miércoles, 1 de agosto de 2007

De copas con un funcionario

Hay un chiste o un rumor callejero en el que casi todos los cubanos reconocemos un hecho real. Es surrealista, pero Cuba, la Cuba socialista, también es surrealista. ¡Y valga la cacofonía! Desde que vivo en Barcelona, siempre digo, cuando me preguntan por las cosas de Cuba, que, si Dalí viviera allí, no tendría nada que hacer. La vida misma lo superaría. El rumor trata sobre un ingeniero de toda confianza gubernamental que viajó a no sé cuál país europeo con la encomienda de comprar un lote de barredoras de calles. No de mujeres barredoras, que hubiera sido fantástico –sin tener que comprarlas, claro-, sino de máquinas, equipos pesados, no sé si con ruedas o con esteras, pero automotores, quiero decir. Autopropulsados, para más señas. El hombre, luego de almorzar como Dios manda, beberse un buen whisky de malta y encender un Montecristo talla extra, firmó el convenio con los vendedores. Estaba feliz, orondo y más que orondo. Estaba excitado. Se frotó las manos y un rato más tarde se tiró panza arriba sobre el colchón ergonómico de su habitación. De pronto, comenzó a reírse sin parar –casi se ahoga- y, cuando terminaron sus carcajadas, pronunció en voz alta las siguientes palabras:
-¡Se van a enterar!
Y se enteraron tan pronto llegó el barco a La Habana y chequearon la mercancía. De un primer vistazo –dicen los que estaban allí, los que luego hicieron el cuento a sus amigos y éstos lo esparcieron por todo el país-, el bulto parecía lo normal; o sea, lo que se había encargado, pero alguien con prisa leyó un prospecto asido a la empaquetadura y gritó, preguntando:
-¿Qué cojones es esto?
Era un lote de 50 barredoras de nieve. Se ve que el funcionario del Ministerio de Comercio Exterior, antes de desaparecer del hotel donde estaba alojado, había hecho una broma que costaba unos cuantos millones. Era su manera de vengarse, con clase y con ensañamiento, diría yo. Supongo que después de cumplir su deseo, el hombre se haya visto obligado a cambiar de identidad donde quiera que esté, porque no es solo el coste monetario de la operación lo que más le dolió al gobierno cubano, sino el hecho de tener que arrastrar de por vida con un chiste callejero de tal envergadura. Nunca más se ha sabido de aquel hombre, o por lo menos yo que, en el exilio, donde todo se conoce, he indagado algunas veces sin respuesta posible. Se esfumó. A partir de ese momento, las autoridades cubanas no escatimaron dietas ni billetes aéreos para enviar, en lugar de a un hombre solo, a un grupo de no menos de cuatro o cinco en cualquiera de los casos. Ya no para camuflar a un agente de la policía secreta –dicen que el que compró las barredoras de nieve era un oficial de la seguridad del estado-, sino para que los agentes se vigilen entre sí. Pura teoría de las probabilidades.
Por eso cuando, en el exilio, nos toca recibir algún amigo que viene en funciones de trabajo, y éste nos presenta a sus compañeros de viaje, enseguida le preguntamos con toda la gracia del mundo: “¿Cuál es el de la seguridad?”.
Como en Cuba no se tira nada –se recicla de verdad, por necesidad, no por luchar contra el derroche-, dicen que de las máquinas quita nieve se aprovechó casi todo, en diferentes esferas de la producción nacional, claro está. Lo cual no deja de provocar el sentido del humor criollo, imaginándonos una isla alargada que es la metáfora surrealista de un escobillón térmico, con una leyenda debajo que reza: Cortadora de caña, mecanizada y reciclada.
Volviendo al tema de los funcionarios, el recuerdo anterior del chiste popular me vino a la mente la semana pasada. Se me apareció en Barcelona un hermano de crianza que, casualmente, lleva mi mismo apellido, pero, como dice otro chiste, en este caso funerario, no somos nada. Eso sí: nos queremos mucho. Yo le llevo casi diez años, y no nos veíamos desde que volé para acá. Incluso no me pude despedir de él, como de tanta gente. Se llama Armando y es ingeniero químico, un talentazo de 30 y pocos años que trabaja en uno de los “polos” científicos cubanos, en un centro de investigaciones donde fabrican vacunas. (No alcanzan las aspirinas, pero fabrican vacunas. Algún día contaré una conversación que tuve en un bar de esta ciudad sobre el tema de las vacunas). Pues bien: mi hermano de crianza vino en calidad de funcionario/científico a comprar un equipo para Cuba valorado en un millón de euros. Me llamó desde Terrassa, a unos 30 kilómetros de Barcelona, donde estaba hospedado. “No te muevas de ahí que yo te voy a buscar dentro de una hora”, le dije. Y cogí el tren que es como un metro y pasa a dos calles de mi casa. Cuando llegué al hotel me estaba esperando en la barra del lobby con una cerveza catalana en las manos.
