miércoles, 16 de mayo de 2007

Un perro, el aire comarcal y yo

Desde una casa de piedra del Empurdá, en una de las hermosas y mínimas comarcas gironesas, noté un golpe de frío en el pecho que me asustó a primera hora de la mañana. Allí había quedado aislado sin conocer apenas Barcelona, luego de un pase rápido que me había ofrecido mi amigo por la ciudad condal, de noche, con lluvia y corriendo. De manera que no había visto prácticamente nada. Cada cual da lo que tiene y él, amablemente, me brindó su reino apartado de la bulla de las urbes, lejos del chismorreteo de los porteros en los edificios metropolitanos y al margen de las luces de neón, los comercios y las miradas frías de la gente de ciudad. Observé a mi alrededor y me inquietó la inercia de todo aquello. La mañana era clara, pero no tenía los colores a los que yo estaba acostumbrado. Podía ser semejante a un día con pronósticos de lluvia en la isla. Lo que no supe entonces era que me rodeaba un ambiente otoñal y que iría a más el cambio de luz. Tomé un sorbo de café recién hecho y decidí salir a caminar exagerando las capas de abrigos.
Era mi primera residencia en Cataluña. Una torre de tres pisos abierta a la imaginación, decorada con buen gusto bohemio, con un doble acceso por un patio trasero que no era tan extraoficial como parecía. La entrada principal debía estar enterrada en el misterio de aquella aldea rural, y, casualmente, mi habitación estaba también enterrada en el sótano que en sus días fue cobertizo o almacén. Ahora mi amigo me había ofrecido su enigmática habitación de huéspedes con cuarto de baño contiguo, ambas piezas cerradas con techo redondo. No pude evitar la sensación de penetrar en una cripta cada vez que cerraba la puerta. La soledad, el silencio, el ambiente húmedo y además la certeza de haber llegado a un mundo desconocido, terminaron excitándome quizá como mecanismo de defensa. A golpe de memoria, durante varios días, visualicé algunos rostros con los que hubiera querido compartirlo todo. Se trataba de un ejercicio espiritual demasiado pesado para soportarlo y me lancé a una tímida familiarización con los espacios hasta que choqué de frente con el televisor. Ahí me quedé clavado esperando a que llegara mi casero dos días más tarde con una noticia inquietante.
Mi anfitrión era reportero precisamente de la televisión y se tenía la vida muy bien montada. Durante la semana estaba en casa leyendo, escribiendo, andando por el bosque de la comarca y, en raras ocasiones, visitaba a una amiga de noche. Era lo que se dice un lobo solitario que optó por el aislamiento básico del buen vivir. Viajaba casi el mundo entero en funciones de trabajo o de placer, con una sencillez extraordinaria. Definitivamente era un hombre discreto y moderno que no dejaba por nada un Festival de cine en San Sebastián, pero, así estuviera en la Conchinchina, de regreso se encerraba en su pedregal unos días sin teléfono móvil (después comprendí por qué), aunque con acceso a internet en su castillo comarcal, donde yo escuchaba a lo lejos a un perro ladrar. Pues con el tiempo ni en mi contra ni a mi favor –sencillamente sin tiempo-, eché manos al teléfono a ver si alguien me daba una razón de vida, más allá de las voces caninas que llegaban jodidamente a mis oídos con una frecuencia fija. Llamé a mi hermano a La Coruña y el muy cabrón, que llevaba casi diez años en España, se echó a reír cuando le dije que no comprendía nada a mi alrededor, mucho menos el golpe de pecho que me dio aquel aire frío de la mañana. Terminó ofreciéndome una idea:
-¿Tienes el Canal Plus?—me dijo
-Creo que sí- le contesté.
-Pues atento, que a las doce ponen siempre una película porno.
Hacía tres años que no nos veíamos, después de que mi hermano visitó la isla por última vez. El destino me había traído a Cataluña, a mil kilómetros de Galicia, pero era lógico que un reencuentro no debía tardar demasiado. Colgamos el teléfono y, ya de noche, me puse a escribirle a mi padre, contándole, en primera instancia, lo cabroncete que era su hijo mayor (siempre lo fue), además del pragmatismo que intenta aparentar. Porque detrás de sus bromas frívolas, le conté al viejo, descubrí en mi hermano una morriña gallega elevadísima. Hablaba todo el tiempo de la lluvia del norte, de la importancia de tener sol, de que no se seca la ropa, de que los gallegos son huraños, de que él sí se tuvo que amarrar bien fuerte los pantalones, de que apenas tenía amigos a la vuelta de ocho años y, de que, a fin de cuentas, no me asustara tanto porque había llegado al clima templado del Mediterráneo. Como mi padre y yo siempre tuvimos un diálogo abierto, y como apenas tuve tiempo de verle con calma antes de salir, inicié la segunda carta narrándole mis últimas horas en el verde (y azul) caimán:
“Querido Viejo:
La última vez que hice el amor en Cuba fue en la playa de Varadero. Habíamos ido acompañando a un amigo madrileño, con un coche alquilado que, a juzgar por la matrícula, nos ofrecía cierto privilegio. Por la carretera enfrentamos un torrencial aguacero, de esos fenómenos tropicales que tupen todo el panorama con una espesa cortina grisácea. Como el coche era pequeño, se hacía difícil avanzar y nos dedicamos a reír de cualquier cosa y asegurarnos de que habíamos hecho el papel de tontos.
Nadie va a Varadero un día de lluvia, mucho menos desaprovechando la oportunidad de contar con cuatro ruedas, una “matrícula abierta” y algunos dólares en el bolsillo. Resultó una decisión equivocada o, mejor aun, una salida romántica sin consultar el parte del tiempo y prácticamente sin plantearnos un destino claro. Fue tan difícil aparcar en medio de tanta inundación, que al final decidimos mojarnos los zapatos. Bajamos y nos sentamos a comer en uno de esos sitios seductores por su fisonomía rústica e inteligentemente enclavados a escasos metros del mar. Como suele suceder en el trópico, inmediatamente después del diluvio salió el sol y se sintió una calma sobrecogedora. Pero la luz estaba debilitándose porque el día se acababa, por más que uno tratara de discutir una oportunidad con el más allá, exponiendo verdades tan contundentes como el privilegio que significa pisar aquellas míticas arenas.
Sin embargo, el sol fue declinando hasta extenderse por el horizonte, con una curiosa mezcla de colores vivos y muertos a la vez. Como la tempestad había recogido a todos los celadores de la costa, entramos por una puerta que negaba el acceso a los que no fueran huéspedes, y nos hallamos sin querer dentro de un espacio reservado.
“Nuestro amigo se alejó con el pretexto siempre creíble de la meditación, y una sensación extraña nos abrazó. Era ridículo que, a punto de yo dejar el país en pos de un futuro incierto, tuviéramos delante una playa prohibida y entonces vacía totalmente. Un pedazo de mar adorado por la burguesía cubana de la primera mitad del siglo XX, y ahora convertido, a fuerza de poder, en un balneario exclusivo para la circulación de lechuguitas, como cariñosamente le llamos al dólar estadounidense. Nosotros dos , que ni siquiera poseíamos uno de aquellos frescos vegetales, nos sentíamos fuera de contexto y nos embargaba la terrible circunstancia de ser bañistas furtivos en nuestra propia isla. Cualquier dificultad, lo teníamos claro, la resolveríamos apuntando con un dedo hacia nuestro amigo que cada vez se alejaba más por la orilla, con los pantalones recogidos a la altura de las rodillas. El resolvía consigo mismo otros asuntos terrenales, mientras nosotros nos reprochábamos no haber previsto un suplemento etílico, una de esas ‘petacas’ de ron que se consiguen baratas y sin verduras en varios puestos de la capital. De manera que el vasodilatador iba por cuenta propia con mucha imaginación, amor y erotismo.
“Zoe fue la primera en quitarse el bañador, y yo le seguí la ruta. El agua era transparente como un vidrio y creo que debía tener un +2 de aumento, porque los volúmenes se veían feroces y escurridizos con el vaivén de las olas. Nos abrazamos sin pronunciar una palabra porque, supongo, intuimos la urgencia de la posesión mutua por encima de todo. El tiempo se nos hacía contable toda vez que yo viajaba a la mañana siguiente. Solo gemidos tuvo aquel atardecer y un limpio susurro del mar Caribe como cortina de fondo. Fue tan leve entrar en su cuerpo que me dio rabia no poder quedarme ahí el resto de la vida, conectado con el sosiego y con la tibia temperatura de esa playa que ahora mismo echo de menos. Te debía este recuerdo todavía fresco en la memoria, y mi hermano me lo acaba de empujar con sus disquisiciones existenciales sobre los mares y los estados de ánimo. Intentaré dormirme, viejo: Un abrazo:
Jorge”.
El coche de mi anfitrión empurdanés arrastró de un frenazo sus neumáticos sobre la tierra rocosa. Llegó volando como siempre, me saludó y con actitud de soldado me dio la noticia:
-Pasado mañana salgo para Afganistán. Voy como reportero de guerra.

