lunes, 7 de mayo de 2007

Reciclaje

La parte más visible de mi cuerpo era una campana de cristal, coronada con un asa de bronce y un orificio por donde escapaba la combustión de la cera. Mi otra mitad era una base también de bronce, circular, plana y repujada para mostrar sencillos dibujos, hendiduras extremadamente discretas. Fui resuelto por un artesano del vidrio y por un orfebre, en salas diferentes, un día innombrable. Me ensamblaron con una simple superposición manual, un descanso gravitatorio común y corriente que formaba un todo, aunque estuviera vacío por dentro. Si no contenía una vela, había concavidad. Que es mucho decir. Creo yo.
Me llevaron a un bazar de regalos ubicado en la calle Casanovas, allí donde se ensancha el Eixample para crearle un pórtico magnífico al Hospital Clínico de Barcelona. Estuve menos de un mes imaginando mi destino hasta que él me compró para ti. Llegué a tu casa de Poblenou un día insignificante del invierno del año 2004, envuelto en el papel de estraza de la tienda, seccionado en dos (por supuesto) y compartiendo la bolsa de mano con una batería de velas blancas confeccionadas a la medida de mi vacío. Me pusieron en tus manos y me destinaste a la mesita de noche de tu dormitorio, un frío y limpio espacio en el que pude realizarme sin compartir lumbre con nadie, y en el que se me podía ver en primera instancia por la escasa compañía de objetos.
Pude ser palmatoria, pero fui vigía.
Dormí a tu lado todo aquel invierno. Quiero decir: dormiste a mi lado todo ese tiempo. Viví sin prisa largas horas en las que estabas y en las que no. Por las mañanas me alimentaba de la mínima luz solar que entraba a través de la cortina, y por las noches fui un gran observador, animado por la pasión y la lujuria. Tu mirada azul, tu cabello color miel, tu piel blanca y extensa, tus labios finos y rosados, tu sonrisa dulce y suave, tus huesos fuertes y sobredimensionados con respecto a tu sonrisa, tus pechos tibios y discretos, tu pubis rasurado, tus glúteos poderosos, tu andar pesado, tu respiración grave, tu mente tupida, tus palabras a cuentagotas, tu clítoris en relieve. Eso: te nombré la mujer clítoris.
Me acostumbré a ti y me enamoré de ti. Lo supe cuando no me importaba tu aliento del despertar, ni la transpiración de tus axilas a tan tempranas horas. Te vi durante seis meses ir directo y desnuda a la ducha. Te vi regresar igual pero con otra fragancia durante el mismo período de tiempo. Te vi vestirte en silencio; despedirlo a él o que él se despidiera de ti. Supe poco de tu alma y mucho de tus superficies. Me enamoré, digamos, de las cosas simples, visibles, seductoras de los objetos. Tú animada (no tanto), yo inanimado. Tú gimiendo con él, yo gimiendo contigo. Tú a viva voz, yo en silencio. Tú de paso, yo creyéndome eterno.
Cuando él te dejó la emprendiste con lo más cercano que tenías y de un zarpazo me echaste a la basura, sin separarme en metal y vidrio, como era de suponer en tu vocalizado primer mundo, en tu reciclaje aparentemente lúcido en el que las cosas tienen tres colores: verde, azul y amarillo. No. Me tiraste con furia, con locura para no verme más. Para no verlo más.
Dormí esa noche en el fondo del contenedor de basuras, a la espera de que alguien me llevara y comenzar una nueva vida. Y no quería ser otra vez vigía. Prefería quedarme con el recuerdo de la mujer clítoris y descansar sobre las manos de una anciana insomne. Pero no fue así.
Llegó el camión de la basura y cargó conmigo y con todos los demás desechos y nos hizo añicos. De paso por la trituradora, y ahora evocándote desde otro estado de agregación, he comprendido por primera vez que la belleza y la torpeza pueden llegar a ser directamente proporcionales.


Mayo 2004

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