-¿Y qué te dijo el doctor Artusi?
-Pero, bueno, ¿es que no te enteras de nada?
-Yo solo veo, no oigo…
-No me vengas con eso que tú sabes leer los labios perfectamente, y, además, tienes una intuición tremenda. Bien que podrías haberme ahorrado el dinero.
-Por cierto, todavía no sé por qué tuvimos que ir a una de las clínicas más caras de Barcelona. Te agradezco el detalle, el nivel, vamos, pero soy una retina bastante sencilla, proletaria, de las del montón.
-Fue lo que se presentó, hija mía, y no quería esperar más para no ponerme nervioso; o sea, no quería hacerte esperar.
-Me encantan tus protocolos. Sabes ser dulce cuando quieres y tienes un arte para manipular asombroso. Tú y yo vamos a cumplir el mes que viene 38 años juntos, habiendo pasado las de Caín y, además, no pocos contrapunteos nos han hecho crecer en nuestras relaciones filosóficas. Por no decirte que fisiológicamente no nos queda más remedio que soportarnos… Perdona que te hable a camisa quitada, pero bien sabes que vemos el mundo diferente. No soporto tu romanticismo.
-Vale, vale, vale. Por ese camino vas a lograr que no te cuente lo que me dijo el doctor Artusi. Y creo que te interesa. Si sigues molestándome me voy a tomar una cerveza aquí enfrente y te planto un soberbio No coment de esos que yo sé decir. Tenemos tiempo de sobra para disquisiciones filosóficas.
Yo acababa de salir de la Clínica de la Retina y, como aún llevaba las pupilas dilatadas, no veía un burro a tres pasos. La chica que me cobró antes de salir, me ofreció un plano del barrio para que pudiera encontrar fácilmente la estación de los ferrocarriles catalanes, pero como lo veía todo fuera de foco –y mis dos objetivos dilatados no contaban con la cómoda solución óptica de “imagen partida” que han incorporado los fabricantes de lentes fotográficos-, pues me perdí en dos cuartas de tierra y di más vueltas que un trompo buscando la estación. Me asusté hasta que vi la Vía Augusta y recordé que la zona me era familiar. “Lo único que me falta es que coja el tren en sentido contrario”, pensé mientras trataba de analizar las manecillas de mi reloj de pulsera con la poca nitidez que me quedaba. Nada. Ni siquiera pude enterarme de la hora. Me aproximé al tiempo calculando el rugir de mi estómago, que me pedía, creo recordar, un bistec con cebollitas picadas en rodajas, pimiento verde, patatas en cuadritos y arroz. Era el menú del día en mi casa, así que no había otra tentación posible ni un caprichito fuera de lugar. Mi ojo izquierdo, siempre de guardia y portavoz de la pareja, esperaba una respuesta. Mi estómago, desentendido, no sé por qué, con el ojo, esperaba otra. Yo trataba de enfilar mis pasos hacia el buen camino –“¡quiero llegar a la casa, si us plau!”-, o lo que es lo mismo: desembarcar en el andén correcto dejando atrás por un rato el fuerte sol del mediodía que me resultaba, lógicamente, el triple de agresivo. No se me olvidará ese mediodía de junio porque preludiaba un agosto insoportablemente abrasador. Para ir a la consulta –una consulta a la una de la tarde, ¿a quién se le ocurre?- había subido a la Bonanova en el 70, y al salir, se me ocurrió preguntarle a la chica de la recepción por los ferrocarriles catalanes, que me dejan en Provenza. Y, con la vista delirante como si estuviera drogado –lo único que me faltaba era ver elefantes subiendo por las paredes-, divisé la estación de Las Tres Torres y me sumergí contento. Egoístamente contento.
-¿En uno de estos edificios fue donde conociste a Solange, verdad?
-Tienes una memoria de elefante- le dije a mi ojo izquierdo coincidiendo con su retentiva gráfica. –Mira, esa te la debo, porque la verdad es que la chica estaba hermosísima y me permitiste taladrarle el corazón con una mirada lasciva, pecaminosa pero educada, de esas que tú sabes sostener y que no puedes evitar.
