viernes, 10 de agosto de 2007

Protección extraoficial


Aquel espiritista que me dijo antes de salir de La Habana que me preparara para las decepciones, también me entregó un resguardo, una especie de talismán que cabía en un bolsillo. No voy a describir aquí cómo es la pieza exactamente, por respeto a quien me la dio. Solo diré que ha permanecido durante todo este tiempo envuelta en un pañuelo de hombre –que me regaló mi padre, por cierto- y no había salido del fondo de mi bolso de diario. Recuerdo que una vez, en una discoteca de Sants conocí a un simpático catalán hijo de andaluces que parecía un cubano. Hablaba como un cubano, gesticulaba como tal e incluso pensaba como un santero cubano. Llevaba puesto el collar de Orula. Bailaba alegremente soltando las caderas, y dejando libre el movimiento de todas sus masas, que no eran pocas. Se llamaba Víctor. Acababa de regresar de su quinto viaje a la isla. Era un melómano empedernido y trabajaba de pinchadiscos en otro local. Hasta aquí, todo me pareció interesante y natural.
La gran sorpresa la recibí sobre las cuatro de la madrugada aquella noche cuando llegué a mi casa y en ese momento entró un mensaje SMS que decía: “Aquello que te dieron y trajiste de Cuba no lo olvides. Tócalo de vez en cuando. Es tu protección. Un abrazo: Víctor”. Me quedé pasmado porque yo no había hablado con él nada estrictamente personal, y mucho menos le había contado algo acerca de mi resguardo, entre otras cosas porque ya ni me acordaba ni lo había abierto siquiera, ni sabía de qué se trataba ni qué color tenía ni qué forma. Claro que Víctor, el pinchadiscos, se refería al objeto que dormía envuelto en un pañuelo en el fondo de mi maletín. ¿Quién podía haberle comentado algo acerca de “aquello que (me) dieron”? Nadie. No teníamos conexión con otras personas. ¿Había conocido Víctor al espiritista que me consultó en la sala de mi casa? En ese caso, ¿por qué no me lo había comentado? No, se trataba de una casualidad, o, si existe, de un don de la adivinación que poseía Víctor. ¿O es que acaso todos los cubanos traemos algún talismán “trabajado” de la isla y nadie lo dice? Pero no le hice caso, o le obedecí a medias, a un cuarto más bien: recuerdo que lo único que llegué a hacer, por si acaso, fue meter la mano en el bolso y tocarlo por encima del pañuelo, un par de veces en una semana. Y ya. Debo confesar que nunca había visto el objeto porque, en el fondo, soy un poco místico. Mi protector, el hombre de La Habana, me había dicho que era un objeto preparado especialmente para mí y que lo llevara conmigo siempre, y me había pedido el envoltorio antes de entregarme el resguardo. De manera que pensé en que debía respetar el secreto. En resumen: nunca había visto “la cosa”. Y así pasó mucho tiempo desde que conocí al pinchadiscos, un par de años tal vez, hasta que llegué a la conclusión de que mi incomunicación con la pieza de referencia estaba frenando mi desarrollo personal.
Después de pasar el fin de año más triste de mi vida –en Cuba pasábamos olímpicamente de toda la parafernalia política y nos emborrachábamos con el primer ron que aparecía y nos hartábamos de bailar-, decidí auto analizarme nuevamente. Hacer limpieza. (También una buena higiene de mi apartamento). A la primera conclusión que llegué fue que debía sacar a Néstor de mi casa y de mi vida. Yo le había perdonado algunas miserias humanas, incluyendo las ideológicas, pero finalmente no pude perdonarle que Liudmila, su mujer, se marchara de vuelta a Cuba sin despedirse de mí, sin una nota, una llamada, ni un SMS. Hasta ahí llegué. Si ella no quiere a Néstor, como era evidente, conmigo tenía que ser al menos educada. Y no lo fue. El día primero de enero, aniversario creo que 47 de la revolución cubana, le pedí a Néstor que se marchara también, porque yo no podría en lo adelante convivir con una persona que ni siquiera me había agradecido la estancia de su mujer en mi casa, gratis, por supuesto. Que eso me había ocasionado mucho dolor y la única solución que había encontrado era dejar de compartir el piso. Néstor no me replicó ni media palabra, lo cual era una señal de que sabía perfectamente hasta qué punto habían llegado él y su mujer. Sólo me pidió que le diera tiempo para buscar otro lugar. “Un mes”, le dije, y lo aceptó. A partir de ese momento comencé a pensar el nuevo año en cuenta regresiva, hasta la hora cero en que Néstor sacara la última maleta de mi casa. El proceso duró exactamente una semana y media. Le devolví la diferencia del pago del mes adelantado e incluso le ayudé a bajar las cosas. Néstor volvía a La Mina. Entre sus cosas se iban sus santos, o su santo, o sus guerreros, o sus talismanes, o sus resguardos, o su altar completo que lo tenía instalado debajo de la cama. Yo nunca había entrado a su habitación en el tiempo que estuvo en mi casa, pero esos objetos se veían desde la puerta de su cuarto y, además, olía a fruta madura, la ofrenda que por excelencia se pone a las deidades que tienen representación física en un altar. Néstor no hablaba mucho de ese asunto. Solamente una vez me dijo que él creía en la religión afrocubana, que tenía una madrina en La Habana y que seguía todas sus indicaciones. En otra ocasión, ciertamente, se apareció en casa con un ramo de siete rosas, cuatro blancas y tres rojas. Las colocó en un jarrón de cristal en el salón. Entonces sucedió algo verdaderamente asombroso: al cabo de tres o cuatro días, las flores se marchitaron, lo cual, en lenguaje de santería, significa que han recogido todo el mal ambiente de la casa. Pero no solo eso, sino que reventaron el jarrón y me encontré todo el desastre en el suelo. Lo limpié con cuidado de no encajarme un cristal mientras Néstor dormía plácidamente. Ahora que se ha ido, y que no quiero pensar en él, me queda su recuerdo a través del parquet que se ha quedado abultado en la zona donde cayeron el agua, los vidrios y las flores.
Fregué la habitación inmediatamente después de que Néstor se marchó, y descubrí que, además de joderme el parquet, me había quemado con una vela un armario nuevo. “¡Que todo sea por los santos!”, pensé. Y seguí la limpieza. Estaba impulsado, dispuesto a todo lo que hiciera falta hacer en nombre del nuevo año. Me acordé de la noche buena, de la vieja y de San Esteban. Volví a sentir aquella inmensa soledad y llamé a Dora por teléfono. La cité en una cafetería al doblar de mi casa. Ella se extrañó mucho. Una vez allí le conté que por fin Néstor se había ido y que también yo había decidido dejarla a ella. “No te puedo perdonar que me hayas dejado solo todos estos días”, le dije. “No es por la noche buena, ni por la vieja ni por San Esteban; es por el conjunto de todo lo que ha pasado. Todo este asunto de Néstor y Liudmila me ha dejado un gran dolor, y, justamente, en estos días, era cuando más te necesitaba. Lo siento. Adiós”. Se lo dije tan resueltamente que Adoración no pudo pronunciar palabra alguna, igual que Néstor. Además, simultáneamente le estaba devolviendo el pijama que me trajo de regalo el día 23 de diciembre, la última vez que la vi, hablando con propiedad, el año pasado. No olvido nunca que ella tiene hijos y familia que atender, pero yo, que no tengo ninguna de las dos cosas en estos momentos, no estaba dispuesto a pasar por alto mi dolor. Se levantó de la mesa totalmente muda y quiso pagar la consumición. No la dejé, por supuesto. Salió disparada de la cafetería y vi su cabellera rubia perderse al doblar de la calle Casanova. Sentí alivio, paradójicamente. Adoración me gusta mucho. Es una mujer de pocas palabras pero, cuando vamos por la calle, me agarra de una manera que no había vuelto a sentir desde hacía muchos años cuando paseaba siendo un adolescente por las calles de La Habana. Además, desde el primer día di con su punto G. Y ella con el mío. La pasábamos muy bien pero el tiempo, ese factor ineludible que hace lo que le da la gana, fue nuestro enemigo.
Acababa de cerrarse un ciclo. Era extremadamente simbólico que conocí a Adoración, en una discoteca de música salsa, el mismo día que Néstor se mudó para mi casa. Todo había durado unos cuatro meses. Según la nombradísima regla de tres, cabía la posibilidad de que Adoración y Néstor estuvieran juntos. Era una idea simpática, pero nada de eso me importaba. Adiós a las armas, como diría el literato. También ese mismo día, el día que marcharon los dos de mi vida, llovió. Igual que el día que llegaron.
Me quedé a solas respirando los aires de mi casa. El olor a fregasuelos se mezclaba a ratos con el de un incienso que puse para ambientar. Pensé que tal vez debía dejar de fumar, que ya tenía 40 años y, de éstos, más de 20 absorbiendo nicotina y celulosa de papel-cebolla, más alquitrán y no sé cuántas otras sustancias. Me puse un doble de ron Barceló añejo que me había regalado Dora junto con el pijama, y no pensé que debía dejar de beber ron. Le eché un chorrito a los santos, a todos los santos, incluyendo a los de Néstor. Recordé mi talismán no sé por qué. Quizá por la soledad. Y lo busqué. Lo desenvolví y lo acaricié con la mirada. Ahora lo llevo en el bolsillo y, cuando escribo, lo pongo delante de mí en la mesita del ordenador.


