sábado, 17 de marzo de 2007

Geográficamente hablando

Esta tarde, cuando salí de la consulta con mi doctora de cabecera, me dirigí a la farmacia del barrio para comprar los medicamentos que me habían recetado. No era nada grave: solo una simple alteración de las funciones del cuero cabelludo que, debido a una alteración nerviosa, ha comenzado a segregar una sustancia inhabitual en mí, conocida popularmente como caspa. ¡Qué horror! Me estoy poniendo viejo. Pero eso ya lo sé desde hace tiempo. Al entrar en la farmacia me desorienté. Todo había cambiado, incluso las caras de las farmacéuticas. No es que nos reuniéramos a tomar café por los alrededores, nunca llegamos a tanto, pero sí nos conocíamos del “hola, hola, ¿qué tal?” y del “¿cómo te lleva la vida?”. Se habían mudado de barrio, en el sentido literal de la expresión.
El mostrador central había desaparecido. En vez de este mueble, habían instalado cinco mostradores pequeños, diseminados por todo el salón. Me recordó el supermercado de mi antiguo barrio de La Habana cuando dejó de tener razón de ser y los sesudos del Ministerio de Comercio Interior lo desmontaron todo y plantaron islas dentro. Quiero decir: desaparecieron los carritos de la compra y se eliminó el autoservicio. Instalaron dentro de una gran superficie el concepto de bodega. Con bodegueros incluidos. Hicieron varias bodegas. Vamos, una estupidez para darle contenido de trabajo a los mismos empleados que se echaban fresco con un abanico porque no tenían nada que vender. No es que aumentaran las ventas con el sistema de islas; sino que los sesudos se las ingeniaron para que se viera menos el vacío. Era la decadencia total. El supermercado de mi barrio –una zona privilegiada de la burguesía habanera de los años 50, del siglo XX, claro- se construyó a imagen y semejanza de los Minimax norteamericanos (Mínimo de precio y Máxima calidad, era el slogan). Y a principios de los 90 –del mismo siglo, claro-, el inmueble retrocedió en el tiempo: tomó la imagen y semejanza de los gallegos que llegaron en los años 20 –del mismo siglo, por supuesto-, con un lápiz enganchado en una oreja y las cuentas claras, a golpe de grafito ensalivado y papel cartucho. Uno de ellos inspiró el famoso Cha-cha-chá: El bodeguero.
Estuve un rato parado entre las islas de la farmacia de mi barrio actual, perdido sin saber adónde ir. Hasta que una joven me indicó que avanzara hacia ella. Su isla era un pequeño mostrador ovalado que sostenía una pantalla extraplana de ordenador –nunca supe dónde estaba el ordenador-, un teclado, un mause y el aparatito electrónico para cobrar con tarjetas magnéticas si el cliente no llevase el efectivo. Mi mayor asombro fue descubrir que las medicinas se solicitaban electrónicamente, desde la pantalla, y bajaban por una canal en espiral, discretamente empotrada detrás de cada isla. El techo era una maraña de poleas cruzadas y en movimiento, bastante silenciosas. Todo impoluto y nuevo, con olor a plástico. Se suponía que las cinco islas pudieran dar atención al público simultáneamente, pero eso no lo pude corroborar. Solo funcionaban dos a la hora que me personé en el lugar.
Le hice una broma a la chica:
-¡Qué cambio ha dado esto! Ahora, en lugar de un mostrador central, tienen islas...
-Eso depende de cómo se quiera ver- dijo entre dientes y de mala gana.
-Pues yo veo eso: un archipiélago.
La chica no comentó nada.
-Supongo que, aunque todo esté automatizado, alguna mano terrenal pondrá los medicamentos en los canales correspondientes-volví a la carga, incrédulo ante lo que estaba viendo.
-No, todo lo hace un sistema de robótica.
-¿Y el robot nunca ha enviado mal los medicamentos?
-Hasta ahora no. Este sistema es muy seguro. Son 7 euros con 40 céntimos- cerró el diálogo la farmacéutica joven y amargada.
Pagué con tarjeta. No me alcanzaba el cash. Comprobé mis medicamentos y todo estaba correcto. Miré de nuevo a mi alrededor y me pareció más insulso que cuando entré. Los pequeños mostradores simulaban tribunas diseñadas para la entrega de premios en un festival de cine o algo así: solo les faltaba el micrófono delgadísimo que ponen los diseñadores. La chica se veía ridícula y creo que ella lo sabía. Tal vez su cara de duelo cambiaría, cuando salieran de la fase de prueba . Antes de marcharme le pregunté:
-¿A qué hora se puede ver el funcionamiento pleno de todo esto?
No me respondió.


Febrero 2006

No hay comentarios: