lunes, 30 de abril de 2007

Rocío

Querido Viejo:
No sé si esta mujer se merece un texto mío, pero yo tengo ganas de escribirlo. Sobre todo porque me ha devuelto la inspiración que, aunque no daba por perdida totalmente, casi me estaba acostumbrando a la idea de no contar con ella. No hace falta escribir. Leyendo a los buenos articulistas, a los cronistas domingueros de 50 ó 60 líneas ya tienes para el resto de la semana, para suspirar hondo y decir: “¡Coño, éstos están más jodidos, porque sienten lo mismo que yo y tienen la necesidad de escribirlo!”, lo cual supone un ejercicio de desgarramiento adicional. Pero luego del suspiro viene el vacío cuando pienso que aquellos, por oficio o por civismo, tienen el valor de escribirlo, lo cual supone la aproximación más íntima al problema. Entonces entro en la contradicción, en la duda del porqué de la escritura, si realmente vale la pena y cuántas gentes lo van a leer. Si se disuelve en la nada cotidiana –como diría precisamente una escritora-, si los textos aportan algo a la sociedad en estos tiempos en que parece no importarle nada a casi nadie.
A mí me han cortado los dedos y eso lo tengo claro. Y pueden decir lo que quieran. Recientemente –fue lo último que escribí-, me sumé a cierta polémica de cierto periódico en la sección de cartas de lectores. Y no me lo publicaron. Yo que no quería entrar en la vida pública. Me hicieron el favor de no revelar mi identidad, de no mandarme a la hoguera. Claro, lo escribí porque no aguantaba más y porque el tema me tocaba bien de cerca. Sé que me hicieron un gran favor, aunque la carta en cuestión a lo mejor se perdió en los necesarios olvidos de un puente de semana santa. Es posible, no lo descarto porque trabajé, precisamente, de editor en un periódico. Aquello no me desanimó. Me dejó en las mismas.
Compré El País al domingo siguiente y descubrí un texto desgarrador, una especie de evocación de un paisano a otro cuando ya no queda nada por hacer salvo escribir. Lloré como una magdalena porque, entre otras intríngulis que reconocí al vuelo, me hubiera gustado escribir esa evocación. No era un desconocido el que firmaba, y mucho menos el destinatario. Llamé a un amigo que está más jodido que yo y me descubrió la voz lacrimal. Actuó tan discreto que lo que hizo fue invitarme al cine, a ver una película francesa –en versión original- cuyo guión, para regocijo del director, enredaba demasiado la pita, tanto y tanto hasta la agonía. Se me hizo un nudo en la cabeza y, a la salida del cine, cogí un metro en la estación más cercana. Un metro ruidoso, cotidiano y vulgar.
El dossier –prefiero llamarlo así- de El País, me abrió una serie de interrogantes para las cuales, desgraciadamente, tenía respuestas:
¿Por qué no se publica en la tierra donde se producen los hechos, la tierra que inspira a un escritor exiliado escribir de su compatriota y colega encarcelado?
¿Cuánta gente le habrá prestado atención a aquel manifiesto de la verdad, redactado desde la más absoluta impotencia?
¿Por qué tiene un hombre, desde la más absoluta impotencia, por qué tiene que escribir semejante texto lagrimoso que te deja sin aliento, sin poder decir nada, desvencijado, desorientado, leve, con los dedos aún más rotos? ¿Es que acaso, ante el dolor, no puede sustraerse de escribir y llamar a un amigo y que éste le invite al cine?

Yo no sé al autor de aquella defensa a un amigo, pero a mí el hecho de escribir me provoca un desgarramiento tal que me lleva tiempo reponerme. Por eso lo había dejado a cambio de desarrollar mi pensamiento. Comencé a tratar de explicarme el comportamiento humano en sesiones de metro diurnas y nocturnas. Hasta que, el sábado pasado, conocí a una mujer intemporal que, por cierto, todavía no me ha llamado y creo que no me llamará. Pero no importa, eso no viene al caso. Lo importante es que se me cruzó en el camino y descargó en mí toda la felicidad que, supongo, ella misma no tiene para sí. Me hizo el favor de, a través de su recuerdo, encender el ordenador incluso en estos tiempos. ¡Ah, qué dulce recuerdo! Me mordió los labios con la presión necesaria. Y me miró con ojos húmedos mientras saboreábamos algo que nadie pide: un aguardiente de caña. Olfateé su sudor erotizado y se me dispararon los instintos primarios a la enésima potencia. Supongo que se me olvidaron mis tristezas de escritor mutilado porque levité sobre mi propia piel. Parece loco pero sí: salí de mi cuerpo. Se me escaparon unas gotas de semen. Las yemas de los dedos se erizaron y ni siquiera tenía un vaso frío a mano para contrarrestarlas. Tomábamos, vale la pena repetirlo, aguardiente de caña, que no lleva hielo. Capté su señal: ella no quería que yo la tocara (o sí quería, pero no podía permitírselo), por lo que la dejé hacer y deshacer. Nunca mejor dicho. Así que fui un hombre besado, mojado, contento y al final cumplidor.
Con su pelo corto y sus ojos de miel, fue tan inteligente que supo, desde el primer instante, que lo trascendental estaba allí en ese momento de felicidad. Y no me dejó seguir. O sea, no quiso seguir. Se empeñó –ella no lo sabe- en traerme de vuelta al ordenador después de haber tenido aquel terrible shock con la lectura dominical de El País.
Por aquí se empieza, me digo ahora que su recuerdo está delante de mí como un eje. Siento perderme sus labios de aguardiente (pequeñitos, suaves) y aquellos sabios ojos que me miraban como ejes universales. A fin de cuentas, díganme lo que me digan, me parece más real el hecho de volver a escribir que la existencia de una mujer así. Una mujer que, para redondear sus besos, te dice que acaba de nacer, porque se recuperaba de un grave accidente de tránsito en el que no perdió la vida milagrosamente. Se llamaba Rocío. Al menos eso me dijo. Un abrazo:
Jorge


mayo 2003

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