domingo, 2 de septiembre de 2007

El portazo de una chica Almodóvar

Cuando llegué a Barcelona ya se había marchado de aquí, sin mirar atrás y, como siempre, dispuesta a comerse el mundo. A partir de ese momento tuve que escucharla en pasado con respecto a esta ciudad, no sólo de su boca, pues también me contó algunas cosas, sino de la boca de la gente que la conoce de toda la vida, gente a la que le gustaba tenerla a la vista en su nuevo entorno. Fue como una carrera de relevo en las emulaciones de resistencia. Ni siquiera nos cruzamos en el camino, de manera que el paso del cetro fue simbólico porque, según he podido analizar después con calma, no tuvo tiempo ni para hacer las maletas. Ni para entregar oficialmente el piso que tenía alquilado: Se lo dejó a unos amigos. Cuando yo comenzaba a enamorarme de esta ciudad, en el invierno de 2001, ella iniciaba su desintoxicación de Barcelona. Creí entenderlo así cuando me habló en pretérito perfecto acerca de estas mismas calles, sentados en un bar del Eixample muy cerca de la Sagrada Familia, en La Granjita, cuyo camarero nocturno no quisiera recordar. Entonces yo frecuentaba ese bar y era muy simpático citar a un cubano allí, porque no había alguno que no te preguntara acto seguido: “¿En la Granjita Siboney?”. Yo respondía que sí, que ahí mismo, pero sin armas de fuego y sin Fidel.
Pues en La Granjita nos encontramos una noche. María Isabel la gordita fue el rostro más simpático del cine cubano durante mucho tiempo, a partir de encarnar a la mítica novia para David que nos permitió a todos luchar contra los estereotipos en la adolescencia, que nos impulsó incluso a muchos a mover el cuerpo con soltura y dejarnos de sandeces y de dedicarle tanto tiempo a los granitos de la cara. Leonardo de Armas, que también vive en Barcelona y desempeñó un personaje secundario en aquella película, era un flaco jovencísimo que con el paso del tiempo no ha trascendido por "tocar" el clarinete, ni como actor de teatro, ni como documentalista, ni como filósofo orientalista que es; ahora, que tiene unos cuantos kilos más, sigue siendo el estudiante de bachillerato soplón de Una novia para David. Y Francisco Gattorno, devenido galán de culebrones en México y creo que en Miami, se quedó para el público nostálgico como el David de aquel melodrama fantástico.
Nadie se imaginaba que en aquel ambiente estudiantil de la película inspirada en la épica de los años 50, una gordita de sonrisa Colgate, eso sí, le iba a robar el corazón al forzudo David. Esa gordita fuera de la pantalla es más simpática aún. La conozco hace años, de cuando tuve la dicha de participar en algunas fiestas privadas del mundillo de la farándula cubana de los años 80 y 90. Gente de teatro y cine, artistas plásticos y músicos y algún periodista que esperábamos la llegada de María Isabel con ansiedad, para que, “sorpresivamente”, nos agasajara con un sketch único que jamás subió a las tablas de una sala de teatro –que sepa yo-, cargado de humor y desenfado; un montaje unipersonal que había que ver siempre, porque la improvisación era su arma esencial. Era aquel happening transversal que te interrumpía la más preciada copa en el más importante ligue de tu vida, y que, a fin de cuentas, terminabas perdonando. Cuando escuchabas los primeros acordes de blue de la canción de Sabina Yo quiero ser una chica Almodóvar tenías que dejarlo todo. Salía ella con la misma sonrisa de la película pero sin mojigatería. Todo lo contrario: su sensualidad y putería, sin ir más lejos, creaban un silencio sobrecogedor que todavía siento cuando escucho la canción. Era pura almíbar. Me imagino que todavía represente esa pieza magistral del descalabro. Porque el mundo del teatro tiene eso, que se multiplica fuera de las arenas propias y se crean repertorios míticos para los amigos.
