viernes, 4 de mayo de 2007

Chequeo a distancia

El señor Rovira se me plantó delante arreglado, con corbata -como siempre va dentro de casa-, chaleco y, encima de la americana, un tabardo de piel virada. Me informó que se marchaba unos diez minutos a una reunión, que no hacía falta que lo acompañara. Me entró un ataque de nervios, o estuve al borde, mejor dicho. Se me ocurrió revisar detrás de la puerta de la cocina y hallé un juego de llaves; entonces decidí seguirlo a distancia. La última vez que se me escapó duró cuarenta y cinco minutos la espera, y me había jurado hacer cualquier cosa la próxima con tal de no sufrir más aquella expectativa rezando sin saber rezar, pidiéndole buena suerte a la providencia, que no lo atropellara un autobús, que nadie lo raptara, que no se perdiera por los portales del Paseo de Gracia. Aunque sabía que el señor Rovira llevaba una chapa encadenada al cuello con la dirección de la casa y el teléfono. Pero eso no bastaba. Podía ocurrir un accidente de tránsito fatal.
Le di tiempo a que tomara el ascensor y, cuando cerró la puerta, me lancé por las escaleras hasta el rellano del primer piso. Desde allí esperé agazapado. Su paso era flojo, casi sin desplazamiento, y eso era lo peor, porque no había calculado mi velocidad de traslación en relación con la de él. Tenía que improvisarla sobre la marcha. Guardar una distancia prudencial para que no me viera y ni siquiera me intuyera. Una distancia que, no obstante, me permitiera seguirlo en la oscuridad. Habían caído las ocho de la noche. Escuché como le dijo al portero que daría un paseo; abrió la puerta de entrada al edificio y salió. Yo tenía la perspectiva en cenital, por lo que no pude ver si giró hacia la izquierda o hacia la derecha de la calle. Conté hasta 20, suponiendo que ese sería el tiempo equivalente a 20 metros de distancia entre los dos, en relación con su marcha y sumando el tramo que ya nos separaba , y salté todos los escalones del rellano hasta la portería. El conserje debió ver un lince en lugar de mi cuerpo. Le hice una seña con los ojos y comprendió la secuencia enseguida: me indicó la dirección. Ya habíamos hablado antes de la posibilidad de que yo lo siguiera a distancia. Era el único recurso. El señor Rovira, con 87 años y principios de Alzhaimer, no entendería jamás mi papel. Al cabo de ocho meses visitándolo, seguía pensando en que yo era un pasante de abogacía que acudía a su despacho tres veces a la semana. Me entregaba documentos antiguos que yo mecanografiaba en su vieja Olivetti; también libros de Derecho Mercantil para que fichara fragmentos del texto y se los pasara en hoja aparte después; me indicaba que a veces recibiría visitas importantes –que sí llegaban, por cierto, pero descubrí que se trataba de antiguos colegas y clientes compasivos-, y, si aceptaba dar un paseo juntos, era para tomar un chocolate caliente mientras hablábamos de trabajo. Nunca entendió que yo era su cuidador. Su fantasía me exigió empaparme en el tema leguleyo, porque me hacía preguntas al comenzar cada encuentro y, aunque ya estaba casi sordo, tenía un poder de intuición tremendo, y me leía los ojos. Yo no sé mentir fácilmente. Comenté con su familia la situación y la única idea que me ofrecieron fue que le siguiera la corriente. Así que, a partir del segundo día de trabajo, decidí cortarme el pelo y asistir a su casa también de cuello y corbata.
El señor Rovira me había situado en un despacho contiguo. El suyo, abarrotado de libros viejos, alfombrado a la antigua usanza, tenía suficiente espacio como para que estableciera mi sitio junto a su mesa. Tenía un sofá mediano, un par de lámparas esquineras y teléfono, además de varias pinturas al óleo que, desde el primer momento, quise pensar que serían el gancho para establecer una comunicación en las jornadas iniciales. Pero él no quería que nadie lo molestara. Pasaba largas horas hojeando periódicos –no siempre los del día-; hablaba –sin oír- con personas que nunca supe si eran o no reales, y tiraba largas cabezadas en su espacio cavernoso y viejísimo. Eso si no le daba por salir a juntas directivas, que era cuando verdaderamente se complicaba mi función. Por todo esto, nunca quiso que yo hiciera parada en su oficina, y me asignó una más pequeña al lado, sin teléfono, también con alfombra y con una Olivetti. Sus citas laborales, para cuyas salidas no había calendario posible, se convirtieron en mi terror, en mi Talón de Aquiles ya que una ocasión en que decidí seguirlo de cerca me vio, y me pegó una bronca tan grande en plena calle que me convenció de que esa no era la estrategia más expedita. Y, ya digo, la última vez que determiné dejarlo ir solo, el suplicio se trasformó en cuarenta y cinco minutos rezando sin oraciones.
