Querido Viejo:
Tengo que enmendar la plana. Me veo en la obligación de matizar la carta anterior, la del desgano y la de las ganas de comerme a besos a aquella mujer que me engrasó el sistema dactilar. No sé si recuerdas que te hablaba de una misiva olvidada en una redacción de un diario. Pues a los pocos días compré el periódico –un lujazo que no puedo permitirme, excepto los domingos- y en un vuelco de hojas me encuentro mi texto destacado dentro de un recuadro, con todos sus pelos y señales y arriba mi flamante seudónimo. Yo iba en el autobús de la mañana con un sol radiante, a manera de preludio del verano que más he esperado en mi vida. Parece que me sacaron de la papelera de reciclaje o, pensando bien, me tenían en la lista de espera de los recuadros. Me llenó de alegría publicar por primera vez en España,y, al mismo tiempo, me entró un escalofrío rotundo.
Durante una década como periodista en Cuba, aprendí a autocensurarme con verdadero oficio. Si alguna vez se me escapaba algo que no debía escribir, mi jefe de sección, el primer filtro que teníamos en la oficina contigua, me soltaba una sonrisa cínica mientras calentaba el lápiz rojo entre sus dedos: “Ponte las pilas que tú sabes que esto no se puede decir”, me rectificaba sin mirarme a la cara. Y enseguida hacía un garabato gráficamente infantil, con una flecha que trataba de arreglar de alguna manera el corte. O sea, lo que leí en el autobús aquella mañana de mayo no era otra cosa que la síntesis de lo mismo que compartíamos el 80 por ciento de los cubanos en las fiestas privadas.
¿Podrían descubrirme los cazadores de brujas (o de brujos) detrás de dos iniciales falsas? La paranoia tomó posesión de mi cabeza y la felicidad duró lo que un merengue en la puerta de un colegio. Cierta vez, una ex nuera de Fidel Castro que vive aquí en Barcelona me contó que intentaron tirarla debajo de un tren, creo que en la estación de Provenza. No sé a ciencia cierta si me tomó el pelo aquella chica guapísima que sabe demasiado, pero yo no dejé de imaginarme la escena durante mucho tiempo. Así que consideré inoportuno contestar cartas sucesivas de los lectores en caso de que se armara la polémica.
Esa noche, como quien no quiere las cosas pero sí las desea, pasé por el bar del negro Jose (no José), que queda en la céntrica encrucijada de Travesera de Gracia y Paseo San Joan. Con sus manos enormes me apretujó mi diestra y se disponía a servirme un doble de añejo sin hielo cuando le indiqué otra botella. Hay cosas que no pueden evadir el simbolismo, y creo que Jose me entendió. Por el mismo precio, me puso un doble de aguardiente de cachaza, un elíxir salvaje, primitivo y rústico como el dibujo reductor de aquel jefe de redacción. Me dejó respirar el primer sorbo y, como estaba aburrido como una ostra, abrió su almacén indiscreto. Siempre se ha dicho que los barman son los psicólogos del barrio o, en su defecto, simple y llanamente te sueltan la información para vaciar de vez en cuando la bandeja de entrada. Entonces, para introducirse a sí mismo me dijo: “¿Bueno qué, cómo te fue con la pelirroja el otro día?
Yo le sonreí porque no quería hablar de eso. Fue algo tan especial que todavía siento sus mordiditas de niña-mujer en mis labios. Entonces el basquetbolista que tenía delante sirviéndome copas se explayó, y me enteré por qué la hermosa catalana se me había escurrido con los mejores y más dulces pretextos que me hubieran expuesto jamás.
La noche que salí por primera y única vez con Rocío (así me dijo que se llamaba), en la discoteca, mientras bailábamos, la potencia de la música nos obligaba a conversar con bastante cercanía. En uno de los giros de cabeza para escuchar al oído, nos besamos furtivamente en los labios. Y seguimos conversando como si no pasara nada. Ella se detuvo luego y me robó un enorme beso empapado de sudor y de un perfume que recordaré sin lugar a dudas. Ya sabes que me dejé hacer porque la iniciativa ya estaba tomada por su parte, pero hubo un momento en que necesité abrazarla y no me dejó. Otro impulso similar, eléctrico, me llevó prematuramente a una de las cosas que más me gusta hacerle a una mujer, que es besarle los ojos, tomando su cuello desde la base del cráneo con mis dedos intrincados en el cabello. Esta vez no me dejó llegar, siempre suavemente, diciéndome que no le gustaba que la tocaran cuando estaba sudada (¡ah, qué desperdicio, dios mío!), y ya te dije que acaté sus pedidos, pero de todas maneras lo del sudor me pareció extraño en una mujer que rondaba los 40. ¿Manías personales? No, aquello no encajaba con su estilo desenvuelto, seductor. Y me fui a la cama más solo que un pingüino en una gasolinera (gracias, Sabina), con la cabeza llena de humo espeso. Al final de la jornada, para poder dormir algo, me consolé dándome la explicación de las rarezas de las catalanas que he conocido (¡pero ésta había nacido en Salamanca, madre mía!), y no recuerdo nada más del descerebramiento.
