Me llevó a conocer los muelles del puerto un verano, en el que parecía que mi cuerpo y mi mente fueran una isla. Mientras mi mujer atravesaba la India buscando la sabiduría espiritual de la región, y mi padre acaba de ingresar en el amplio espectro de las memorias, Juan, nombre sencillo, me hacía recorrer los amarraderos de la rada principal de Barcelona, sentado en su silla de ruedas de donde partían las órdenes como desde un trono. Era un anciano travieso y convaleciente entonces, hastiado de su casa en el Raval y de su mujer, también anciana, que le hacía la vida imposible. Nos fugábamos por la avenida de las Drassanes a una velocidad espantosa, en el sentido imaginario de los bomberos apostados allí, cuando nos avisaba la campana. Nuestra sirena era interior, mimética. Los bomberos, la gran mayoría de las veces, jugaban a las cartas o sudaban sobre la bicicleta estática, y nos veían correr en forma de raya. ¿Hacia dónde íbamos tan a prisa? A jugar. Eso en el imaginario ideo/temático de Juan, que estaba de vuelta de muchas cosas, entre ellas de varias desapariciones de la ciudad. Una vez, me contó su médico de cabecera, hubo que bajarlo precisamente con los bomberos de un árbol de encina, y otra lo encontró la guardia urbana en un pueblo murciano, de donde era original. Conmigo tenía, además de a un chofer rápido, a un confidente de sus ilusiones, porque en realidad a cosas peligrosas nunca me convidó.
Tenía tres sueños básicos. Uno era ganar la lotería y, con el dinero, comprarse un piso al contado en la Avenida Mistral, tramo transversal fundamentalmente para peatones a escasos metros de su barrio; otro era desaparecer, entre comillas, en un bosque cercano a una pequeña estancia que tenía en las afueras de Barcelona. Y el tercero era llegar hasta el rompeolas del puerto, al final de la dársena. Tenía, ese verano, 82 años cumplidos, de ellos al menos 40 trabajados en grandes fundiciones para hornos de panadería en esta ciudad, cuando Barcelona todavía no alardeaba de tanto cosmopolitismo y sí era, hasta día de hoy, una urbe rancia y burguesa.
Juan era un niño atrevido que, aún de viejo, no creía en puertas cerradas ni guardias de seguridad. Me hablaba descaradamente –sin intenciones de ofender- de que mi salario salía de su jubilación, y que su jubilación la manejaba su mujer, y que su mujer le revisaba los bolsillos cuando regresábamos de paseo. Su esperanza era yo, pues yo le pagaba los cafés con leche y completaba para sus billetes de lotería. Me encantaba su cara de felicidad jugando a la suerte, sintiéndose importante cuando rodábamos con su estrado magistral, casi ministerial, por aquellas callejuelas sucias y pestilentes del Raval. Era su turno de gloria, después de haber dejado más de la mitad de sus fuerzas en las fábricas y en soportar a su mujer, una anciana tan maternal que controlaba hasta los nudos de los zapatos, no sólo los de su marido, los míos también. Era una pareja de viejecillos que había quedado sola en un apartamento de nuevo tipo construido en serie, a bajos precios, para pensionistas y reubicados de la zona. Su barrio, el antiguo barrio chino de Barcelona, ahora es reducto profundo controlado por el Islam, lleno de carnicerías, tiendas mixtas y casas de citas regentadas por el mundo árabe. Su vivida calle Cadenas ya no existe. Ahora es parte de la amplia franja de la Rambla del Raval. La prostitución continúa en los alrededores, a cara descubierta, pero con gente nueva.
Bajar a los predios de su edificio era un acto osado de transferencia, hasta que llegábamos a los bomberos y dejábamos atrás un manto de drogadictos internacionales, más perdidos que un anciano que no sabe qué hacer con los días últimos de su vida. Siempre esquivábamos a las prostitutas. Creo que Juan le guardaba un fuerte recelo a esas jovencitas en venta o alquiler, poco tratadas por la providencia, pues todo debe decirse. Me hacía tomar otra ruta para evitarlas a toda costa y, cuando no íbamos al puerto, tirábamos hacia arriba por las temibles calles congestionadas de los bajos mundos, en las que las miradas podían helar más el alma que un invierno. Ese, sin embargo, era su barrio, y como tal lo continuaba asumiendo, estableciendo, quizá, un orden de llegada subjetivo que le ofrecía poder. A mí todo lo contrario. Para mí era una incursión amarga en mi diario, hasta que colmó mis posibilidades de utilizar paciencia.