Debía convertirme en agente secreto, y eso hice, o intenté hacer, mediante la técnica bretchana del distanciamiento. El señor Rovira caminaba a unos 25 metros con las manos enlazadas en la parte posterior de la cintura. Hacía mucho tiempo yo sabía que no lo esperaba nadie. Sin embargo, tenía la intriga por conocer qué hacía exactamente en sus salidas profesionales. Y lo que vi aquella tarde partía el alma. Comprendí que, aunque te falle la memoria reciente, aunque no encuentres las palabras precisas –ni siquiera las parecidas-, aunque no reconozcas ni a tus propios hijos, aunque deambules por la casa al parecer ausente, la memoria física de tu barrio puede permanecer intacta. Lo vi andar con añoranza, detenido ante los escaparates de Paseo de Gracia, ante su chocolatería predilecta, ante su kiosko de periódico. Miraba a los turistas como quien posee sentido de pertenencia sobre los entornos; los observaba sin miramientos adjudicándoles la categoría de intrusos. El señor Rovira vivía en la famosa manzana de la discordia, donde un lejano día Gaudí proyectó la casa Batlló, donde otra eminencia de la época, el arquitecto Marcel-lí Coquillat i Llofríu, instaló otra joyita: la casa Josefina Bonet, y donde, a escasos metros, girando en ángulo de 45 grados por la acera, aparece una de las ferreterías más bien surtidas y más abiertas de Barcelona: el Autoservei de Estació.
Precisamente frente a la casa Batlló, decidió cruzar el Paseo de Gracia, y me horroricé. Se me heló el cuerpo más de lo habitual en estas fechas navideñas. Primero, al comprender que el Alzhaimer no le había borrado la capacidad de cruzar con la luz correspondiente, suspiré, sin analizar absolutamente nada. Y enseguida seguí sufriendo desde lejos ante la duda de que le diera tiempo de atravesar la ancha avenida. Resultó que sí, que los ingenieros han diseñado los temporizadores de los semáforos teniendo en cuenta los pasos lentos de un anciano. Esperé mi luz verde siguiente para así no acercarme demasiado. Estaba oscuro, de manera que se me perdía de vista su cabellera blanca. Por el lado derecho del Paseo de Gracia, subiendo, siguió en dirección a la montaña; o sea, cruzó Aragón. Otro gran susto: Aragón no es una calle cualquiera. Es una autovía de un solo sentido, peligrosísima, ancha, inhóspita, enturbiadora, ruidosa, escandalosamente motorizada. Y entonces fue cuando desapareció. Se lo tragó la multitud. Yo sabía en cuál dirección iba el señor Rovira. Entonces, a ciegas, corrí entre la gente. Volví a hallarlo en la esquina con Valencia, antes de cruzar. Evidentemente ninguna vidriera en ese tramo resultó de su interés. Estaba aún con las manos detrás, entrelazadas, sin guantes. Esperaba su luz peatonal. Frené en seco a 20 metros aproximadamente para guardar la distancia. Cruzó. Lo seguí con la vista, avanzando yo lentamente, a su ritmo. Sin esperármelo, se detuvo delante de la puerta del Hotel Majestic, delante de la cara del portero, y avanzó bordeando al hombre. Entró al lobby. Me quedé apostado detrás de una caseta de la Once. El vendedor de cupones, débil visual, comenzaba a asustarse. Saqué el móvil del bolsillo y me hice el que llamaba. Incluso improvisé una pequeña charla para tranquilizar al de la caseta. Según mi cálculo, el señor Rovira llegó al borde de la recepción, dio las buenas noches a los hoteleros y emprendió la media vuelta, porque permaneció un par de minutos fuera de mi campo visual. Cuando salió, casi me encuentra. Tiene una vista estupenda. Tuve que desplazarme rápido