miércoles, 29 de agosto de 2007

Helados



Todavía creo que el haber hecho el amor tan relajadamente con mi mujer anoche se lo debo a un cura. Desde que perdí el trabajo por razones ajenas a mi voluntad, llevo un dolor de cabeza perenne, acompañado de cierta inhibición del apetito sexual. Y estos ataques con nocturnidad en la cama es mejor que sean espontáneos, porque de lo contrario mi mujer se da cuenta de que estoy raro y solemos, pues, arrastrar un sinsabor durante la semana. Así que ésta recién se inaugura distendida. La suerte de visitar a un cura abierto a los siete mares me dejó el cuerpo sereno, y la mente jabonosa.
El padre Oriol me contactó por mail después de encontrar este blog por casualidad. Hizo como en Cuba, que la gente te da la dirección de su casa y su teléfono sin apenas conocerte. Me llamó la atención esta soltura, ya tan lejana en mis referencias sociales. Era domingo, tranquilo, al menos en mi casa, y se lo comenté a mi mujer.

-Llama ahora mismo –me dijo-, no pierdes nada. ¿Es un cura, no?
-Sí, y vivió en La Habana, lo que no sé es cómo entrarle- balbuceé medio contrariado.
-Con naturalidad. Los curas suelen ser mucho más abiertos de lo que tú te imaginas. Son personas que han vivido mucho- cerró el diálogo mi mujer mientras fregaba los platos.

Busqué el teléfono y marqué su número. No sabía si preguntar simplemente por Oriol o por el padre Oriol. A la voz que atendió le solicité lo primero.

-Soy yo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
-Soy Jorge. Usted me ha dejado un correo electrónico esta mañana. ..
-¿Es de una página de Internet, no?
-Si, sí, soy cubano…
-¿De dónde me llamas? ¿De la Florida?- me interrumpió el padre Oriol.
-No, yo vivo en Barcelona…
-Ah, pensé…

Y así entablamos una conversación apurada por mí, por mis nervios, pues mi interlocutor hilvanaba las palabras con sosiego dominical. Una vez entregadas las credenciales de ambos, expuestas las intenciones a corto plazo, me preguntó si estaba soltero o casado. Mi mujer se perdía una parte del diálogo y simulaba ordenar las cosas en la encimera de la cocina. Dudé un segundo y me salió expresarme con normalidad:

-Vivo en pecado, en concubinato, como prefiera llamarlo. Mi mujer está ahora al lado mío.

El padre Oriol sonrió.

