lunes, 13 de agosto de 2007

Perdiendo el tiempo



Hay momentos en los que, desgraciadamente, contabilizamos el tiempo. Como matemáticos puros, o gestores de empresas, ponemos cotas a los posibles derrames del quehacer. Trazamos en un papel pautado acciones ajustadas a un calendario, y coloreamos algunos espacios encuadrados por el tabulador más cercano. Nos familiarizamos con las máquinas, tratando de entenderlas para no herir el más mínimo principio de funcionamiento; también, así, invertimos horas en ganar domino sobre los sistemas, que, al fin y al cabo, son repetitivos una vez los entendamos. Si el mes tiene 30 días, ó 31, y de éstos 20 ó 21 son hábiles, buscamos la manera de realizar todo lo que está previsto, para luego escaparnos por alguna tangente que nos hace creer que improvisamos algo. Vivir sin contabilizar el tiempo es posible en una época solamente, por lo que sería conveniente darnos cuenta de cuando toca, aunque, en ese caso, estaríamos contabilizando el tiempo. Anoche mi mujer y yo disfrutamos de una tormenta que se recreó sobre el cielo de Barcelona. Tardó en caer, dando señales de aviso durante tres cuartos de hora. Vivimos la espera de la tormenta como si fuera el paso histórico de un cometa, aunque, claro, teníamos todas las condiciones objetivas y subjetivas al alcance de la mano. Apagamos los ordenadores, las luces y todos los sistemas programados, excepto la nevera. No estamos tan locos. Salimos al balcón semidesnudos aprovechando la hora y la ocasión. Sentimos el aire fresco que bajaba de la montaña, llevándose al vuelo objetos livianos, faldas y pelucas incluidas. Lo vimos todo desde nuestro puesto de mando del balcón: la gente que iba a pie y en motos sorprendida por el repentino cambio de tiempo. Cayeron unas gotas gruesas de anticipo, hasta que llegó una cortina de agua que nos obligó a entrar. Mi mujer destacó con pena perderse el olor de la tierra mojada, la caricia de una tempestad estival que puede fastidiar o arreglar la noche a cualquiera. Nos dimos cuenta del paso del tiempo al recordar similares tormentas originadas en el Golfo de México, bastante frecuentes en una isla como la de Cuba, de donde habíamos regresado un mes y medio atrás. La circunstancia de estar disfrutando de una tormenta en nuestro palco habitual marcaba el antes y el después, el ahora y el ayer, y proyectamos el mañana que optimistamente más nos conviene.
Mi mujer había traído una semilla de framboyán en el bolsillo de su pantalón. En Cuba se quedó maravillada con el colorido y frondosidad de ese árbol, y quiso tenerlo en casa. Le advertí que, de prosperar su empeño, las raíces nos romperían el suelo del balcón. También le dije que dudaba de la germinación, porque el clima no es el mismo. Sin embargo, su fe en la naturaleza la llevó a proseguir, a recapitular el proceso de crianza que le explicaron en la escuela. Para mi asombro, el brote vino a nuestra casa a los pocos días, levantando el algodón como si fuera una máquina montacargas. Al ver que se erguía, lo sacamos afuera junto con las demás plantas, para que tuviera aire (contaminado, lástima), luz y nombre. Un ficus benjamín le dio sombra. Es cierto que tuvimos un framboyán y que lo retratamos a tiempo. La tormenta de anoche lo ahogó, mientras nosotros disfrutábamos enormemente de la posibilidad de no tener que contabilizar el tiempo.

Verano 2007

3 comentarios:

Duanel Díaz Infante dijo...

Jorge, he estado un rato por aquí leyendo algunas de tus notas, y no quiero dejar de decirte lo buenas qe son. Escribes muy bien, y tienes cosas que decir, cosa que no es tan frecuente. Creo que deberías probar en la narrativa. Un saludo, D.

Jorge Ignacio dijo...

Me alivia escribir, Duanel, y me honrra tu visita. Gracias a ti.

Jorge Ignacio dijo...

me honra