
Si alguien sabe qué se puede hacer para amortiguar la nostalgia, que me lo diga. No pido un tratado doctoral ni un discurso de filosofía moderna. Me conformo con una receta casera.
¿Debemos alejarnos de todo lo que huela al pasado, de todo lo que nos relacione con la isla alargada de donde venimos?
No comprar música del patio. No reunirse con paisanos para jugar al dominó. No conectarse con portales digitales que versen sobre nuestra nación. No pensar en los que se quedaron allí. No reservar las felicitaciones para la noche vieja y dejarse llevar por las costumbres del santoral católico. Ser de aquí a un 90 por ciento; almorzar con una familia emergente el día 25; aprovechar el día siguiente para descansar en tu casa por la buena obra de un venerable llamado Esteban; esto último si vives en Cataluña.
No ponerte a ver una película cubana de los primeros años ochenta que te han regalado envuelta en un papel de colores. No reflexionar sobre el movimiento del celuloide a 24 cuadros por segundo, porque eso puede hundirte en la melancolía, en tus días aquellos en los que éramos tan felices intentando amar en un cruce de miradas tan a mano siempre, con el gracejo popular que nos dieron los fundadores de un sincretismo cultural apabullante. No profundizar en algo histórico, no ver los créditos de la película, no escuchar la música, no volver a enamorarte del rostro fotogénico y libidinoso de Isabel Santos, en primerísimos planos llenos de juventud, fotogramas que se desbordan de inquietud con una mirada seductora de la actriz, con un micrófono aéreo instalado fuera del encuadre, aunque no se vea pero todos sabemos que el sonido directo está allí. Vida artesanal y creativa en la que nos desenvolvimos dando cada cual lo que podía de su dotación natural.
No asomarse a la ventana de una comedia de sentimientos rodada con cierto aire documental, que se aprovecha del torso desnudo de Mario Balmaseda haciendo juego con unos pezones rosados (y rozados) de la angelical Isabelita Ojos de Pasión. (Mario, aquel mulato de sonrisa pícara que protagonizó culebrones diversos y siempre nos pareció un tipo duro).
No. No recordar dónde estábamos estudiando ni con quién ni en cuál cine la vimos.
No sentir la curiosidad por la edad de Rosita Fornés, un auténtico calendario de todos los tiempos, de todos los momentos de nuestras vidas eternizados por su nombre como una fotografía analógica.
Quiero decir: no desenvolver el paquete de reyes que contiene el filme Se permuta. No tentar la fuerza, el desenvolvimiento doméstico de algo que no tiene cura, o lo que hasta día de hoy se presenta sin antídoto.
No llamar por teléfono después a un amigo que sabe y siente, como tú, lo mismo.
¿Debemos alejarnos de todo lo que huela al pasado, de todo lo que nos relacione con la isla alargada de donde venimos?
No comprar música del patio. No reunirse con paisanos para jugar al dominó. No conectarse con portales digitales que versen sobre nuestra nación. No pensar en los que se quedaron allí. No reservar las felicitaciones para la noche vieja y dejarse llevar por las costumbres del santoral católico. Ser de aquí a un 90 por ciento; almorzar con una familia emergente el día 25; aprovechar el día siguiente para descansar en tu casa por la buena obra de un venerable llamado Esteban; esto último si vives en Cataluña.
No ponerte a ver una película cubana de los primeros años ochenta que te han regalado envuelta en un papel de colores. No reflexionar sobre el movimiento del celuloide a 24 cuadros por segundo, porque eso puede hundirte en la melancolía, en tus días aquellos en los que éramos tan felices intentando amar en un cruce de miradas tan a mano siempre, con el gracejo popular que nos dieron los fundadores de un sincretismo cultural apabullante. No profundizar en algo histórico, no ver los créditos de la película, no escuchar la música, no volver a enamorarte del rostro fotogénico y libidinoso de Isabel Santos, en primerísimos planos llenos de juventud, fotogramas que se desbordan de inquietud con una mirada seductora de la actriz, con un micrófono aéreo instalado fuera del encuadre, aunque no se vea pero todos sabemos que el sonido directo está allí. Vida artesanal y creativa en la que nos desenvolvimos dando cada cual lo que podía de su dotación natural.
No asomarse a la ventana de una comedia de sentimientos rodada con cierto aire documental, que se aprovecha del torso desnudo de Mario Balmaseda haciendo juego con unos pezones rosados (y rozados) de la angelical Isabelita Ojos de Pasión. (Mario, aquel mulato de sonrisa pícara que protagonizó culebrones diversos y siempre nos pareció un tipo duro).
No. No recordar dónde estábamos estudiando ni con quién ni en cuál cine la vimos.
No sentir la curiosidad por la edad de Rosita Fornés, un auténtico calendario de todos los tiempos, de todos los momentos de nuestras vidas eternizados por su nombre como una fotografía analógica.
Quiero decir: no desenvolver el paquete de reyes que contiene el filme Se permuta. No tentar la fuerza, el desenvolvimiento doméstico de algo que no tiene cura, o lo que hasta día de hoy se presenta sin antídoto.
No llamar por teléfono después a un amigo que sabe y siente, como tú, lo mismo.