-¡Coño, tú que eres ingeniero químico no sabes que la levadura engorda!, casi le grité desde la puerta y le partí para arriba para darle un abrazo.
Estaba igualito, un poco más lleno de cuerpo que cuando corría detrás de la ruta 190 para no llegar tarde a la universidad. Pero la cara, y la sonrisa sobre todo, la conservaba intacta. Mi mamá se había casado con su padre cuando él tenía diez u once años. Siempre fue una lumbrera. Le pregunté si sus anfitriones aquí le tenían previsto una visita a Barcelona y me dijo que no, que solo había venido a darle el visto bueno y comprar “el equipo”. Eran las ocho de la noche. Le dije que cogiera un abrigo y su pasaporte que bajaríamos a la ciudad; él dormiría en mi casa esa madrugada y al día siguiente, en el primer tren, estaría de regreso y puntual en Terrassa. Ni se lo pensó. Cuando salíamos corriendo antes de dejar la recepción del hotel, me detuvo para presentarme a otros tres compañeros que viajaban con él: un ingeniero mecánico y dos técnicos de mantenimiento. No dije nada, pero había uno que tenía cara de ser de la seguridad, pero por las apariencias no te puedes guiar. No hice la broma porque, si el de la seguridad era mi hermano de crianza, lo ponía en un aprieto, le estropearía su cerveza y todo lo demás.
Le organicé un tour nocturno por Barcelona jugando con los horarios de cierre del metro. Nos dio tiempo a ver lo fundamental, lo gaudiano y lo no gaudiano. Bajamos por Las Ramblas ya tarde, cuando comenzaban a verse las últimas meretrices de estos tiempos modernos, porque acaba de salir una ordenanza de la Generalitat que les prohibirá circular en funciones de trabajo. Se lo expliqué a mi casi hermano, que más que eso es ahora un amigo grande y astuto, modesto y buen oyente, aplicado y muy vivo a la vez. Nos sentamos en un bar cerca del puerto, porque él quería ver el Mediterráneo. Le dije que se contentara con la imagen aérea, porque las aguas del puerto son muertas. Le hablé de los diques, de los rompeolas, de los accesos ciudadanos y de la ciudad antes y después de las olimpíadas del 92. Él me contó de los milagros del comandante con la reciente implantación de ollas eléctricas arroceras a nivel doméstico, con facilidades de pago, me explicó. Siguió tomando su Estrella Damm, la cerveza catalana. Yo bebía ron Havana Club. Me describió algunas de las utilidades del equipo que venían a comprar, que era una máquina liofilizadora para la fabricación de alimentos y medicamentos, un mamotreto de no sé cuántas toneladas que deshidrata los cuerpos sin dejar huellas, creí entender. Armando, mi hermano de crianza, era el jefe del grupo, el que tenía que firmar la compra. En sus manos descansaba una alta responsabilidad, yo lo sabía, pero observé que no perdió la sonrisa ni un solo segundo, excepto cuando nos remontamos a algún pasaje triste de nuestra familia. Esta escena yo la había repasado antes, mucho tiempo antes de que él viniera, pues siempre quise ganarle tiempo al factor sorpresa, sabiendo de antemano que yo vivía en una ciudad importante y que un día alguien querido podía aparecer. Así que, sin muchos rodeos, le ofrecí mi casa por si pensaba quedarse definitivamente.
-¡Gracias, no esperaba otra cosa de ti- me contestó. –Mis padres carnales bien sabes que ya no existen, pero tengo una mujer y una hija, a las que amo, esperándome. Tal vez más adelante, si es que el destino me trae otra vez por aquí.
Regresamos a casa caminando, sin prisa, aunque él madrugaba más que yo. Nos despedíamos esa noche. Armando, mi hermano y medio, regresaba a Cuba al día siguiente, después de cerrar –o no- el convenio con la empresa catalana. Por el camino tuve ganas de fastidiar un poco y le pregunté:
-Coño, ahora que me acuerdo, ¿tú conoces el cuento de las barredoras de nieve?
Nos partimos de la risa.



Febrero 2006

4 comentarios:

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Muy bueno también.

Ivis dijo...

Buenísima la anécdota, cargada de ironía. Saludos,

Ivis.

Jorge Ignacio dijo...

Dicen que fue cierto lo de las barredoras de nieve. De cualquier manera, forma parte del imaginario surrrealista del patio. Gracias a los dos.

Anónimo dijo...

yOYI:
nO TE SORPRENDAS SI TU AMIGO AMANECE ALGUN DIA LLAMANDOTE DESDE MIAMI, TE DIGO ESTO, POR QUE SORPRENDENTEMENTE TODOS LOS QUE VIAJAN "ABREN LOS OJOS" Y SE DAN CUENTA DE LO ERRONEO DE AQUELLO.
ATB
TUCSON