lunes, 28 de mayo de 2007

Congelados en el tiempo

Entre las cosas que precipitadamente dejé en La Habana había una foto en blanco y negro tomada con una cámara Zenit, modelo soviético con lente de 50 milímetros, de rosca, alternante con otras lentes más o menos pesadas pero cuya operación de monte y desmonte era toda una odisea. No sé cómo los soviéticos pudieron, al mismo tiempo, inventar una óptica tan suprema y un mecanismo de recambio tan tedioso, contraproducente para un periodista gráfico que podía perder la mejor instantánea en la tercera vuelta de rosa. Esas fueron las cámaras que nos acompañaron en la prensa buena parte del tiempo hasta que no sé quien compró un lote de Nikon y la inversión superó con creces la eficacia a la hora de hacer un cambio de objetivo.
Mi foto, aquella ajada y amarillenta estampa, impresa en formato de 5 por 7 pulgadas, recogía uno de los momentos en que el rockero argentino Fito Páez visitó la capital cubana por primera vez, en el lejano año de 1987. Aparecíamos, en plano medio y apaisado, de izquierda a derecha, Vivian, Fito Páez, Rosa María y yo. Vivian iba teñida de rubio (se veía la raíz del pelo) y portaba una sonrisa espléndida, contagiosa; Fito sonreía a medias, con una melena salvaje que le llegaba a mitad de espalda; Rosa María, rubia natural, de ojos azules (sé muy bien que eran azules), mostraba una melancolía demasiado seductora que se iba por encima de la sonrisita de compromiso que dibujó para la ocasión. Yo llevaba una melenita tipo los Bee Gees, con camisa blanca, risa suave y en el hombro izquierdo la correa del estuche de la cámara Zenit. Recuerdo que Vivian me haló de cuajo y, sin comprender nada, me hallé frente a la cámara y escuché como mi amigo Rafael hizo: Clic. Desgraciadamente ese negativo se perdió en una ampliadora del periódico Juventud Rebelde, pero me quedó la impresión en papel y parece que en el recuerdo también.
Vivian y Rosa María estudiaban Biología en la Universidad de La Habana. Yo estudiaba Periodismo. Estábamos en segundo año de la carrera. Nos escapamos sin saber que se realizaba entonces el último festival de la canción de Varadero. Ellas, supongo, perseguían algún ídolo, y Rafael y yo una aventura juvenil. Habíamos estado de polizontes en algún hotel de la hermosa playa azul y esa noche, según recuerdo, se cerraba el festival, con una presencia internacional y del patio de lo más selecta: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez (que se negó a cantar porque llovía), Tania Libertad, Víctor Víctor, Baglietto, Fito.
Una de las dos rubias peligrosas de la foto, Rosa María, se convertiría en mi amante a la postre. Era una mujer muy madura para su edad, dulce, con voz infantil, seductora a más no poder, inteligente y llana. Lo digo en el plano de las actitudes, porque tenía unas curvas espléndidas. Fumaba con un estilo increíble, castigador, diría yo, y cuando sonreía se le abría una zanja entre los principales dientes superiores por donde se viajaba al mismísimo centro de la tierra. Su naturalaza era salvaje, lo que ofrecía un excéntrico contraste con su apariencia europea. No recuerdo haberla visto maquillada. Tengo clavada, sin embargo, la imagen de un trocito de picadura de cigarro pegado en su labio superior, y ella que no se daba cuenta y yo que se lo quería desprender de allí. Nos citábamos en mi casa, que entonces era el escampadero de los bohemios de la universidad. Mi casa tenía cinco dormitorios, tres cuartos de baños, un pasillo central por donde entraba sin dudas un Fiat 600 (el pasillo era un tubo de 20 metros de largo con las habitaciones a los lados); jardín, garaje y azotea. Las paredes estaban desconchadas y la iluminación general pobrísima. No había agua en los grifos porque la turbina, del tiempo de los americanos, se había estropeado hacía años. Había una cisterna en el sótano exageradamente grande, clausurada hasta nuevo aviso y cuyo fondaje, ya residual, debía almacenar diez centímetros de altura de un agua veterana No sé bien porque nunca me asomé a esos bajos mundos. De manera que espacio me sobraba, e infraestructura escaseaba en aquella Maison del otrora exclusivo barrio de Nuevo Vedado. Rosa María se movía a sus anchas por el pasillo, contoneando una licra que imitaba la piel de un leopardo (adelantadita ella a su tiempo porque las licras se pusieron de moda después). Llegaba por las tardes escapada de su marido (¡qué precoz, joder, cómo se le ocurre a alguien tener marido en la universidad!), y hervíamos un té con agua recogida, lo que, en pleno verano tropical, hacía brotar unos lagrimones de sudor desde las sienes, y aquellos ojos azules comenzaban a dilatarse. El té era un ritual llevado a casa por Rosa María. Una escena tan exótica entroncaba perfectamente con su parsimonia oriental, su suavidad descontextualizada siempre y esa manera suya de hacerme ver las cosas sin prisa aunque estuviéramos haciendo el amor. En todo caso la prisa la debía tenerla ella que andaba fugada del marido, y no yo que literalmente estaba detenido en el tiempo de esas paredes largas y desteñidas. No sé cómo se las ingeniaba para caer encima mío y cabalgar a sus anchas sobre mi cuerpo adolescente. Retozaba mucho rato así sin violentarme. Me poseía con la fuerza del té en vena, hasta que soltaba unos gemidos mortales simultáneamente con unos movimientos de caderas en vertical cortos y rítmicos. Entonces yo pensaba que se moría, y ahora, escribiendo estas líneas con una líbido del carajo, me doy cuenta de lo feliz que era conmigo. No digo más porque está muy lejos. Rosa María, como muchos cubanos, se marchó a Miami con su marido un par de años más tarde y le perdí la pista. Desapareció.
El recuento viene a colación porque un conocido, que sabía perfectamente mi pésima solvencia económica en Barcelona, me envió desde Madrid a una azafata para que le alquilara una habitación. Era azafata de verdad. La habían situado aquí en una compañía de vuelos charters y andaba desesperada buscando sitio. Era una cubana, obviamente, que se movía por la red de cubanos que habitamos el mundo y nos interconectamos de manera asombrosa. La azafata me llamó por teléfono y, a ciegas casi, aceptó precio, espacio y requisitos. Tenía un acento perdido, entre cubano pijo y español pijo. Aterrizó y, de lejos, vi a una muchachita veraniega, medio descalza y con buenos pectorales. Llevaba una maleta casi de su tamaño que interrumpía el paso a los peatones de la calle Provenza. No nos habíamos dado muchas señas física porque sospeché que, en el lugar donde le propuse quedar, a las doce del día, no iba a encontrar a ninguna otra azafata cubana. Me presenté a escasos milímetros de su rostro y le dije: “¡Coño, yo te conozco!”.
Registré mi disco duro en retrospectiva y hallé una foto en blanco y negro manchada de amarillo. Fui más rápido que ella. Le dije de entrada: “Varadero. Festival de la canción latinoamericana. Año 1987. Fito Páez después de un concierto. Llovía”.
“¡Síiiiiiiiii!”, me respondió. Habían pasado lo menos 15 años y esa chica estaba igualita. Se lo dije y ella no me dijo lo mismo. O sea, no me dijo nada. Sólo me regaló la misma sonrisa de la foto. No era Rosa María, era Vivian, la otra rubia, pero su presencia en Barcelona me hizo recordar muchas cosas. Esa foto, ¡esa foto cabía en mi maleta!


Verano 2003

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