Octubre 2001

4 comentarios:

Anónimo dijo...

!Qué mierda todo eso que dices!
Te la comiste.........

Jorge Ignacio dijo...

Sí, es verdaderamente una mierda que esas cosas pasen, porque sucedieron de verdad. todo esto que narro es real. Y, por suerte, sucedió hace más de un quinquenio, o sea,que queda lejos en mi memoria. Las palabras de mi padre no se me olvidarán jamás. Me duele en el alma recordarlo sufriendo por haberse equivocado con la mal llamada Revolución. Él se lo entregó todo, y jamás fue correspondido. Al contrario, tuvo que vivir siempre con un nudo en la garganta. Yo mismo me sorprendí tanto cuando me hizo aquella confesión, porque me parecía tan surrealista....El pobre. Solo me queda honrar su memoria. Porque fue un hombre decente y noble.

Anónimo dijo...

yo digo que mierda que tengas que decir cosas tan intimas cuando parece que eres bueno contando cosas de ficcion. ndie tiene por que saber el nombre de tu ultima pareja en cuba ni mucho menos.

Jorge Ignacio dijo...

es solo un nombre sin apellidos, como puede haber muchos en el mundo. es un nombre que me vino a la mente. solo podría herir susceptibilidades a la persona encartada o a alguien que me conozca, como parece que me conoces tú, anónimo. Podía haber cambiado el nombre, pero no quise, simplemente.