente nos inculcaron en ese socialismo tropical y curiosamente docto en el que nacimos algunos.
Son elucubraciones nocturnas, nada más, mientras la madre, por fin, consigue unos breves minutos de sueño.
Luego ella se va a trabajar y entonces me convierto en canguro; ahora sí, metafóricamente.

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