Los encuentros entre madres e hijos luego de 30,40 años o
más de separación forzosa, de rapto en instituciones públicas, parecen de
película. Es el panorama que, junto con las decisiones de Bruselas acerca del
destino de la Comunidad Económica Europea, aparece ahora en los televisores, y
esto indica ir a más. Hay en total mil 800 denuncias.
Pone los pelos de punta sospechar que cualquier vecino
fue un bebé robado.
Hoy, por fin, compareció ante un juez la primera persona
imputada, el primer nombre, el primer rostro, aunque se acogió a su derecho de
no declarar.
Es una monja y hoy
mismo envió una misiva a los periódicos consignando su inocencia.
Todavía no es culpable hasta que se dictamine lo
contrario. A sus 87 años da igual que cumpla alguna condena o que su rostro salga
en televisión perseguido por la prensa. Si fue ella la que sustrajo niños en
nombre y al amparo de un credo imperante en España, décadas atrás, aunque no
muy lejanas, el daño ya está hecho y en la cabeza de la religiosa siempre habrá
justificantes de sobra que le evitan sentirse mal, si acaso fuera condenada.
En realidad lo más preocupante no es que las violaciones
a los elementales derechos humanos hayan sido cometidas en instituciones católicas,
sino que éstas actuaban con impunidad debido al gran techo que ofrecía el gobierno.
En los años 80 -cuando todavía se robaban criaturas
recién nacidas en los hospitales de este país- no estaba el franquismo en el
poder, pero la estela de la dictadura sí. ¿A quién iba a reclamar el afectado
si la máxima autoridad en aldeas, comarcas y distritos hasta hace poco tiempo eran
curas?
El hecho concreto que destapó la trama -e identificó a
Sor María- fue perseguido entonces porque se trataba de adulterio. Era la coartada
perfecta para sustraer criaturas de las maternidades y entregárselas en
adopción a familias acaudaladas.
Viendo a la monja esta mañana en pantalla –escurriéndose entre
un mar de gente que la quería linchar a la salida de los juzgados de Madrid- me
pregunté si los cubanos tendremos al menos esa recompensa con el cruel dictador
que ha dividido a nuestras familias, que ha ordenado hundir embarcaciones a la
salida del puerto –barcos con niños- para evitar que huyeran del infierno en el
que él mismo convirtió al país.
En España –como sucedió en el cono sur latinoamericano- comienzan
a salir a flote las injurias, el abuso de poder, el hundimiento, total o
parcial, del prójimo. No sé si será tarde. Algunos pensarán que sí.
Prefiero acogerme al sentimiento de renovación una y otra
vez, por medio del cual le encontramos sentido a la vida y nos aseguramos de
que, cada día, construimos algo que vale la pena.
Estaremos acompañando en el dolor a estas personas ultrajadas
por la impunidad y esperaremos el desenlace de la imputación en un asunto tan
serio.
Ya lo ha tratado el cine español infinidad de veces, pero
ahora la realidad es la que se pone por
delante.
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