Edificado en 1888 para la primera Exposición Universal de Barcelona, el monumento a Cristóbal Colón encaja en el paisaje urbano
con cierto capricho y aparece en casi
todas las fotos de ambiente del puerto, confundido entre los mástiles. Es como
una raya en la emulsión de la película, ese “defecto” impertinente que conviene
no tocar con el dedo.
Incluso, por persistente, y por lo que significa para los
barceloneses, llegó a convertirse en título de una sección de las páginas color salmón de La Vanguardia: “El dedo de Colón”.
Porque, en efecto, el Almirante está ahí congelado en el
tiempo con un brazo extendido y señalando algo; algo sobre lo que nadie se ha
puesto de acuerdo. En esa dirección no están exactamente Las Américas,
pero sí el camino hacia ellas. O lo que es lo mismo: Está el mar.
Todo de bronce –imperecedero-, sobre una columna corintia
que a su vez surge de una base escultórica referente a las regiones españolas,
la majestuosa obra se construyó en parte con fondos públicos y en parte con unos cuantos cañones de Montjuïc derretidos, y alcanza los
sesenta metros de altura. Está situada al final o al principio de las famosas Ramblas, según
se quiera mirar.
A esa altura, a los pies del genovés, está el mirador que no todo el mundo visita e incluso ni siquiera se conoce mucho que existe. Claro, nadie se imagina que se pueda subir.
A esa altura, a los pies del genovés, está el mirador que no todo el mundo visita e incluso ni siquiera se conoce mucho que existe. Claro, nadie se imagina que se pueda subir.
Este Primero de Mayo –las mayúsculas son intencionales- ascendieron cuatro malagueños y dos japoneses, en el elevador instalado
dentro de la columna. Y luego no pudieron bajar en el exquisito transporte
vertical porque el mecanismo se averió. Cuesta cuatro euros, nada escandaloso
el precio. Pero, excepto los nipones o algún otro atrevido turista, a partir de
ahora la gente se lo pensará.
El rescate en helicóptero fue improcedente, aunque se
intentó.
Finalmente, luego de seis horas de expectación en el
Paseo homónimo al monumento –había público curioso apostado abajo en busca de un
desenlace feliz-, una grúa de grandes dimensiones salvó a los turistas por
mediación de una cesta en forma de cabina de teléfono.
Antes de dejar Barcelona –es una idea recurrente- uno se
pregunta si subirá al mirador de marras y si abordará las cestas del teleférico
del puerto que durante tanto tiempo viajaron de un lado a otro de la ventana
principal de un ático de alquiler.
Y también uno se pregunta qué debieron hablar durante
seis horas cuatro malagueños y dos japoneses atrapados, con vistas, a sesenta metros sobre el nivel
del mar.
Eso nadie lo sabrá, si no es que alguno de ellos decide
contarlo en un libro.
Foto del autor
Puerto de Barcelona
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Puerto de Barcelona
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