lunes, 24 de septiembre de 2007

Jugando (al Capitán Cebollita)


Los vasos con el vermut comenzaron a sudar delante de nosotros, reclamando importancia, en un domingo que parecía domingo. No siempre se logra olvidar los múltiples relojes instalados en nuestra casa, algunos a propósito, por decoración, y otro que vienen incrustados en los electrodomésticos. En el momento de saborear un combinado de olivas, mejillones, queso y embutido, apareció el sugerente transpirar de los vasos y el paso del tiempo se volvió más dúctil todavía, dejándonos en la ingravidez total, con la comida al fuego lento y un mar de olores híbridos en 80 metros cuadrados. Isabelita acomodó el cojín que más le gusta detrás de su nuca y se alborotó el pelo. Para mí era una señal de distensión, ensalsada con una mirada absolutamente lasciva por su parte. Es un juego que tiene y que no me sorprende porque sé que le sobran hormonas –si es que este campo se pudiera medir también por exceso, no es una queja-. Había dos radios encendidas en distintas estancias de la casa, lo cual emparejaba el sonido ambiente de un lado a otro. Así y todo, me hubiera gustado estar divagando en una isla, porque no hay manera de que se me vayan los vecinos de la cabeza.
Sorbí un poco de vermut y me dejé los labios mojados. Luego, mirándola fijamente, retiré mi camiseta y sonreí. Ella hizo lo mismo. Aproveché para pegarle el vaso en el centro de su pecho y así intercambiar criterios. Recibí la misma sensación térmica en mi espalda. Nos quedamos mirándonos unos minutos, pero me di cuenta de que me sobraba ropa. Me descalcé y, acto seguido, Isabelita se paró delante de mí, me empujó con ligereza hacia atrás y caí al vacío dos segundos hasta que llegué al sofá. Sentí el placer de no controlar mi cuerpo mientras veía a mi mujer realizar un streep tease progresivo con la poca indumentaria que llevaba. Me estaba siguiendo con mimetismo todo el tiempo. Había acciones que, lógicamente, ella no podía seguir. O sí, pero sin los mismos resultados. A partir de encontrarnos en la desnudez total, incluso a tal punto de no escuchar el reloj de la cocina, cuyo mecanismo chino más indiscreto no puede ser, se colocó una risa suave entre nosotros que era la confirmación del estado de gracia. La ciudad entera estaba de fiesta –celebran el día de la patrona- y debíamos estar solos en el edificio.
Isabelita no me dejó incorporarme del sofá. Ahí me quedé hundido mirando de vez en cuando los vasos mojados con un trocito de hielo dentro, mientras ella se apoderaba de mí sin pedirme permiso para dirigir las acciones, los gestos. Me hundió más sobre los almohadones de pluma, me enraizó, me sembró debajo de su cuerpo. Se le olvidó que era domingo y que era un día de la semana, que más abajo la ciudad se divertía de otra manera, se le olvidó dar direcciones, un norte. Se trasformó en fuerza y olor solamente, sin decir nada. Se despidió del planeta, al menos del planeta en el que vivimos.
Cuando el tiempo de la fondue que se preparaba en el traspatio fue irreparable, saltó hacia atrás y me dijo:

-¿Ves? Eso es para que luego no digas que no estás bien templado.

(Ya sin verano en 2007)

Nota: el Capitán Cebollita era un juego de infancia en el que había un líder designado por azar y el resto lo debía imitar durante un buen rato.

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