martes, 17 de abril de 2012

Anita, la rusa (II)


Por sus manos han pasado cientos de diagnósticos, de todo tipo. También las modernísimas  pruebas Doppler, que permiten conocer el flujo en los vasos sanguíneos de la placenta y del feto y observar así el crecimiento. Pero la mayoría de las personas –incluyéndome- asocian a la dulce Anita con el momento en que conocieron el sexo de su criatura.
En nuestro caso, la galena, de ojos claros, confirmó, sonriendo, la presencia de una hembra y un varón, cuando los niños –que ahora lloran mientras escribo- era unos embriones.
El alma buena de esa mujer –por supuesto, me vino a la mente “El alma buena de Se-Chuan”-  descubrió un campo energético vivaz en la esquina azul, donde sentaron al padre (yo) con las indicaciones de que se mantuviera en silencio. La esquina roja era la montaña rusa donde se precipitaban miles de sensaciones ante lo desconocido. Estaban allí la ecógrafa –hasta ese momento una mujer precisamente rusa, según conversaciones de pasillo- y María, primeriza y confiada en el porvenir.
La doctora susurró algo que debí escuchar, de lo poco que me llegó con claridad. No tiene por qué explicar nada en alta voz; sin embargo, Anita comparte. Luego, en la despedida - “hasta la próxima vez”- te extiende un papel cromado en forma de acordeón:
-Toma, para que veas a tus hijos-. Me lo da en mano.
Y uno no sabe qué decir, además de las “Gracias”.
Uno piensa, siente todo lo que ha pasado ahí y lo guarda para atar cabos más tarde con María.
-¿Pero tú viste los sexos; o sea, los genitales?
-Creo que sí- responde mi mujer.
A partir de ese momento, sin haberlos visto yo, uno comienza a construirse todo un mundo futurista. Que se llamarán así…Que se parecerán a ella o a mí, o a ambos…Y el color del cabello. Y el primer día de clases…
Demasiado lejos nos envía Anita con todo su cariño, al menos a mí. Porque en sus manos y en su voz inaudible –en medio de la habitación blanca y fría de hospital- hay ese calor necesario que sin embargo –divaga mi mente- viene de la gélida Europa del Este.
Se va entonces mi mente a compartir un espacio sideral en el que, nos decían, Cuba era un satélite de la Unión Soviética. Se va el recuerdo a los 70, a los 80, a los años del Realismo Socialista que seguramente compartimos la doctora y yo. ¿Pero qué edad tendrá?
¿Y por qué, en Barcelona, tiene una rusa que darme la noticia del sexo de mis hijos, a mí que soy cubano?
¿Estábamos predestinados a coincidir?
María corrobora que es un amor de persona.
Pasaron unos cuantos meses y nos ingresan. Allí está Anita de guardia. Ya no es ecógrafa. Ahora es adjunta al director del servicio de ginecología y obstetricia del Hospital Germans Trías i Pujol. Ahora es la jefa del equipo médico de ese turno. Marc y Lucía –ya tienen nombre los embriones- amenazan con nacer antes de tiempo y hay que retener el embarazo. Anita es profesional. Nos mira sin repasarnos demasiado con la vista. Tampoco hace falta. Es la profundidad de la mirada, el fondo de ojo el que actúa. O el campo energético, tal vez, piensa María, que le gusta ser mística.
Cuando nacieron los mellizos, a los ocho meses de gestación y tras dos meses de ingreso preventivo, Anita estaba de vacaciones. No estaba cerca. ¿Estaría en Europa del Este?
Yo la eché de menos. Pensé en ella en ese momento.
Los niños ahora tienen ocho meses de vida. Articulan palabras raras, se desternillan de la risa en ocasiones y nos halan de los pelos.
Tienen controles médicos en el mismo hospital donde nacieron. Seguimiento del cardiólogo con Marc, que nació con un soplo “inocente” en el corazón. Los llevo a los dos en el coche, sentados en las sillitas de atrás, mirándome conducir. María ha comenzado a trabajar. Yo avanzo el camino y pienso en retrospectiva. Vuelvo a los embriones, al momento aquel en el que una dulce voz inaudible informó –porque quiso, sin compromiso- que eran hembra y varón. “Cuando termine la visita, iré a verla”, me digo. “Así se los enseño, lo grande que están. Así los conoce”. Ella es algo más que un médico, más que una profesional.
Abre la puerta y nos ve. Anita me abraza. Yo me sorprendo y rápido desaparezco la mano extendida. Trato de sincronizar el gesto con esos dos besos a ambos lados de la cara que se quedan medio en el aire. Me pongo nervioso, no atino a ser natural. Enseño corriendo a los niños.
-Gracias por venir- dice la doctora.
-Fuiste muy amable con nosotros- me atreví a tutearla.
Pregunta cómo fue el parto y le digo que fue cesárea. Sospecho que lo sabe. Sonríe y se marcha. Tiene una ecografía esperando.
En la puerta, se gira:
-Por cierto, soy polaca, no rusa.
No sé qué decir. Sonrío también. Entiendo que Anita ha leído mis crónicas.
Nos decimos adiós.


 Foto del autor
Lucía y Marc

2 comentarios:

maria dijo...

rusos, polacos, españoles, catalanes, cubanos... y en esta foto Lucía parece que es China!!!
Anita, eres una persona maravillosa.

Anónimo dijo...

Jorge:esta, por lo natural de la historia,por lo cotidiana y cercana que se me antoja;asi como por poner el enfasis el lo humano de esta profesion:me parece que es una de las mas entrañable de tus cronicas.Por cierto "la parejita" esta bella!!!!A quien se parecen:a la madre?:Un saludo:ROBERTO.