martes, 1 de mayo de 2012

Las horas



Edificado en 1888 para la primera Exposición Universal de Barcelona, el monumento a Cristóbal Colón encaja en el paisaje urbano con cierto capricho y  aparece en casi todas las fotos de ambiente del puerto, confundido entre los mástiles. Es como una raya en la emulsión de la película, ese “defecto” impertinente que conviene no tocar con el dedo.
Incluso, por persistente, y por lo que significa para los barceloneses, llegó a convertirse en título de una sección  de las páginas color salmón de La Vanguardia: “El dedo de Colón”.
Porque, en efecto, el Almirante está ahí congelado en el tiempo con un brazo extendido y señalando algo; algo sobre lo que nadie se ha puesto de acuerdo. En esa dirección no están exactamente Las Américas, pero sí el camino hacia ellas. O lo que es lo mismo: Está el mar.
Todo de bronce –imperecedero-, sobre una columna corintia que a su vez surge de una base escultórica referente a las regiones españolas, la majestuosa obra se construyó en parte con fondos públicos y en parte con unos cuantos cañones  de Montjuïc derretidos, y alcanza los sesenta metros de altura. Está situada al final o al principio de las famosas Ramblas, según se quiera mirar. 
A esa altura, a los pies del genovés, está el mirador que no todo el mundo visita e incluso ni siquiera se conoce mucho que existe. Claro, nadie se imagina  que se pueda subir.
Este Primero de Mayo –las mayúsculas son intencionales- ascendieron cuatro malagueños y dos japoneses, en el elevador instalado dentro de la columna. Y luego no pudieron bajar en el exquisito transporte vertical porque el mecanismo se averió. Cuesta cuatro euros, nada escandaloso el precio. Pero, excepto los nipones o algún otro atrevido turista, a partir de ahora la gente se lo pensará.
El rescate en helicóptero fue improcedente, aunque se intentó.
Finalmente, luego de seis horas de expectación en el Paseo homónimo al monumento –había público curioso apostado abajo en busca de un desenlace feliz-, una grúa de grandes dimensiones salvó a los turistas por mediación de una cesta en forma de cabina de teléfono.
Antes de dejar Barcelona –es una idea recurrente- uno se pregunta si subirá al mirador de marras y si abordará las cestas del teleférico del puerto que durante tanto tiempo viajaron de un lado a otro de la ventana principal de un ático de alquiler.
Y también uno se pregunta qué debieron hablar durante seis horas cuatro malagueños y dos japoneses atrapados, con vistas, a sesenta metros sobre el nivel del mar.
Eso nadie lo sabrá, si no es que alguno de ellos decide contarlo en un libro.

Foto del autor
Puerto de Barcelona

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