miércoles, 23 de mayo de 2007

Leticia

Después de tres meses sin hablar prácticamente con nadie –excepto con los viejitos y con la gente de sus casas-, comenzó a sonar mi teléfono el día 21 de abril, cumpliéndose con puntualidad el vaticinio que me llegó escrito a mano desde la isla. Mi madre, a quien después de los 50 se le despertó un mundo nuevo con el espiritismo, había consultado en mi nombre a un tarotista medio brujo que reencarnó en un indio americano, según él mismo me confesó en una sesión íntima cuando me practicó un rogamiento de cabeza. Este hombre, quien además era nuestro vecino y yo no supe de sus contactos con el más allá hasta hace muy poco, le aseguró a mi madre que a partir del 20 de abril mi situación iba a mejorar notablemente. No falló porque, como ya digo, el 21 tuve al menos un par de sorpresas. Esta vez el poder de la mente fue demasiado lejos al realizar una conexión Habana-Helsinki-Sabadell-Barcelona.
Resulta que María Antonia, la primera novia que tuve en mi vida a los quince años, o al menos la primera mujer que ví desnuda, había ido de visita a La Habana y el recuerdo la llevó a mi casa. Ella hacía siete años que vivía en Helsinki porque se había casado con un cartero finés que luego se la llevó de la isla. Pues mi madre le dijo dónde yo estaba y le dio mi dirección de correo electrónico y mi teléfono. María Antonia, a la usanza de los viejos tiempos, prefirió enviarme un mensajero terrenal en lugar de un mail, y así fue como Leticia, su prima, que vive en Sabadell, me llamó y quedamos esa misma noche. Tengamos en cuenta que a Leticia hacía 20 años que no la veía y que, la única vez que la había tenido delante, ella rondaba los 11 y yo los 17 años. Con esas cuentas rápidas la cité para una de las cuatro esquinas de Paseo de Gracia y Aragón, un sitio que, además de quedarme de camino, me daba cierta movilidad para improvisar cualquier incursión que hiciera falta. Llegué con puntualidad para no hacerla esperar, porque me había dicho por teléfono que portaba un cuerpo que llamaba mucho la atención. Claro, capté al vuelo que se trataba de una broma cubana ya que aquí nadie, casi nadie, se mete con las mujeres por la calle, excepto los albañiles de andamio que a esa hora debían estar viendo el fútbol. Así que no quise elucubrar demasiado y me ajusté más a pedirle señas de su vestuario.
Fue muy fácil reconocernos. Su carita alegre no había cambiado mucho, pero su cuerpo ya no era grácil –no era de niña, claro-, y tenía los kilos típicos de una cubana paridora, según se apresuró a contarme. Ese mismo día, Leticia había perdido el trabajo en una fábrica de textiles y, para aliviar el encabronamiento, se había dejado doblegar por el poder de los cubatas. Tiramos hacia arriba en busca de un salón de baile que yo conocía perfectamente y que nos pillaba cerca, pues, me dije, el fuego que trae esta mujer hay que sacarlo con fuego. Hablaba alto, disparatadamente, vulgarmente a lo cubano, lo que me hizo sentir, más que avergonzado, en mi patio de nostalgia.
Bailamos sin mirar al suelo, entre risotadas y meneítos de caderas. Nos tomamos un par de copas –yo a palo seco; ella siguió con sus cubatas-, y luego nos fuimos a mi piso que no había visitado nadie aún. Pero, como yo sospechaba, aquella fiesta altisonante no era otra cosa que una válvula de escape para una mujer que llevaba ocho duros años en Cataluña, con un hijo ya adolescente y habiendo realizado los trabajos más ocasionales. La música la escogió ella, el diseño de iluminación corrió a su cargo, elevó las cortinas que yo no me atrevía a levantar hasta que no me sintiera con un mínimo de identidad en aquel espacio; se subió a una banqueta tipo bar que tengo para invitados –¿qué invitados, si no había ido nadie a mi casa desde que la alquilé?-,y, no sé si ella lo quiso así, pero quedó debajo de una luz cenital que la silueteaba, ocultando los detalles de su rostro. Yo que he visto tantos monólogos en mi vida –en el teatro, quiero decir-, recuperé con tal imagen mi contubernio con las tablas, como aquel observador que fui y que al día siguiente tenía que entregar 60 líneas al periódico, haciendo fortísimos actos de fe para que la reseña quedara lo más digna posible dentro de lo que me dejaban decir. No sé bien qué pasó. Leticia no había comenzado a hablar –solo se acomodó debajo del haz de luz- pero la intuición me indicaba que iba a presenciar un soliloquio improvisado, desgarrador y efímero. Voy a intentar reproducir sus palabras en primera persona porque vale la pena volver a escucharla:
“Mira, Jorge, tú no te acobardes que lo que yo he pasado en esta vida no se lo deseo ni a mi peor enemigo. A los dieciséis me casé y enseguida tuve a mi hijo Yosvani. Pero, aventurada al fin, y precoz también, el matrimonio se fue a pique y tuve que regresar con el tirano de mi padre. Como no me gustó nunca estudiar, me lancé a la vida fácil, entre comillas, para independizarme al menos económicamente. Y poco a poco me fui metiendo en los ambientes nocturnos de La Habana donde abundan los billetitos verdes. Me tocó la época de las redadas fuertes de la policía en busca de jineteras, ¡que dañan la imagen del país pero, coño, ingresan una cantidad de dólares a la economía nacional del carajo! Hasta que me cogieron y me llevaron a una estación que está en el Malecón. Como yo tengo la boca un poco salá, empecé a decirles que yo hacía con mi cuerpo lo que me daba la gana, que ellos no eran nadie para prohibírmelo, que saliendo por la puerta iba a ir a buscar un extranjero, que iba a gritar a los cuatro vientos que yo era una puta. Me metieron en un calabozo y allí continuaron el interrogatorio y yo gritaba más alto cada vez. El oficial que tenía delante no aguantó más y descargó toda su ira contra mi rostro y me golpeó tan fuerte que me fracturó el tabique de la nariz. Yo había mandado a llamar a mi padre que, como tú sabes, es militar, y el muy cabrón estaba detrás de la reja cuando me rompieron la cara y no hizo nada. Ese mismo día pensé en irme del país fuera como fuera, porque, teniendo la bestia tan cerca, qué carajo iba a hacer yo en Cuba. Y me fui, claro, pero no he dejado de sufrir. Al cabo de los años, porque creo que las cosas deben resolverse sin rencor, llamé a mi padre y me dijo que él no tenía ninguna hija que se llama Leticia, y me colgó el teléfono. ¡Imagínate, yo que pensaba que la distancia, el amor filial, si es que lo hubo alguna vez, lo iban a hacer reflexionar! Pero su compromiso con la patria, según su propio lenguaje, era más importante que yo.
“Aquí he limpiado suelos con la frente bien alta, trabajé de canguro y también ejercí la prostitución en un bar de mala muerte. Eso no se lo he contado a nadie y no sé por qué te lo cuento a ti. Debe ser que ya no me cabe adentro esta historia y los cubatas estos me han hecho vomitarla. O que me inspiras confianza, yo qué sé…Pero dejémoslo ahí. Ahora tengo 31 años y unas ganas de vivir del carajo. Por eso cogí el tren sin pensarlo y vine a ver Barcelona de noche. Mañana será otro día. ¿Por cierto, no tendrás algo de ropa más cómoda que esta?”.
Leticia no soltó ni una lágrima. Yo hubiera llorado por ella, pero supuse que esa acción no cabía dentro de su perfil. Cuando quiero, desenrosco la llave de paso y limpio mis lagrimales con la sal del emigrado, una sal casi siempre etílica y, como ya he dicho, con nada de hielo. Fue una obra en un solo acto, sin apoyaturas escenográficas, sin cambios de luces, sin banda sonora, sin efectos especiales, sin otra dramaturgia que la improvisación. Me acordé del fabuloso monólogo de Estorino Las penas saben nadar, interpretado magistralmente durante años por Adria Santana, también sentada Adria sobre una banqueta. Sobre aquel escribí una tímida crónica y sobre este, al que asistí en primera fila sin parpadear durante 20 minutos, otorgué un silencio sepulcral a Leticia, hasta ahora que me animé a contarlo.
Al día siguiente, tempranito, la acompañé hasta la estación más cercana de los ferrocarriles catalanes con la promesa mutua de que esos cubatas no se iban a quedar ahí.


Primavera 2003