Por sus manos han pasado cientos de diagnósticos, de todo
tipo. También las modernísimas pruebas
Doppler, que permiten conocer el flujo en los vasos sanguíneos de la placenta y
del feto y observar así el crecimiento. Pero la mayoría de las personas –incluyéndome-
asocian a la dulce Anita con el momento en que conocieron el sexo de su
criatura.
En nuestro caso, la galena, de ojos claros, confirmó,
sonriendo, la presencia de una hembra y un varón, cuando los niños –que ahora lloran
mientras escribo- era unos embriones.
El alma buena de esa mujer –por supuesto, me vino a la
mente “El alma buena de Se-Chuan”- descubrió un campo energético vivaz en la
esquina azul, donde sentaron al padre (yo) con las indicaciones de que se
mantuviera en silencio. La esquina roja era la montaña rusa donde se
precipitaban miles de sensaciones ante lo desconocido. Estaban allí la ecógrafa
–hasta ese momento una mujer precisamente rusa, según conversaciones de
pasillo- y María, primeriza y confiada en el porvenir.
La doctora susurró algo que debí escuchar, de lo poco que
me llegó con claridad. No tiene por qué explicar nada en alta voz; sin embargo,
Anita comparte. Luego, en la despedida - “hasta la próxima vez”- te extiende un
papel cromado en forma de acordeón:
-Toma, para que veas a tus hijos-. Me lo da en mano.
Y uno no sabe qué decir, además de las “Gracias”.
Uno piensa, siente todo lo que ha pasado ahí y lo guarda
para atar cabos más tarde con María.
-¿Pero tú viste los sexos; o sea, los genitales?
-Creo que sí- responde mi mujer.
A partir de ese momento, sin haberlos visto yo, uno
comienza a construirse todo un mundo futurista. Que se llamarán así…Que se
parecerán a ella o a mí, o a ambos…Y el color del cabello. Y el primer día de
clases…
Demasiado lejos nos envía Anita con todo su cariño, al
menos a mí. Porque en sus manos y en su voz inaudible –en medio de la habitación
blanca y fría de hospital- hay ese calor necesario que sin embargo –divaga mi
mente- viene de la gélida Europa del Este.
Se va entonces mi mente a compartir un espacio sideral en
el que, nos decían, Cuba era un satélite de la Unión Soviética. Se va el
recuerdo a los 70, a los 80, a los años del Realismo Socialista que seguramente
compartimos la doctora y yo. ¿Pero qué edad tendrá?
¿Y por qué, en Barcelona, tiene una rusa que darme la
noticia del sexo de mis hijos, a mí que soy cubano?
¿Estábamos predestinados a coincidir?
María corrobora que es un amor de persona.
Pasaron unos cuantos meses y nos ingresan. Allí está
Anita de guardia. Ya no es ecógrafa. Ahora es adjunta al director del servicio
de ginecología y obstetricia del Hospital Germans Trías i Pujol. Ahora es la
jefa del equipo médico de ese turno. Marc y Lucía –ya tienen nombre los
embriones- amenazan con nacer antes de tiempo y hay que retener el embarazo.
Anita es profesional. Nos mira sin repasarnos demasiado con la vista. Tampoco
hace falta. Es la profundidad de la mirada, el fondo de ojo el que actúa. O el
campo energético, tal vez, piensa María, que le gusta ser mística.
Cuando nacieron los mellizos, a los ocho meses de
gestación y tras dos meses de ingreso preventivo, Anita estaba de vacaciones. No
estaba cerca. ¿Estaría en Europa del Este?
Yo la eché de menos. Pensé en ella en ese momento.
Los niños ahora tienen ocho meses de vida. Articulan palabras
raras, se desternillan de la risa en ocasiones y nos halan de los pelos.
Tienen controles médicos en el mismo hospital donde
nacieron. Seguimiento del cardiólogo con Marc, que nació con un soplo “inocente”
en el corazón. Los llevo a los dos en el coche, sentados en las sillitas de
atrás, mirándome conducir. María ha comenzado a trabajar. Yo avanzo el camino y
pienso en retrospectiva. Vuelvo a los embriones, al momento aquel en el que una
dulce voz inaudible informó –porque quiso, sin compromiso- que eran hembra y
varón. “Cuando termine la visita, iré a verla”, me digo. “Así se los enseño, lo
grande que están. Así los conoce”. Ella es algo más que un médico, más que una
profesional.
Abre la puerta y nos ve. Anita me abraza. Yo me sorprendo
y rápido desaparezco la mano extendida. Trato de sincronizar el gesto con esos
dos besos a ambos lados de la cara que se quedan medio en el aire. Me pongo
nervioso, no atino a ser natural. Enseño corriendo a los niños.
-Gracias por venir- dice la doctora.
-Fuiste muy amable con nosotros- me atreví a tutearla.
Pregunta cómo fue el parto y le digo que fue cesárea.
Sospecho que lo sabe. Sonríe y se marcha. Tiene una ecografía esperando.
En la puerta, se gira:
-Por cierto, soy polaca, no rusa.
No sé qué decir. Sonrío también. Entiendo que Anita ha
leído mis crónicas.
Nos decimos adiós.
Foto del autor
Lucía y Marc
2 comentarios:
rusos, polacos, españoles, catalanes, cubanos... y en esta foto Lucía parece que es China!!!
Anita, eres una persona maravillosa.
Jorge:esta, por lo natural de la historia,por lo cotidiana y cercana que se me antoja;asi como por poner el enfasis el lo humano de esta profesion:me parece que es una de las mas entrañable de tus cronicas.Por cierto "la parejita" esta bella!!!!A quien se parecen:a la madre?:Un saludo:ROBERTO.
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