Enero 2006

5 comentarios:

Ivis dijo...

Hola Jorge, voy leyendo poco a poco, veo que eres un gran escritor y periodista, pero sobre todo, una persona sensata y sensible.
Muchas gracias por abrirme las puertas a tu blog, que ya es de mis favoritos.
Tu padre debió ser un hombre muy especial.
Un saludo,
Ivis.

Jorge Ignacio dijo...

Le echo de menos muchísimo. Era un hombre fuera de serie, muy sensible, romántico, confiado, esperanzador. Ha sido un palo tremendo porque era mi consejero. Un abrazo, Ivis.

Anónimo dijo...

Jorge, creo que ya te lo habia comentado: Excelente trabajo!

Auun no puedo colocar links directos en mi bitacora, pero lo comente al jefe editorial del diario y vamos a ver que pasa. De salir todo bien, te incorporare sin dudas.

Abrazos.

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Hola Jorge

He estado tan liao que no he navegado mucho por la red. Veo que cambiaste el look del blog, aunque sigues con la cabeza jorobada para el mismo lado.

Me gustó este cuento. Está muy bueno.

Un saludo a M...

Jorge Ignacio dijo...

No, Infotunato: cambié el ángulo de la cabeza, aunque sigo con el cuello torcido. Es la misma foto, pero invertida en fotoshop. Este nuevo look del blog me gusta más porque parece un librito. Un abrazo y suerte. Te escribo a tu mail.