En agosto del año pasado, para paliar un poco mi déficit presupuestario, decidí colocarme en una portería, aprovechando un tiempo muerto estival. ¡Qué miedo me dan esos días en que todo fenece de una manera asombrosa! Hasta el bisabuelo que cuido se había ido de vacaciones, al campo, cerca de Moià; no se fue al Caribe ni a El Cairo, ni a Tailandia, ni a la Patagonia, porque ahora mucha gente se organiza viajes organizados, de esos que realizas empaquetado en un bus, o en un buque noruego fletado por una compañía argentina, para desembarcar con un frío que pela en la Tierra del Fuego, en el otro hemisferio. Ahora las distancias se acortan cada vez más, y el catalán, según he oído decir, es viajero nato, descubridor de tempestades allende los mares, porque el suyo, aunque parezca mentira, es un mar cerrado. La gran mayoría de todos los que conozco se habían ido de vacaciones, y me quedé suspendido en ese impasse del verano, cuando las caras de la ciudad cambian porque llegan visitantes de Noruega y de toda la península escandinava. Así que me conseguí una portería; o sea, una recepción o lobby de un edificio de la zona alta, donde podía leer en mis horas de trabajo, excepto los viernes que tenía que limpiar la escalera. El inmueble estaba prácticamente vacío (casi todos los vecinos se habían marchado a descubrir otros mundos), y apenas quedaron tres o cuatro inquilinos mayores de edad, con autonomía, a quienes sus parientes habían dejado al cuidado de los perros, loros y gatos de la casa.
Hay cosas demasiado curiosas en la vida, para no decir absurdas. Por suplencia, yo estaba de portero en un edificio lejos de mi barrio, mientras en mi barrio un portero, mi portero, cuidaba de mi edificio. Quiero decir que, en algún momento de la vida, mi portero y yo fuimos elementos homólogos, aunque él no lo sabe todavía. En ese tiempo fue cuando me percaté de que yo estaba llevando una vida por encima de mi nivel. No había caído en la cuenta. Lo digo porque se supone que, si mi edificio tiene portero, es porque la renta mensual es alta. Y de verdad que lo es. Pero, total, un trabajo es un trabajo, y, en fin, un techo es un techo. Sonó mi teléfono estando de conserje. Era de la empresa geriátrica para la cual trabajo. Me pedían otra suplencia, compatible en horarios con la portería. Se trataba de acompañar a un señor de unos 90 años al médico. Así me dijeron, inquiriéndome sobre si yo sabía manejar una silla de ruedas.
-Por supuesto que sí, -contesté-, ¿pero la vivienda no estará muy lejos del médico?
-No, todo está organizado, con un taxi adaptado para minusválidos, es solo por informarle el grado de invalidez-, concluyó la voz del auricular.
Creo que no he contado la cantidad de veces que acepté servicios por petición telefónica de última hora, aquella especie de castañas ardiendo que la empresa gestiona con pasmosa habilidad. Antes, a todo decía que sí. ¡Y me encontré con cada casos que mejor no mencionarlos! ¡Pobre gente! Ellos no tienen la culpa. Ellos solicitan compañía. Lo que sucedía era que la empresa pagaba por horas; quiero decir: no tenía tipificados los servicios y tu espalda podía sufrir demasiado por la misma tarifa. En tiempos negros siempre dije que sí, pero ahora, en aquel verano, ya estaba en condiciones de comenzar a cuidarme mis vértebras. Un poco por fastidiar, un poco en serio, me comporté como un puñetero. Pedí detalles antes de aceptar. Incontinencia, estatura, peso corporal, lucidez del cliente. A la voz coordinadora no le gustó mucho mi actitud, pero por suerte no había nada de qué preocuparse. Solo que el cliente se había cansado de caminar. Al día siguiente me presenté en casa del señor Martorell (era en el barrio de Sants). Me recibió amablemente. Lo tenía todo automatizado, desde pantalla de televisión en el intercomunicador de la casa, hasta una cremallera eléctrica con la que bajaba las escaleras sobre su silla de ruedas. En efecto, el taxi sacó una rampa por debajo del fuselaje, el hombre se colocó en ella y entró al coche sin problemas. Entre el conductor y yo lo sujetamos con unos cinturones de seguridad.
-A la calle Provenza-, indicó el anciano, y yo abrí los ojos como un búho antes de que arrancara el auto. Era en dirección a mi casa. Podría ser un despacho privado, de neurología, por pensar en algo, teniendo en cuenta que los edificios del Eixample están llenos de abogados y médicos especialistas. Podría ser. ¡Vaya casualidad! Media hora antes yo había salido del mismo lugar hacia donde se dirigía el taxi. Sonreí. Le dije al señor Martorell que yo vivía allí mismo, pero no le dio demasiada importancia. Era un señor acicalado sobremanera, perfumado escandalosamente, sereno, con clase, pero de pocas palabras. Me mataba la curiosidad, así que le pregunté exactamente qué tipo de consulta era. -¡Vamos al dentista!-, exclamó sin argumentar nada más. En ese momento, no sé si será posible, creo que pensé dos cosas a la misma vez. Una: ¿Qué hace un anciano de 90 años gastándose el dinero en el dentista? Y dos: ¿Sería en mi edificio? Sí, en mi edificio hay un gabinete dental, justo debajo de mi piso. Yo vivo en el antiguo apartamento concebido para el conserje (¿sería por esta razón mi continua fijación con mi portero?), pero en plan de alquiler desde hacía años. El inmueble es típico del Eixample, de principio de los años 20, de esos edificios profundos cuyas viviendas, dos en cada piso, son lo suficientemente alargadas como para tener dos grandes ambientes, el de la calle con su tránsito y ruidos, y el del interior de la manzana, donde, ciertamente, no te enteras de nada que pase en la entrada. El ascensor es una verdadera reliquia, una caja de madera expuesta a un patio de luz. En el trayecto vertical se ven ventanas tipo balcón, balcones que no son otra cosa que la antesala de uno de los dormitorios, por donde se escucha la marcha del motor y de todo el mecanismo de ingeniería instalado como una maquinaria suiza. Los que venimos de La Habana pocas veces tuvimos la suerte de ver, entre bambalinas, el funcionamiento de estos transportes, porque allá casi todos se deslizan a través de una bóveda.
Uno de estos inmensos apartamentos fue convertido en clínica dental, aunque, por esas otras circunstancias que tiene la vida, yo me atendí tres o cuatro veces en otro dentista. Llegamos a la puerta del edificio marcada con el mismo número de mi dirección postal. Se abrió la rampa otra vez y el señor Martorell bajó de marcha atrás y sin espejo retrovisor. Estaba acostumbrado. Despedimos al taxista, tomé el mando de la silla de ruedas y entramos. No le di tiempo a mi portero a preguntar nada. Me adelanté diciéndole:
-Aquí estoy otra vez. Vamos al dentista-. Y acto seguido nos dirigimos hacia el ascensor. Ya era demasiada casualidad que un anciano de 90 años quisiera ir al odontólogo, que encontrara uno que trabaje en agosto, y encima que sea el de mi edificio. Fue aquella la tarde de verano en la que mi portero supo por fin en qué yo trabajaba sin tener que esforzarse, yendo yo en short, mangas cortas y sandalias, como siempre voy en estas fechas.
Verano 2005
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