Una turista perdida en la ciudad se me acercó educadamente con un mapa mal encarado. Lo llevaba al revés. Me preguntó que si hablaba inglés y le dije que muy mal, tratando de dibujar una sonrisa para no ser descortés, pero creo que no me salió natural el gesto. En situaciones normales, siempre, levanto mis gafas de sol para comunicarme directamente con la mirada, como apoyatura. Pero esta vez no lo hice en seguida. Necesitaba estar solo y me senté en un banco a orillas de la playa para hacer tiempo, esperando a que llegara la hora de entrar a trabajar en un puesto sin mucha importancia si no fuera porque se trataba de mi primer contrato laboral al cabo de seis años viviendo en una especie de ostracismo involuntario. Llegué hasta el mar casi obligado por mis pies. No soporto sentarme solo en un banco cualquiera de un parque, mucho menos después de haber almorzado sin compañía en un restaurante. Ese día no tenía otra alternativa porque me habían dado hora para una pequeña intervención quirúrgica al mediodía. Hacía años que no almorzaba solo. Debe ser eso lo que me llevó a una introspección delicada a la intemperie, con el salitre mojándome el rostro, mientras miraba constantemente mi reloj de pulsera. Deseaba que pasara volando la hora que me quedó colgada entre una cosa y otra. Pero las manecillas de ese contador terrible de agujas apenas se movían.
Entonces, melancólico como estaba, saqué del bolso un aparato de música minúsculo y, como hace todo el mundo, me puse unos cascos, también diminutos. Empezaba a entrar el otoño con un viento suavemente frío, aunque se veían nadadores valientes o quizá personas que utilizaban el mar como terapia de choque. A mí lo que me mató fue el contexto, el contrapunteo entre el viento y el reloj. Sé que no es bueno pensar en pretérito cuando uno está retraído en un banco, a cielo abierto, mucho menos el primer día confirmado de otoño. Pero no me apetecía leer y no quería hacer llamadas por teléfono para decir cualquier cosa.
Hay un pequeño –por intimista- espacio recurrente en el que nos encontramos disfrutando de la melancolía. Es cuando, sin querer, nos ponemos a sacar cuentas de lo que ha sido nuestra vida, hasta dónde hemos llegado, qué hacemos donde estamos. Darme cuenta de que ese banco a orillas de la Barceloneta era algo más que circunstancial me removió el alma.
Me acordé, por supuesto, de mi padre, del primer rompecabezas que armamos y que nos llevó meses. Tenía una superficie de un metro y medio de largo por uno de ancho, y habíamos montado casi un laboratorio de trabajo en el que entrábamos hasta de madrugada, con los desvelos que tiene cualquiera. Cuando colocábamos una pieza, el grito de alegría se escuchaba en la otra punta de la casa. El puzzle se basaba en una imagen del Mediterráneo muy parecida a la que yo tenía delante, sentado sin saber exactamente por qué preferí aislarme. Dos mil piezas de un pasatiempos familiar que, después de terminado, mi padre enmarcó y colgó en una pared, y allí permaneció durante años, protegido por una película de nylon.
La conclusión que saqué, después de hablar con la turista que me interrumpió el viaje, fue que es necesario estar deshabitado de vez en cuando para que afloren estos recuerdos. La extranjera (lo digo como si yo no lo fuera) se retiró un poco cuando vio que me corrían lagrimones por debajo de las gafas de sol. No me dio tiempo a tirar de mis auriculares porque me hizo una señal de disculpas medio avergonzada, pero, así y todo, le hablé y le mostré mis ojos antes de que se fuera. Señaló con un dedo el lugar en el plano y maltraté el british con una voz acuosa y lejana. Me dio las gracias.
Cuando miré el reloj de nuevo, casi era la hora. Eché un vistazo al horizonte y noté que la luz me molestaba, incluso con los cristales protectores puestos. Una hora atrás había pasado por un quirófano de cirugía ambulatoria en el que me habían extirpado una pequeña verruga de un párpado. Por eso no fui a almorzar a mi casa y por eso llegué hasta la playa un día de trabajo en un horario inusual. La doctora me había dicho que se me quedaría una marca negra por unas horas, hasta que el agua corriente se encargara de retirar el nitrato de plata, la sustancia que ponen para cauterizar la piel. Lo que no sospechaba la facultativa –ni yo- era que, como bien titula un poemario cubano, alguien tiene que llorar, y eso puede ocurrir en cualquier momento.
Entonces, melancólico como estaba, saqué del bolso un aparato de música minúsculo y, como hace todo el mundo, me puse unos cascos, también diminutos. Empezaba a entrar el otoño con un viento suavemente frío, aunque se veían nadadores valientes o quizá personas que utilizaban el mar como terapia de choque. A mí lo que me mató fue el contexto, el contrapunteo entre el viento y el reloj. Sé que no es bueno pensar en pretérito cuando uno está retraído en un banco, a cielo abierto, mucho menos el primer día confirmado de otoño. Pero no me apetecía leer y no quería hacer llamadas por teléfono para decir cualquier cosa.
Hay un pequeño –por intimista- espacio recurrente en el que nos encontramos disfrutando de la melancolía. Es cuando, sin querer, nos ponemos a sacar cuentas de lo que ha sido nuestra vida, hasta dónde hemos llegado, qué hacemos donde estamos. Darme cuenta de que ese banco a orillas de la Barceloneta era algo más que circunstancial me removió el alma.
Me acordé, por supuesto, de mi padre, del primer rompecabezas que armamos y que nos llevó meses. Tenía una superficie de un metro y medio de largo por uno de ancho, y habíamos montado casi un laboratorio de trabajo en el que entrábamos hasta de madrugada, con los desvelos que tiene cualquiera. Cuando colocábamos una pieza, el grito de alegría se escuchaba en la otra punta de la casa. El puzzle se basaba en una imagen del Mediterráneo muy parecida a la que yo tenía delante, sentado sin saber exactamente por qué preferí aislarme. Dos mil piezas de un pasatiempos familiar que, después de terminado, mi padre enmarcó y colgó en una pared, y allí permaneció durante años, protegido por una película de nylon.
La conclusión que saqué, después de hablar con la turista que me interrumpió el viaje, fue que es necesario estar deshabitado de vez en cuando para que afloren estos recuerdos. La extranjera (lo digo como si yo no lo fuera) se retiró un poco cuando vio que me corrían lagrimones por debajo de las gafas de sol. No me dio tiempo a tirar de mis auriculares porque me hizo una señal de disculpas medio avergonzada, pero, así y todo, le hablé y le mostré mis ojos antes de que se fuera. Señaló con un dedo el lugar en el plano y maltraté el british con una voz acuosa y lejana. Me dio las gracias.
Cuando miré el reloj de nuevo, casi era la hora. Eché un vistazo al horizonte y noté que la luz me molestaba, incluso con los cristales protectores puestos. Una hora atrás había pasado por un quirófano de cirugía ambulatoria en el que me habían extirpado una pequeña verruga de un párpado. Por eso no fui a almorzar a mi casa y por eso llegué hasta la playa un día de trabajo en un horario inusual. La doctora me había dicho que se me quedaría una marca negra por unas horas, hasta que el agua corriente se encargara de retirar el nitrato de plata, la sustancia que ponen para cauterizar la piel. Lo que no sospechaba la facultativa –ni yo- era que, como bien titula un poemario cubano, alguien tiene que llorar, y eso puede ocurrir en cualquier momento.
Otoño 2007
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