lunes, 1 de marzo de 2010

Copenhague y Malmö: la huella del deshielo



De noche todos los gatos son pardos (I)

Casi a ciegas, agarrados a un lazarillo veloz que tomamos en la puerta del aeropuerto de Copenhague, llegamos a otro país en menos de lo que canta un gallo.
Me ha venido a la mente esta expresión pensando en cómo se comunican a distancia los gallos en la noche, situados quizá en dos orillas que parecen estar muy lejos y no es así. Sumando todo el tiempo que nos llevó abordar el avión de Transavia en Barcelona, el vuelo y el desembarque, antes de cuatro horas ya estábamos en la puerta de una amiga que nos recibió en su casa de Malmö, en Suecia, a orillas del Báltico.
Si no hubieran construido el maravilloso puente en el estrecho de Oresund, la ruta nos hubiera obligado a aterrizar en Malmö, y allí no llegan tantos vuelos internacionales como a Copenhague. Por suerte -¡y ojalá que nunca volvamos atrás!- vivimos en una Europa común enlazada por tratados interregionales que garantizan el libre movimiento, incluso en países que están fuera de la zona euro, monetariamente hablando.
La propia construcción e inauguración en el 2000 del puente Öresundsbron es un hecho de buena voluntad que canceló, de una vez y por todas, las diferencias que había entre Dinamarca y Suecia. La explotación del canal por parte de los daneses, quienes obligaron a pagar peaje durante muchos años a los barcos que utilizaban esa ruta, hoy por hoy parece un cuento de camino. Hay mucha gente que vive en Malmö y trabaja en Copenhague, y viceversa.
El puente es un alarde de construcción civil, ya que sobre él viajan trenes y automóviles constantemente. Incluso de madrugada hay abierta una línea de tren, como si fuera un metro. Lo más increíble de todo es que una parte del trayecto se realiza bajo aguas del Báltico. El puente termina –o comienza, según se quiera mirar- en una isla artificial y ahí la vía férrea se sumerge en un túnel, en la parte danesa.
Todo esto lo supimos mi mujer y yo después, al otro día, cuando regresamos a Copenhague a visitar la ciudad y era de día. De noche, si uno llega tarde en un vuelo e inmediatamente sube al tren, no ve nada y no siente nada peligroso. ¡Viajan tan suaves esos trenes, y son tan amables las revisoras, tan simpáticas, tan guapas, que uno ni siquiera se pregunta por dónde vamos!
Nuestro primer contacto verbal con una persona nativa –no hace falta preguntar nada en el aeropuerto porque todo está perfectamente señalizado- fue con Nadia, la revisora del tren. Nos cobró en coronas suecas –supongo que haya sido un detalle, teniendo en cuenta que las danesas se cotizan más caro- e intentó hablarnos en español. Se defendía bastante bien, mucho mejor de lo que nosotros hubiéramos soñado hablar en cualquiera de los idiomas vikingos que teníamos alrededor.
Nadia es una morena de pelo corto que trabaja de noche, con unas botas de varón pisando fuerte su terreno. Convoy arriba y abajo, debe haber cruzado el estrecho de Oresund unas tres mil veces. Su nombre me recordó el de la famosa gimnasta rumana, la Comaneci, y se lo comenté para hablar un poco, medio en inglés y medio en español.
-Sí, la recuerdo, aunque yo era muy pequeña…Pero ya ven –suspiró-, yo me he dedicado a otra cosa.
Llegamos a Malmö –o lo que es lo mismo, a un tercer país- menos cansados que si hubiéramos realizado un viaje en autobús a Zaragoza. Al pisar el andén sentimos el frío escandinavo por primera vez, las temperaturas bajo cero húmedas y cortantes. Vi un montón de bicicletas en un costado de la estación, apachurradas unas sobre otras. Descansaban sobre un promontorio de escarcha. Pensé, con mi mentalidad de escaseces que no he logrado borrar con tantos años lejos de Cuba, que se podían oxidar los metales de las ruedas.
Me dio lástima con las bicicletas pero, a través de ellas, comencé a comprender un nuevo orden cívico del que alguien me habló alguna vez como si me estuviera haciendo un cuento imposible.
Comenzaba a llover y, por tanto, la nieve, que casi nunca se ve en Malmö por estar esta ciudad al nivel del mar, podía desaparecer.
Mirando todavía el tren, ese maravilloso transporte donde Nadia pasa muchas horas, supe que habíamos llegado en un momento de deshielo. Estaba seguro de eso. Al día siguiente lo comprobaríamos mejor.
(Continuará)

Foto del autor. Un barco de la antigua Alemania comunista fondeado en Copenhague.

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