-No me eches la culpa a mí que yo hago lo que tú me ordenas. Tú eres el incontrolado, el mirón si se quiere. Y tus sentimientos locos un día me van a matar de la vergüenza. Recuerdo que cuando viste a Solange se te querían salir los ojos…Vamos, que me querías expulsar de mi órbita y me tuve que pegar como una ventosa a las paredes líquidas. Me tuviste humedecido durante un buen rato mirándola y, como no oigo a tu interlocutor, me tuve que conformar con el rosario de sandeces que se te ocurrieron para comenzar a conquistarla. Me llevabas dislocado de un lado hacia otro y de arriba hacia abajo, exactamente igual que todos los meneos que tuve que hacer ahora para que el doctor me mirara por dentro. Por cierto, ¡qué ácidas estaban esas gotas que me puso!
-¿Acaso crees que todas las sustancias van a tener un PH neutro como yo, amigo mío?
-Vamos a dejarlo ahí, que tú cuando te levantas parece que has desayunado ácido de batería…
Yo no tenía ganas de hablar con nadie, porque me incomodaba sobremanera ver las cosas fuera de foco, aunque, paradójicamente, me embargaba una alegría extraordinaria la confirmación de que no tenía nada grave en la vista. Llegué al oftalmólogo luego de pasar por delante de dos ópticos para que me hicieran gafas graduadas. ¿Cansancio de la vista? ¿Dolores de cabeza? ¿Muchas horas delante de un ordenador? ¿No distingues bien los números de los autobuses? ¿Tienes 37 años? ¿Y nunca has ido al oftalmólogo? Uno primero y otro después, los optometristas me enviaron a una clínica especializada cuando, al intentar acercarse al fondo de mis ojos, descubrieron una opacidad intrigante. La primera en descubrírmelo fue una chica de Óptica 2000, del Corte Inglés de la Diagonal, quien se negó a hacerme las gafas y me despidió apenadísima con una expresión que solo pude interpretar dos horas más tarde, reconstruyendo los hechos. Era como si ella pensara: “El pobre, ¡no sabe lo que tiene!”. El otro, un hombre joven y bastante frío, de General Óptica, también en la Diagonal, fue más preciso: “Te veo una nube extraña en ambos ojos. Debes visitar a un oftalmólogo”. Así que, por recomendación de una amiga que se atiende allí, me llegué a la Clínica de la Retina con un hueco profundo en la billetera, pues el día anterior me habían hecho una endodoncia en el molar 37 superior, que me había costado 160 euros.
Mis ojos color aceituna, herencia materna no solo en los tonos sino, además, en el dibujo, hasta el momento habían visto poco mundo. Habían visto paisajes únicos e irrepetibles a lo largo de la geografía cubana y habían sido objeto de una cruel declaración en los tiempos del pre-universitario cuando Olguita, aburridísima en el laboratorio de Física, un día me tapó la nariz y la boca con sus manos y me dijo: “Tienes unos ojos preciosos”. Yo no sé dónde estará Olguita y si recodará lo que me dijo, pero aquella declaración me vino a la mente mientras el doctor me escudriñaba las entrañas con una luz insoportable, con todo mi rostro metido dentro de un aparato intergaláctico en las alturas barcelonesas de la Bonanova.
-¿Y por fin qué te dijo el doctor Artusi?
-Tienes, y comunícaselo a tu compañero, tienen una catarata congénita que, ni es progresiva, ni afecta la visión. Según las estadísticas, soy, sois, un caso entre cinco mil, y me dijo el doctor que él se encuentra con dos o tres de estos casos al año. ¡Ah!, y que tengo, tenéis, un mínimo de astigmatismo que por ahora no es preocupante, así que no llevarás anteojos de El Corte Inglés, ni de General Óptica ni de algún otro sitio. ¡Mira que venir a enterarme en Barcelona que tengo una catarata congénita….!
-¿Y cuánto te costó enterarte de lo que tenemos?
-90 euros. Casi nada.
-¡Joder! Con ese dinero nos vamos a la Barceloneta a echarnos unos colirios de top less, tomándonos unas cervezas, y luego nos vamos al cine.
-Sí, y también nos compramos unos prismáticos para curiosear las ventanas indiscretas ahora que comenzó el verano. No creas que no le voy a sacar la inversión a ese ático omnisciente que nos acabamos de alquilar.
-Mira, cómprate para hoy un cupón de la ONCE ahora cuando salgas del tren, que a lo mejor nos lo sacamos.
-Tiro hecho. Venga, dame los dos euros que hoy es viernes. Y, por favor, aunque lo pienses, no me llames iluso…
Verano 2003
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