El último día de nuestras entrevistas, después del café en jarro caliente y ferroso, me tomó de la mano sin permiso y me dijo, halándome:
-Ven, te voy a enseñar mi altar.
Me condujo hasta una estancia pequeña ubicada al final de la vivienda, detrás de todo el orden doméstico de las cosas o, mejor, de sus cosas. Era un cuartucho sin ventanas, separado por una cortina de tela en el que solamente dormía una mujer, rodeada de flores y objetos diversos y, a veces, de comida. Entré amilanado, con una mezcla de susto y respeto. Y entonces centré la vista en una imagen de madera, mediana, toda blanca, con rostro femenino y vestido largo. A sus pies, bandejas aparentemente de plata sosteniendo varias masas de coco fresco. El olor era el que siempre sentí en esa casa, y que no sabía de dónde provenía.
Nadie me había explicado nunca por qué el hogar de los negros huele fuerte, particularmente raro, indescifrable. Ese día supe que ese olor es una mezcla de materia orgánica que habitualmente tiramos a la basura o ingerimos. Frutas, animales muertos, dulces caseros, flores, hierbas del bosque o del traspatio. Todo fresco o descompuesto. Y deja un efluvio permanente.
Los negros, por supuesto, sentirán un olor extraño en casa de los blancos.
En Cuba, aparentemente, está todo mezclado. Pero no es así.
La simbiosis se da en contadas ocasiones, cuando un “mundo” se acerca a otro gracias a un nexo espontáneo.
El altar que tenía delante era la representación concreta de Obbatalá, una figura originalmente masculina trasfigurada en mujer, debido al sincretismo religioso de la isla. Mi anfitriona se llamaba Mercedes, y era porque nació el día de la santa virgen.
Debió sentirse muy comprendida para llevarme a ver su espacio privado, el que le daba fuerza, donde pedía y agradecía a la vez, un dominio místico inédito en los días de mi vida, siendo yo, incluso, ya un hombre. Como me notó algo tenso, me fue explicando el significado de cada uno de los objetos (piedras y metales) sin soltarme la mano, mirándome a los ojos sin pestañar. Comprendí que, siendo una esponja como efectivamente soy, podía sugestionarme fácilmente entre esas cuatro paredes, y el olor, cada vez más fuerte, podía resultar vomitivo.
Me mostró, alejándose un poco, su ritual ordinario, más parecido a un carácter gestual de teatro que a un hecho intimista. Eso fue lo que percibí entonces, a conveniencia, aunque ahora lo repienso de otra manera. Vivíamos en un país cuyo gobierno nos había robado la fe en cualquier cosa que no fuera la doctrina marxista/leninista. A mí, no a ella. Por eso me resultaba difícil creerle, tomarme en serio su introspección. Le profesé, no obstante, el debido respeto.
La mujer, la mujer real, poco a poco, se fue entonando en un rezo lo suficientemente claro como para escucharse en ese ámbito, a pesar del susurro de donde provenía. Comenzó a danzar, ante la mirada estupefacta de quien escribe. Se concentró en la deidad religiosa que tenía enfrente y habló en una lengua desconocida para mí. Se giró de golpe y me dijo:
-¡Ya está! He pedido un camino para ti, en el que puedas realizar tus sueños.
Avanzó y me abrazó. Antes de marcharme, me invitó a su fiesta de cumpleaños, a la que asistí, y en la que sólo estábamos dos o tres blancos de la treintena de personas que había. No supe después si pudieron despacharse la cantidad de comida que pusieron en el cuarto de Obbatalá.
Aquella ocasión, evidentemente, almacené el santo de Mercedes en mi memoria, pero no quise, o no pude, tomármelo a pecho. Una vez aquí en otro mundo, en otro camino, como me dijo ella, he vuelto a recordarla en medio del tumulto que deambulaba por Barcelona buscando donde poner un huevo. Esta ciudad, físicamente, no daba abasto para tanta gente remolcada por la patrona, la Mercé, que, tradicionalmente, instala un festivo espectacular en el que la noche se hace eterna. Cerrando los ojos, trasportándome, alcancé una ráfaga de aquella emanación salvaje que una vez percibí, y que formaba parte de un mundo tan lleno de gloria como este otro.
Otoño de 2007
Nota: La evocación de Mercedes corresponde a una serie de entrevistas que realizamos Alina Méndez Bravet y un servidor en casa de Cheché, sobrina directa del célebre músico cubano Arsenio Rodríguez, hace quince años.
-Ven, te voy a enseñar mi altar.
Me condujo hasta una estancia pequeña ubicada al final de la vivienda, detrás de todo el orden doméstico de las cosas o, mejor, de sus cosas. Era un cuartucho sin ventanas, separado por una cortina de tela en el que solamente dormía una mujer, rodeada de flores y objetos diversos y, a veces, de comida. Entré amilanado, con una mezcla de susto y respeto. Y entonces centré la vista en una imagen de madera, mediana, toda blanca, con rostro femenino y vestido largo. A sus pies, bandejas aparentemente de plata sosteniendo varias masas de coco fresco. El olor era el que siempre sentí en esa casa, y que no sabía de dónde provenía.