La verdad era que la cicatriz que Rocío me dibujó por encima de su camiseta, señalando la base del seno izquierdo y en curva hacia arriba hasta la axila, no se debía a un terrible accidente de tránsito, sino a una operación de pecho por tumoración cancerígena. “¿Bueno y qué, es que acaso le hicieron una radical de mama?”, le dije a Jose por encima de su dramatismo. “No, creo que no”, me contestó, “pero la quimioterapia le tumbó el pelo y esa mujer llevaba peluca”.
Mira, viejo, aquello me provocó dolor en el sentido de que sus besos no merecían una mentira. Yo a estas alturas del partido, sin haber vivido tanto como tú, no puedo permitirme semejante superficialidad. La prueba está en que Rocío no me ha llamado –ni me llamará-, y por lo visto se cambió de bar.
Entre las cosas que no te he contado hay una historia conmovedora que viví en La Habana una noche. Después de terminar mi programa de radio, a las cuatro de la madrugada. Salí para casa de una oyente a la que nunca había visto pero que esa vez, luego de largas conversaciones telefónicas sostenidas semanas tras semanas, me dijo que estaba sola con media botella de ron. Llegué con la angustia que provocan las citas ciegas y encontré a una bellísima joven detrás de la puerta. Ariadna (no se me olvida su nombre porque soy fanático de Ariadna Gil) tenía las piernas más hermosas del mundo, hechas a mano y con muy buen gusto. Mientras nos conocíamos de cerca, me preparó algo de comer y yo aproveché para darme un enjuague bucal con un Legendario sin pedigrí que me supo a gloria, con todo el respeto que se merece el negro Jose. Ella colocó una cinta con mi voz -¡qué horror!¡escucharme a mí mismo después de conducir tres horas de radio en directo!-, y entonces me di cuenta de que algo pasaba en su vida. El peligro de los micrófonos abiertos a altas horas de la noche es incalculable. Yo, o sea, mi voz, se había convertido en su compañía diaria y tenía estudiada mis inflexiones, mis muletillas, mis giros lingüísticos, mis lugares comunes. En primer lugar, al menos en la Habana, resulta raro que una chica de 27 años viva sola, y más raro que, siendo una intelectual como era ella, te invite a las cuatro de la madrugada a su casa sin conocerte. Algo pasaba en su vida y yo tenía cómo averiguarlo porque ya sabes que difícilmente no salgan amigos comunes en un país tan populachero y retozón. Pero no hizo falta: haciendo el amor, más tarde, tras un artístico desnudo pélvico que me regaló, penetrada con el candor que me había dejado el ron ,y con el rico dolor de mi cuerpo madrugador, Ariadna me confesó que no quería dejarse ver el torso porque le habían extirpado un pecho.
La crueldad del cáncer había hecho blanco en los senos de una joven inteligentísima y guapa hasta más no poder. En plena lucha contra el tiempo, Ariadna había decidido dejarse llevar por los placeres que según ella le insuflarían un poco de vida, y yo fui uno de sus elegidos. Fue una sola vez, no tuve valor para más. Pero todavía, escribiéndote estas líneas, siento su ardor y sus torrentes de sudor que emergían de todas partes.
Como salí corriendo de Cuba (decía una profesora de la universidad que, debido a tantos trámites, los cubanos no nos sentamos en los aviones; nos desplomamos), dejé colgado el programa de radio y con él a los oyentes. Que me perdonen si pueden comprenderme, y tú, Ariadna, donde quiera que estés, recibe un humilde beso mío en nombre de tu valentía. Un abrazo, viejo:
Jorge
mayo 2003
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