Esa misma tarde lo visitamos en su cuartel general del barrio de Les Corts, en un apartamento tirando a pequeño que compartía, al menos, con una pareja de rumanos. Desde que llegamos nos brindó helados. No aceptamos. Acabábamos de comer. Nos mostró un congelador que estaba ubicado junto a la puerta de la casa, repleto de tarrinas de helados. Oriol recibía abastecimientos de una ONG y su espacio había sido, y es, albergue de refugiados y emigrantes indocumentados, o legales escasos de recursos, o parientes de los que ya habían avanzado en la inserción en esta ciudad, también visitantes intempestivos, colaboradores del área, fumadores compulsivos parientes de los albergados, visitantes dominicales como nosotros. Nos acomodamos en un salón atestado de libros. Cada vez que encauzábamos el diálogo, alguien nos interrumpía. La mala iluminación de la sala nos convirtió en siluetas a todos. Los demás eran menos intempestivos que nosotros dos, porque, ciertamente, en la historia del padre Oriol, rica en capítulos, fuimos los últimos, o los más recientes.
Tiene 81 años y una prestancia asombrosa, más la calidez y el vuelo de su palabra que, por ser justamente la del anfitrión, esperó a cada momento el espacio en blanco. La casualidad –la causalidad, dice mi mujer- de estar ambos a mano en la misma ciudad, de poder vernos en persona esa misma tarde, no dejaba de asombrarnos. Fue bien porque él me hacía en La Florida, aunque en realidad no le dio mucha importancia a que viviera en el barrio de al lado. El padre Oriol había sido destinado a Cuba en los primeros años 60, o finales de los 50 por las Escuelas Pías, y vio a Fidel Castro entrar triunfante en La Habana. Por esas fechas, fue uno de los organizadores de la Operación Peter Pan, que sacó del país, hacia un campo de refugiados en Florida, Estados Unidos, a 14 mil niños entregados por sus padres a la Iglesia, cuando se corrió la voz de que el nuevo gobierno comunista se apropiaría de la patria potestad. Aquel episodio fue un triste juego político entre Estados y con la intervención de la Iglesia que, en su momento, provocó un desarraigo insuperable humanamente, y a la vuelta del tiempo, además de traumático, devino en una de las tantas maneras de escapar de un país totalitario. Hubo padres e hijos que no se reencontraron en 20 años. Y otros jamás.
Creo que a estas alturas, sentados uno frente al otro a un metro de distancia, tanto el padre Oriol como yo no estábamos dispuestos a perder el tiempo en dilucidar quién se llevó los puntos de la Operación Peter Pan, al menos en un primer encuentro. Era domingo y la casa estaba atestada de gente. A mí me pareció que él estaba por encima del bien y del mal, tratando todo el tiempo de que nos lleváramos de regreso a casa una cantina de helados. Entre conversaciones ligeras, humo de tabaco y el crecimiento amenazante de una Torre de Babel, me declaré anticastrista, aunque mi mujer me aseguró después que no hacía falta, que eso él lo sabía, y que, en definitiva, no le interesaba tanto. Me enteré por él de que el actual embajador norteamericano en España fue uno de los niños de la Operación Peter Pan. La vida da muchas vueltas.
Llegar a los 81 años, lo sé muy bien, no es tan fácil, y sobre todo mantenerse sin parecer un cascarrabias. ¿A quién le contará la verdadera historia el padre Oriol; quiero decir, su verdadera historia? Me ofrecí de oyente, claro. Él me insistió en que no dejara mi teléfono, que su mente anda volando y se le extravían los papeles, que lo fuera llamando poco a poco.
Bien, acepté. Me fui de su parroquia con mi mujer en pecado concebido y confesado, más tranquilo que horas antes en las que elucubré qué podía pretender de mí un cura catalán de 81 años, jubilado.

-Me persigue la senectud- observé en la calle, mientras esperábamos el autobús.
-Sí, parece un designio. Ahora te recomiendo que no le des más vueltas al asunto. No sé qué vamos a hacer con tanto helado. No nos cabe en la nevera –sonrió mi mujer, quitándole hierro al asunto.
-Al final no le hicimos una foto al padre Oriol.
-Mejor, no te preocupes por eso, así no le robamos el alma.

Llegamos a casa y pusimos una película alquilada, El lápiz del carpintero, un conmovedor reflejo de la guerra civil española que terminó en dictadura, en la que la Iglesia, en tanto institución, contrariamente a como ocurrió en Cuba, funcionó como aliada del Estado.


Verano 2007

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen Post Jorge. Historia con madera para hacer literatura.

Un saludete.

Jorge Ignacio dijo...

ya lo creo...A ver si me dan la entrevista. Aquel domingo me pareció que un día todo va a acabar así, conversando como si nada. Como mismo hizo España en su momento, tratar de olvidar a la carrera. Lástima que mi padre, que abandonó la fe católica obligado, y luego la retomó cuando todos estábamos dispersos, ya no esté entre nosotros. Gracias, Caminante.

Anónimo dijo...

Excelente relato, Jorge. Reescribelo con calma, pues tiene sustancia. Seria bueno divulgar la historia de ese padre Oriol en Miami, donde tanta gente esta relacionada con el tema. Suerte y un abrazo,
machete

Ivis dijo...

Jorge, Jorge, qué bueno eres, qué sensibilidad, qué envidia...
Un saludo desde Mallorca.