Los bajones hasta el puerto, por otro lado, eran la gloria. El me enseñó a llegar hasta donde se pueden tocar los barcos con las manos, no los pequeños, sino los grandes cruceros y los ferrys. Viniendo de una ciudad con puerto de mar, ese verano conocí las maniobras de atraque de gran calado por primera vez, las terminales de embarque de turistas marítimos y aprendí a decir adiós a la gente que uno no conoce y, sin embargo, le hace ilusión que alguien lo despida. Teníamos cuatro horas cada día para viajar sin perder el tiempo y con los sueños perdidos. Cada uno a lo suyo. Había veces que el silencio se extendía de una manera preocupante. Juan me pagaba para soñar y conducir su tribuna a toda velocidad y para que pusiera mi oído cuando le hacía falta. Nos habituamos a recibir, a las seis y media, el ferry diario que hace la ruta de las baleares, el Isla de Botafoc, que amarraba en los pies mismos de la ciudad, y Juan contaba los camiones que traía el buque, y yo miraba a la gente cómo buscaban con la vista a sus esperadores en la sala principal. Allí conocimos a una señora que todas las tardes también esperaba el barco, una anciana bastante bien arreglada, como para ir a una fiesta, que, hasta avizorar la proa en una boca del puerto, se despachaba dos o tres paquetes de patatas fritas y un par de cocacolas. Se llamaba Remedios. Nos confesó que siempre tuvo la ilusión de viajar en barco, y que también estaba predestinada para recibir y despedir a los viajeros. Un ser anónimo que ni siquiera cobraba una dieta de la empresa naviera.
-Hoy trae pocos camiones- me dijo Juan la última vez que lo vi. Había rebasado las fatigas que le daban y las canículas de años anteriores. Se veía mejorado, no sé bien si por el salitre o por los escapes de combustión interna de los inmensos trasatlánticos, hipermodernos, aerodinámicos, buques como de sueños. Yo me planté al cabo de un mes porque la verdad era que los controles de su mujer me estaban afectando mi desenvolvimiento como cuidador y transportista. El Raval me estaba comiendo por los pies y, tan pronto regresó mi mujer de su viaje, en avión, cambié al parecer los gustos por las terminales.
Antes de volverme de espaldas definitivamente, Juan me preguntó descaradamente, con los ojos mojados:
-¿Y ahora a quién le cuento mis planes?
Nunca llegamos al rompeolas.
Verano 2007
Tenía tres sueños básicos. Uno era ganar la lotería y, con el dinero, comprarse un piso al contado en la Avenida Mistral, tramo transversal fundamentalmente para peatones a escasos metros de su barrio; otro era desaparecer, entre comillas, en un bosque cercano a una pequeña estancia que tenía en las afueras de Barcelona. Y el tercero era llegar hasta el rompeolas del puerto, al final de la dársena. Tenía, ese verano, 82 años cumplidos, de ellos al menos 40 trabajados en grandes fundiciones para hornos de panadería en esta ciudad, cuando Barcelona todavía no alardeaba de tanto cosmopolitismo y sí era, hasta día de hoy, una urbe rancia y burguesa.
Juan era un niño atrevido que, aún de viejo, no creía en puertas cerradas ni guardias de seguridad. Me hablaba descaradamente –sin intenciones de ofender- de que mi salario salía de su jubilación, y que su jubilación la manejaba su mujer, y que su mujer le revisaba los bolsillos cuando regresábamos de paseo. Su esperanza era yo, pues yo le pagaba los cafés con leche y completaba para sus billetes de lotería. Me encantaba su cara de felicidad jugando a la suerte, sintiéndose importante cuando rodábamos con su estrado magistral, casi ministerial, por aquellas callejuelas sucias y pestilentes del Raval. Era su turno de gloria, después de haber dejado más de la mitad de sus fuerzas en las fábricas y en soportar a su mujer, una anciana tan maternal que controlaba hasta los nudos de los zapatos, no sólo los de su marido, los míos también. Era una pareja de viejecillos que había quedado sola en un apartamento de nuevo tipo construido en serie, a bajos precios, para pensionistas y reubicados de la zona. Su barrio, el antiguo barrio chino de Barcelona, ahora es reducto profundo controlado por el Islam, lleno de carnicerías, tiendas mixtas y casas de citas regentadas por el mundo árabe. Su vivida calle Cadenas ya no existe. Ahora es parte de la amplia franja de la Rambla del Raval. La prostitución continúa en los alrededores, a cara descubierta, pero con gente nueva.
