jueves, 15 de abril de 2010

Nuestros vecinos franceses



Bon jour, madame (III)

Unos pocos kilómetros más adelante, en dirección a Limoux, la carretera comarcal sembró unas casas señoriales hoy convertidas en hoteles. Chambers y vinos parecen haber trazado un pacto no tan secreto, con el fin lúdico de retener al turista en una zona intrincada de la campiña francesa por donde hace muchos años construyeron un canal navegable que enlazó, tranquilamente, el mar Mediterráneo con las aguas del Atlántico.
En la entrada de Saint Hilaire -ahora sí estábamos en el destino marcado por mi mujer- nos detuvimos a preguntar por el hotel. Arrimamos el coche a la acerca y yo bajé el cristal para que la conductora, que habla el idioma bastante bien, pidiera indicaciones precisas. Un grupo de sesentones con aires de felicidad nos atendió en inglés.
-Pensé que eran franceses- comenté a mi mujer.
-Aquí puedes encontrar de todo, mi amor-dijo ella.
Aparcamos en un granero abandonado que servía de garaje al hotel. Antes de bajar la maleta, propuse registrarnos o intentar hacerlo por si acaso no hubieran funcionado correctamente los mails de ida y vuelta que nos habían informado de una reserva para ese día a partir de las doce en punto. Meses atrás, un contacto virtual por el estilo nos había dejado en la puerta de un hostal cerrado a cal y canto, un mediodía gris y tormentoso en el que llegamos a Begur a comienzos de año nuevo. Aquel era mi regalo de navidad para mi mujer. Una tormenta.
El caserón de ahora tenía una doble puerta de madera, un zaguán de época asombrosamente tranquilo en el que quedamos retenidos por la prudencia. La segunda puerta estaba entreabierta pero no se oía el más mínimo sonido en el interior. Tocamos el timbre. Pasaron dos minutos. Al cabo de ese tiempo, decidimos entrar.
“Bon jour, bon jour”- anunció suavemente mi mujer.
La recepción estaba vacía. Estaba situada a los pies de una escalera amplia que tenía peldaños de mármol. Encima del mostrador antiguo, había un teléfono y una campana de bronce, de aquellos sonajeros usados antiguamente para llamar al servicio.
“Bon jour, bon jour”, repitió.
-¡Tócale la campana, mi amor!-dije.
Pero no fue necesario. En ese momento apareció una mujer de unos cuarenta años. Salió de algún lugar que yo no pude precisar. Aunque, luego de reconstruir los hechos, es posible que estuviera en la cocina, que quedaba cerca, a la derecha.
Nos recibió con una sonrisa tan amable que daba la impresión de que la habíamos visto antes, a ella y a esa sonrisa evidentemente del interior. Después mi mujer me explicó que en el sur de Francia son diferentes, que suelen ser más cordiales. La anfitriona habló en francés. Yo entendía casi todo. Nos estaba esperando. En ese momento el hotel estaba vacío, pero al día siguiente lo tendría ocupado totalmente. Nos dijo que una noche, como habíamos pactado por correo electrónico, era de momento lo posible. En este sentido fue estricta. Por el camino llegué a pensar que era posible extender la reserva una vez llegados allí. Tengo la mala costumbre, traída de Cuba, de que las informaciones previas no son del todo cerradas. Que se pueden modificar con un tratamiento verbal, con una mirada, con una emboscada.
Isabelle se presentó cuando reclamé su nombre para efectuar una comunicación más directa, muy a pesar de que no hablo francés. Pasaba algo muy curioso en la conversación. Mi mujer era la que hablaba todo el tiempo e Isabelle se dirigía a mí, precisamente a mí que no podía responderle. Es bastante posible que lo hiciera por cortesía. Más tarde supe que en el sur de Francia se puede utilizar sin complicaciones el español porque allí casi todo el mundo lo habla, debido a las corrientes turísticas.
Esa noche podíamos escoger la habitación que más nos gustara. Las estancias tenían nombres en lugar de números. Había nombres de piedras preciosas y de regiones del mundo. Como Isabelle me inspiraba tanta confianza, le dije a mi traductora que le pidiera si nos podía enseñar una pieza pequeña que estuviera bien y con un precio medio. El hotel, de tres estrellas y situado en el medio del campo, estaba tan bien montado y tan bien aprovechado que tenía suite de lujo, salones de lectura y jardines. Por supuesto, también tenía un restaurante clásico con puntales altos y luz de ocasión, manteles finos y apliques decorativos en las paredes. El temor mío –y a la vez la mayor ilusión- era bajar más tarde a enfrentarme con esa cena nocturna que prometía unos platos especiales de riguroso gourmet.
Los franceses cuidan muchísimo el arte culinario. Cuidan muchísimo sus cartas de vinos.
Y, consecuentemente, celan sus precios.
En la primera habitación que nos mostró Isabelle nos quedamos. Se llamaba Lychee.Era una cámara pequeña y antigua aunque totalmente reformada, con un cuarto de baño con bañera casi del amplio del dormitorio. Todo estaba cuidado y limpio, pero con la intención marcada de no desentonar crónicamente. Como mismo se habían esforzado en seleccionar un mobiliario de finales del XIX o principios del XX (lo justo: la cama matrimonial, una mesita y dos sillas), los electrodomésticos allí parecían detenidos en el tiempo. El ambiente era acogedor. Se escuchaba cómo corría el agua caliente a través de las tuberías aéreas que pasaban por los radiadores de la calefacción y luego se perdían entre la moqueta del suelo. ¡Ay, las moquetas! ¡Qué estilo más francés!
Dejé el bolso del ordenador encima de la mesita y, a los pocos segundos después de que Isabelle nos dejara solos, me instalé en la ventana de cristales altos que daba a un patio interior de una vivienda contigua, aunque hay que decir que desde allí también se veían perfectamente los viñedos de la entrada al pueblo y la carretera por donde habíamos llegado.
-¡Este lugar me encanta, guapa!-exclamé retirándome de la ventana y dejándome caer con lentitud sobre la cama, con los brazos estirados hacia atrás y una sonrisa, supongo, de aquellas despejadas de tormentos, de aquellas llenas de esperanza. -¿Qué será mejor: salir inmediatamente para Carcassone o quitarnos un poco el polvo del camino?
-Supongo que primeramente habría que buscar la maleta…¿No?
Mi mujer entró al baño a inspeccionar. La orden había sido dada y yo permanecía con la vista fija en los arabescos del techo.
(Continuará…)

Foto del autor.
Isabelle Tresarrieu es el alma de Le Clos Saint Hilaire, posiblemente la estancia más completa de la comarca.

(Vea los capítulos I y II de la presente serie)

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