lunes, 26 de marzo de 2007

La bola escondida

Una vez en Cuba me soltaron la conducción de un programa de radio, de esos que navegan en el éter de madrugada sin muchas dificultades aparentes. Digo aparentes porque, salvo los dos animales nocturnos que estábamos diariamente en la cabina de trasmisiones, ningún otro animal desvelado podía imaginarse el estrés que se sufre. Y, por lo menos a mí, nunca me pagaron un plus por actuar con nocturnidad; ni por recibir la alevosía de ciertos radioescuchas. Fue una época inolvidable, pues conviví con una comunidad virtual que me hacía llegar por correo tradicional su música –literalmente, discos-, y por el hilo telefónico me soltaba de todo un poco. Aprendí a relajarme, a desamarrar la lengua . No es difícil para un latinoamericano. Tenemos una verborrea tremendamente barroca. Hablamos hasta por los codos, como reza la voz popular.
Aprendí, sobre todo, que una cosa es el lenguaje escrito –del que yo me servía, y me sirvo, a cada rato-, y otra el lenguaje oral. ¡Ah, la oralidad! ¡Bella y traicionera oralidad! (Que conste que lo de bello no es excluyente de lo traicionero). Siempre me impresionaron sobremanera los poetas repentistas, esos que encuentran las metáforas más extraordinarias y locas del mundo y nadie, o prácticamente nadie, para no ser absoluto, las registra para la posteridad. La sencillez de esos improvisadores es inherente al género. O a la especie, porque creo que son un mundo aparte. Si uno de ellos viniera sólo de visita a Barcelona –tomo esta ciudad como muestra-, se horrorizaría por el escaso verbo. No sé si aquí llegaremos a la gestualidad como base de la comunicación: miradas intencionadas, cejas arriba y abajo, boca apretada o suelta según la circunstancia, manos agitadas, o, en su defecto, extremo mutismo. La extrema rigidez facial es impresionante a primera hora de la mañana: caras de palo, de cartón, de piedra. ¡Y así somos capaces de subirnos a un vagón de metro apretujados! Las palabras orales huelgan.
He llegado a pensar que es por el ritmo de la vida. Una sociedad tan dinámica y competente como ésta tiene que limitar algunos campos de acción, y, como el verbo es privado, por ahí empezamos a despojar. Bien: me aíslo y no pierdo tiempo en banalidades. Sé lo que quiero y lo que no necesito. El público lo dejo para llenar junto a mí una sala de teatro. Me basta con mis obligaciones.
Bien: cuando llego a casa tengo todos los medios interactivos, electrónicos.
Bien.
Ahora voy a contar tres casos recientes donde la elipsis de la palabra oral se presta a confusiones. Son reales.

Hoy mismo: Fui a acompañar a Jaime, un amigo, al dentista. Después de media hora que llevo sentado en el salón de espera, se me acerca la secretaria/recepcionista y me dice a bocajarro: “¿Usted verá a la señora?”.
Traté de pensar lo más rápido posible, de salir del libro que estaba leyendo a una velocidad tremenda, de no mostrarle incomprensión, para no decepcionarla, de asegurarme de si yo me estoy disociando mucho con los años, en fin; hice todas las búsquedas mentales posibles en fracciones de segundos y no entendí nada. ¿De qué señora me hablaba? ¿De la que estaba sentada hace un minuto a mi lado y fue al lavabo? ¿De la odontóloga? ¿De mi señora? ¿Qué señora tengo yo? No fue posible conectarme con mi interlocutora. Como me quedé pasmado, me preguntó que si yo podía hacerle llegar la factura del dentista a la mujer de Jaime, que es la que controla los pagos. Era muy sencillo: todo se complicó porque faltaba la palabra Jaime.

Hace unos días, compré una lámpara de aceite bellísima. Hay que aclarar que soy bastante abstraído. Siempre mi cabeza está muy lejos del lugar de los hechos. Y, por tanto, agarré la lámpara de muestra. Estaba en la cola para pagar, pensando en cualquier cosa. De repente, una mujer me bloquea el campo visual y me señala con un dedo diciendo: “¿Quiere que se la saque en caja?”.
Es una lástima que yo sea tan lento y correcto, porque hubiera sido buenísimo responderle: “No hace falta, sáquemela aquí mismo”.
La caja, me costó comprenderlo, era el embalaje, y lo que había de sacar envuelto era la lámpara, pero esa fue la única palabra que no mencionó.

Mi mujer también es elíptica con la boca. Mejor dicho, con las palabras. Y me ha expresado de las suyas. Recuerdo significativamente esto:

Hacía más de dos horas que yo había subido al terrado. Estábamos limpiando la casa, con música puesta. Cada uno en lo suyo. Se rompe la faena con una voz:

Mi mujer: -¿Me las bajas, cariño?
Yo: (Silencio)

Estuve varios segundos pensando qué tenía que bajar. Qué debía de bajar. Qué me pedían que bajara. Faltaba algo en el sintagma. O no. Volví a mirar a mi interlocutora con desconcierto. Me encogí de hombros.

Mi mujer: -Las sábanas, mi amor. ¿Ya estarán secas, no?



Primavera (oficialmente) de 2007

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