Bajar a los predios de su edificio era un acto osado de transferencia, hasta que llegábamos a los bomberos y dejábamos atrás un manto de drogadictos internacionales, más perdidos que un anciano que no sabe qué hacer con los días últimos de su vida. Siempre esquivábamos a las prostitutas. Creo que Juan le guardaba un fuerte recelo a esas jovencitas en venta o alquiler, poco tratadas por la providencia, pues todo debe decirse. Me hacía tomar otra ruta para evitarlas a toda costa y, cuando no íbamos al puerto, tirábamos hacia arriba por las temibles calles congestionadas de los bajos mundos, en las que las miradas podían helar más el alma que un invierno. Ese, sin embargo, era su barrio, y como tal lo continuaba asumiendo, estableciendo, quizá, un orden de llegada subjetivo que le ofrecía poder. A mí todo lo contrario. Para mí era una incursión amarga en mi diario, hasta que colmó mis posibilidades de utilizar paciencia.
Los bajones hasta el puerto, por otro lado, eran la gloria. El me enseñó a llegar hasta donde se pueden tocar los barcos con las manos, no los pequeños, sino los grandes cruceros y los ferrys. Viniendo de una ciudad con puerto de mar, ese verano conocí las maniobras de atraque de gran calado por primera vez, las terminales de embarque de turistas marítimos y aprendí a decir adiós a la gente que uno no conoce y, sin embargo, le hace ilusión que alguien lo despida. Teníamos cuatro horas cada día para viajar sin perder el tiempo y con los sueños perdidos. Cada uno a lo suyo. Había veces que el silencio se extendía de una manera preocupante. Juan me pagaba para soñar y conducir su tribuna a toda velocidad y para que pusiera mi oído cuando le hacía falta. Nos habituamos a recibir, a las seis y media, el ferry diario que hace la ruta de las baleares, el Isla de Botafoc, que amarraba en los pies mismos de la ciudad, y Juan contaba los camiones que traía el buque, y yo miraba a la gente cómo buscaban con la vista a sus esperadores en la sala principal. Allí conocimos a una señora que todas las tardes también esperaba el barco, una anciana bastante bien arreglada, como para ir a una fiesta, que, hasta avizorar la proa en una boca del puerto, se despachaba dos o tres paquetes de patatas fritas y un par de cocacolas. Se llamaba Remedios. Nos confesó que siempre tuvo la ilusión de viajar en barco, y que también estaba predestinada para recibir y despedir a los viajeros. Un ser anónimo que ni siquiera cobraba una dieta de la empresa naviera.
-Hoy trae pocos camiones- me dijo Juan la última vez que lo vi. Había rebasado las fatigas que le daban y las canículas de años anteriores. Se veía mejorado, no sé bien si por el salitre o por los escapes de combustión interna de los inmensos trasatlánticos, hipermodernos, aerodinámicos, buques como de sueños. Yo me planté al cabo de un mes porque la verdad era que los controles de su mujer me estaban afectando mi desenvolvimiento como cuidador y transportista. El Raval me estaba comiendo por los pies y, tan pronto regresó mi mujer de su viaje, en avión, cambié al parecer los gustos por las terminales.
Antes de volverme de espaldas definitivamente, Juan me preguntó descaradamente, con los ojos mojados:
-¿Y ahora a quién le cuento mis planes?
Nunca llegamos al rompeolas.
Verano 2007
2 comentarios:
Hi, George, saludos. Paso corriendo y no leo, pero vendre con calma luego.
Aquí te espero, ya no fumando porque lo dejé, pero sí con un café. Un abrazo.
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