Nadie me había explicado nunca por qué el hogar de los negros huele fuerte, particularmente raro, indescifrable. Ese día supe que ese olor es una mezcla de materia orgánica que habitualmente tiramos a la basura o ingerimos. Frutas, animales muertos, dulces caseros, flores, hierbas del bosque o del traspatio. Todo fresco o descompuesto. Y deja un efluvio permanente.
Los negros, por supuesto, sentirán un olor extraño en casa de los blancos.
En Cuba, aparentemente, está todo mezclado. Pero no es así.
La simbiosis se da en contadas ocasiones, cuando un “mundo” se acerca a otro gracias a un nexo espontáneo.
El altar que tenía delante era la representación concreta de Obbatalá, una figura originalmente masculina trasfigurada en mujer, debido al sincretismo religioso de la isla. Mi anfitriona se llamaba Mercedes, y era porque nació el día de la santa virgen.
Debió sentirse muy comprendida para llevarme a ver su espacio privado, el que le daba fuerza, donde pedía y agradecía a la vez, un dominio místico inédito en los días de mi vida, siendo yo, incluso, ya un hombre. Como me notó algo tenso, me fue explicando el significado de cada uno de los objetos (piedras y metales) sin soltarme la mano, mirándome a los ojos sin pestañar. Comprendí que, siendo una esponja como efectivamente soy, podía sugestionarme fácilmente entre esas cuatro paredes, y el olor, cada vez más fuerte, podía resultar vomitivo.
Me mostró, alejándose un poco, su ritual ordinario, más parecido a un carácter gestual de teatro que a un hecho intimista. Eso fue lo que percibí entonces, a conveniencia, aunque ahora lo repienso de otra manera. Vivíamos en un país cuyo gobierno nos había robado la fe en cualquier cosa que no fuera la doctrina marxista/leninista. A mí, no a ella. Por eso me resultaba difícil creerle, tomarme en serio su introspección. Le profesé, no obstante, el debido respeto.
La mujer, la mujer real, poco a poco, se fue entonando en un rezo lo suficientemente claro como para escucharse en ese ámbito, a pesar del susurro de donde provenía. Comenzó a danzar, ante la mirada estupefacta de quien escribe. Se concentró en la deidad religiosa que tenía enfrente y habló en una lengua desconocida para mí. Se giró de golpe y me dijo:
-¡Ya está! He pedido un camino para ti, en el que puedas realizar tus sueños.
Avanzó y me abrazó. Antes de marcharme, me invitó a su fiesta de cumpleaños, a la que asistí, y en la que sólo estábamos dos o tres blancos de la treintena de personas que había. No supe después si pudieron despacharse la cantidad de comida que pusieron en el cuarto de Obbatalá.
Aquella ocasión, evidentemente, almacené el santo de Mercedes en mi memoria, pero no quise, o no pude, tomármelo a pecho. Una vez aquí en otro mundo, en otro camino, como me dijo ella, he vuelto a recordarla en medio del tumulto que deambulaba por Barcelona buscando donde poner un huevo. Esta ciudad, físicamente, no daba abasto para tanta gente remolcada por la patrona, la Mercé, que, tradicionalmente, instala un festivo espectacular en el que la noche se hace eterna. Cerrando los ojos, trasportándome, alcancé una ráfaga de aquella emanación salvaje que una vez percibí, y que formaba parte de un mundo tan lleno de gloria como este otro.
Otoño de 2007
Nota: La evocación de Mercedes corresponde a una serie de entrevistas que realizamos Alina Méndez Bravet y un servidor en casa de Cheché, sobrina directa del célebre músico cubano Arsenio Rodríguez, hace quince años.
4 comentarios:
saludos desde este lado del mar...aquí es la festividad de yemanyá y le rinden culto en el mar. bésame a esa ciudat guapa en la mercé.
un abrazo enorme yoyi.
Yemayá, reina de los mares, azul como el cielo, trasfigurada en la Virgen de Regla, patrona de los pescadores...y de mucha gente de mar. Esta cuidad te saluda ati, querida Mharía, y te espera siempre.
Las veces que yo he cerrado los ojos y he visto a mi madrina frente a mi, pasarme las manos por la cabeza y rezar algo bajito, ininteligible... pero al abrir los ojos me veo aquí; en casa del carajo añorando a mi tierra y aquel arroz con leche puesto a los santos del que madrina siempre me separaba un poquito.
Vi la puerta entreabierta y me decidí a entrar... me alegra haberlo hecho... Además de imaginación y oficio, veo que tienes un sentido innato de la sintaxis... Narras de un modo tan fluido que dejas la impresión de que es fácil hacerlo... y sabemos que no lo es.
Felicidades por estas historias y gracias por compartirlas... te añado a mis lecturas
saludos
Publicar un comentario