miércoles, 5 de septiembre de 2007

En la línea de fuego


Dos policías costeros miraban detenidamente a través de sendos prismáticos, en las inmediaciones de la Barceloneta y el Hospital del Mar. Vestían uniformes con pantalones cortos, a la usanza de lo que hemos visto en las series norteamericanas de clase B. Estaban quietos, concentrados en un punto de la ancha franja arenosa. Yo me quedé a unos cuatro metros de ellos observándolos disimuladamente, aparentando que buscaba alguna sintonía de mi reproductor de música. Pasaron cinco minutos y seguían inertes, como parejas infranqueables de frontera, con las piernas ligeramente separadas y los codos en ángulo de 45 grados, oteando insistentemente un contenido de investigación. Me llamó la atención, primero, el cierto aire de desenfado en sus rostros, juveniles, en el vestuario crónico que llevaban, y en su estatismo paradójicamente coreográfico. No hablaban entre sí.
A su lado, en la acera baja del paseo marítimo, un coche del benemérito cuerpo del orden público descansaba de los trajines urbanos. Podríamos decir que el auto de patrulla disfrutaba un rato de embeleso con el sonido ligero de las olas de fondo, y la estampa multicolor, mediterránea, a sus pies, de la que formaban parte sus conductores, atareados en desentrañar un objetivo detrás de los binoculares, en el momento de mi observación. La policía, la playa, los pantalones cortos, los jubilados que jugaban al dominó, el sol, las nubes figurativas, el andar de la gente, incluyéndome, que servía de terapia ocupacional, limpia, gratis, libertaria.
Trascurrieron diez minutos y los especialistas seguían afincados en el mismo lugar. Yo cambié de posición para no levantar sospechas, sin perder de vista, nunca mejor dicho, que los agentes/élite de los balnearios intuyen cosas, movimientos extraños y aguafiestas a su alrededor. A partir de mi sospecha, o sea, que la pareja de seguridad estaba concentrada en la visión teleobjetiva de los pechos desnudos de una o varias mujeres, tracé un discurso más convincente para debatirlo con mi mujer esa misma noche.
Todavía ella no entiende por qué me sigue alterando el top less.
Cada año, cuando se acerca la temporada de verano, me pide que lo tome como cosa normal, que lo vea natural, como si fuera la primera vez que abordamos el tema. Y eso trato, seriamente lo digo. Pero se me dificulta llegar a un acuerdo con ella, toda vez que la propia naturaleza de los pechos desnudos de mujer es la que me atrae la mirada, como cuando ponemos el ojo en un punto de soldadura con arco eléctrico, que sabemos hace daño y se nos va la cabeza por acto reflejo. La línea litoral, hasta hace unos días, estaba llena de torsos desnudos brillando con el efecto del aceite corporal y los rayos del sol; a veces, en dependencia de la hora, dibujando siluetas, como una fotografía realizada con una película de línea.
El quid de la cuestión está en pasear y mirar con el sentido de un colirio benéfico, sin recargarse demasiado la retina para protegernos del efecto caleidoscopio, principio básico de una enfermedad transitoria denominada Síndrome de Stendhal, o borrachera por las bellas artes. Eso sí, cuando voy con mi mujer a la playa trato de abstraerme por formalidad, y ella, recíprocamente, no se despoja del sujetador. Es un convenio que surgió a partir de una larga discusión conceptual sobre el asunto. Mi mujer aceptó, por fin, que el temperamento latino, incluyendo, por supuesto, al suyo, como española que es, va hacia fuera en todos los campos expresivos, nutriéndose como es natural de la observación. Acordamos que hacer top less en España es un acto de buena voluntad, pero un acto importado de países escandinavos, en los que la observación, por razones climáticas y de luminosidad astrológica, se aplica más hacia adentro. Entiendo que estamos en el siglo XXI y que este país desde donde escribo hace rato dio el salto social que le debía la historia de la humanidad, al menos en libertades del cuerpo. Y eso es fantástico siempre y cuando la gente se respete. Lo que sigo notando incongruente es la falta de tolerancia tierra adentro, es decir, a dos palmos de la línea de playa.
Los veranos, como este al que le vamos diciendo adiós, me ponen a pensar cosas superficiales, y nunca mejor dicho con respecto a la piel desnuda. Me erotizan todo el cuerpo y soy capaz, a la vuelta del tiempo, de pasear por la orilla de Barcelona con la distancia prudencial, disfrutando el mar, el olor a salitre, los cuerpos semidesnudos que ocupan, sin tocarse, porciones exactas de la arena gruesa y grisácea que tenemos a pie de acera.


Verano 2007

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