detrás de un grupo de japoneses. Me agazapé. Los nipones me sirvieron de cortina hasta que pude asegurarme de su nuevo rumbo. Creí que subiría todavía más, pero no. Enfiló hacia abajo, hacia atrás, por el mismo camino. Podía darse la buena ventura de que regresara a casa, o no. Habían trascurrido 15 minutos desde que dejamos su vivienda. Bajando hacia Aragón, un Mosso de Escuadra, que al parecer seguía mi trayectoria, me detuvo. Yo no soy sospechoso. Paso por un nativo. Y no es usual que detengan a un nativo no sospechoso en la calle. Debí llevar el susto en la cara, además de mal colgado aquel traje invernal, y debí realizar una trayectoria errática en la lógica del policía. Me identifiqué volando y le expliqué mientras tanto mi trabajo, grosso modo. Al colocar de nuevo la vista sobre el manto humano, no lo encontré. Había vuelto a perderlo. Cabían dos posibilidades: que siguiera rumbo a la Gran Vía, o que realizara la réplica de la trayectoria, en sentido contrario. El sonido estridente de un neumático frenado en seco me volvió a situar en lo peor. No era él, era una bicicleta. Comprendí que, si sus pasos se enfilaban de vuelta a casa, yo no tenía mucho tiempo para adelantarlo y colocarme en mi mesa de trabajo con el semblante fresco. Entonces me la jugué: Enfilé hacia la casa, dibujando la misma trayectoria. Me pilló el cambio de luz, hacia la roja, la que no necesitaba. Volví a otear en 180 grados y lo encontré terminando de cruzar la amplia avenida, otra vez al encuentro de la Casa Batlló. No cabían dudas de que regresaba por donde mismo. Ahora solo me faltaban unos cien metros suyos para asegurarme de sus pasos. Crucé. Aminoré la marcha. Justo en la esquina, de entre una nube de fotógrafos digitales, salió una muchacha con una carpeta de la Cruz Roja, y pretendió encuestarme sobre la asistencia sanitaria en la tercera edad. Eso le oí decir sin detenerme y, luego de exponer lo clásico en estos abordajes callejeros –¡Llevo prisa, discúlpame!-, le juré mediante un extraño gesto que en esos momentos estaba asistiendo urbanamente a un casi nonagenario. El señor Rovira giró hacia su edificio. Yo no tenía otra opción que pasar corriendo a su lado, con un pasamontañas imaginario, tal vez. U otra posibilidad era jugarme la vida entre los coches de la calle Consejo de Ciento –su calle- para alcanzar la acera de enfrente y volver a cruzar hasta su puerta. Preferí salvaguardar mi integridad física. Otro grupo de nipones me salvó en tablitas. Me camuflé entre los admiradores de Gaudí justo al pasar junto a mi objetivo. Y corrí. Entré al inmueble casi sin respiración y sólo pude decirle al portero:-¡Viene detrás!-. Subí las escaleras hasta el primer piso. Allí esperé con la puerta del ascensor abierta hasta verlo entrar al portal. La lentitud del elevador, calculé, me daba el tiempo necesario para regresar a mi puesto, encajarme el rostro y pensar en alguna inocencia. El señor Rovira, que acababa de atravesar sin problemas dos de las calles con más tráfico de Barcelona, que con absoluta paciencia disfrutó varios escaparates navideños, no pudo abrir la puerta de su casa con sus llaves. Sentí el trasteo y lo dejé seguir. Se dio por vencido y tocó el timbre. Entonces abrí, bien compuesto, histriónico. No me dio tiempo a preguntarle por qué no podía abrir pues me interrumpió:
-¡Doce minutos, ni más ni menos!- me echó en cara con cachondeo.
-Yo he perdido la cuenta del tiempo- dije-. Por cierto, ¿qué tal la reunión?
-¡Estos administradores de fincas son huesos duros de roer! Pero al final entraron en razón...Tienes la corbata torcida. Presta atención que ahora vienen unos colegiados de la vieja guardia.
Y se instaló en su despacho, teléfono en mano.


Diciembre 2005

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Inventaste toda la historia, truhan. Soy abogado colegiado en Barcelona y recuerdo perfectamente que ese día me reuní con el Sr. Rovira y tramitamos unos asuntos importantes pendientes.

Jorge Ignacio dijo...

No puede ser,Max. Lo seguí a distancia y vi todo lo que hizo. Debes refirte a otro Rovira. Tengo de testigo al portero del Majestic. Saludos: el autor.