Hace más de una década que María Isabel jugaba intuitivamente a ser una chica Almodóvar, quizá porque se identificara con los personajes no alineados del cineasta manchego, o tal vez porque ese toque postmodernista siempre le vino bien a su cuerpo deslizante y adiposo, sin el cual, seguramente, no hubiera tenido ni la mitad de la gracia que tiene ella como actriz de farsas. También se me ocurre pensar en que ha sido al revés: que su simpatía y desinhibición sean mecanismos de defensa para llevar mejor esta vida repleta de estereotipos. En cualquiera de los casos, ha sabido unir su naturaleza al materialismo histórico, y al dialéctico también. Le descubrí, sin embargo, una desazón sorprendente en La Granjita cuando nos tomamos una copa apurados. Ella estaba de paso por Barcelona en gestiones de papeleo burocrático. Cuando hablamos sobre esta ciudad se le descompuso la cara. Me dijo que había tirado más de cuatro años a la basura, y le creo, porque sé que está acostumbrada a trabajar. Es luchadora contra los moldes hasta el cansancio, pero se ve que aquí no encontró su lugar. O no encontró un lugar. El circuito teatral barcelonés es harto conocido por su fluidez y constancia. La dificultad la encontró en el idioma. Me atrevo a decir que también en el desencuentro con las propuestas humorísticas: el humor catalán es áspero. En fin: no le fue bien. La puedo entender: es difícil abrirse paso en Barcelona porque existe mucho celo y, aunque no lo parezca, el provincianismo que realmente hay cierra muchas puertas. Esto lo puedo escribir ahora, pero cuando tomamos aquella copa recortada hace más de tres años, me limité a escuchar y tomar nota. Recuerdo que le pregunté cómo se había cambiado a Madrid si no tenía mar. Me respondió, señalando hacia la costa, que este mar no es suyo. Tenía un mal sabor en la mirada. Lo más inquietante fue que me dejó desarmado aquella noche porque yo contaba con el mar como uno de los ingredientes fundamentales para vivir.Tonterías, pretextos, respuestas esquivas. Los mares no son de nadie y el mejor lugar del mundo está donde uno se sienta bien. Así que me quedé en Barcelona –aunque me marché una vez y regresé- y traté de hacer llevaderos mis días. No podía entender cómo el vivo ejemplo del optimismo, la luchadora irreducible de los estados libertarios de la mente y el cuerpo me transmitía fracaso en una frase hueca. Solo con el paso de estos últimos años, porque no he dejado de pensarla y de visualizarla ante una mala copa en La Granjita, he podido comprender que, tanto en la dramaturgia como en la vida misma, cuando se cierran los círculos hay que romper. Ella debió estar demasiado decepcionada para manifestar aquello. Como yo lo he estado muchas veces aquí en Barcelona. Y he tenido miedo a romper. Y como he tenido miedo a romper he asumido mis días uno por uno.
Ahora la acabo de ver otra vez en pantalla grande. Es la putica latinoamericana y estereotipada de Volver, la magistral y más reciente envolvencia de Pedro Almodóvar. Por supuesto que resulta simbólico que muchos años atrás ella jugara a querer ser una chica Almodóvar, cuando no le hacía falta para nada serlo, cuando gozaba de la fama y de su cuerpo a toda marcha -¿quién dice que ahora no goza de su cuerpo?-, pero en lo que más me ha dejado pensando la película ha sido en la decisión de María Isabel de marcharse de Barcelona. El papel que le dio Pedro, por descontado, le queda chiquito. Es plantarse otra vez delante de una cámara lo que encuentro fundamental.


Primavera 2006

1 comentario:

Ivis dijo...

Conozco a Maria Isabel desde que era una niña, era vecina mía, más de una vez estuve en su casa e incluso una vez presencié un ensayo de una obra de teatro. Es mucha Maria Isabel. Tienes razón en que a veces romper es la mejor solución, hay un momento en la vida, supongo, en que no queda otra salida. Lo importante es saber cuándo.
Saludos.