
Para los etéreos como yo, que no cuentan el tiempo, las fiestas tradicionales vienen a ser un llamado de atención, un almanaque humano, un recordar de dónde somos y hacia dónde vamos. Pero nos reunimos instintivamente, sobrados de felicidad por volvernos a ver –y tocarnos- sin tener en cuenta que luego, al regresar a casa, recapitularemos nuestros proyectos de vida. Y nos miraremos en el espejo de refilón mientras nos lavamos los dientes antes de meternos en la cama.
¡Cómo hemos crecido de un año a otro!
Algunos tienen hijos de un año a otro, niñas o niños que hacen crecer el grupo. Algunos, como yo, vamos con retraso, aunque esa noche soñamos con una casa con jardín donde se mueva de lado a lado un hijo que a su vez juega con un perro.
Es el dibujo perfecto que el día a día nos coarta por el corretaje de los trabajos, los pagos al banco y los análisis de la prensa económica.
Anoche éramos doce adultos –iba a decir apóstoles, pero me contuve- y tres niños; dos de ellos ya con sus juguetes y otra, Olivia, que viene de camino.
Hicimos una Mesa Sueca –también se conoce como Mesa Bufet- en la que había platos típicos de los diferentes países de donde somos oriundos (España y sus ex colonias tuvieron una amplia representación). Comimos luego los panellets (dulces) catalanes que hizo con sus propias manos Mari-Carmen y hubo para acompañarlos un vino griego, dulzón, que se parece al moscatel, el que –si fuéramos de rigor-debía servirse.
Es un pretexto, ya lo sé, aunque no ignoro que de pretextos también se vive. No estábamos allí reunidos por los santos difuntos –esos se llevan siempre dentro-, ni por la víspera de Halloween, por mucho que nuestros supermercados de barrio nos vendan ahora las calabazas pintadas. Estábamos para comprobar que el tiempo pasa y que cada uno de nosotros nos aferramos a la vida saltando constantemente sueños rotos, unos sueños por encima de otros todavía vírgenes.
Al final, los emigrantes, que este año ya muchos estamos nacionalizados aquí, descubrimos que, en esencia, seguimos siendo los mismos.
Montaje fotográfico de Mari-Carmen Marcos. El año pasado también ella nos dejó este recuerdo
¡Cómo hemos crecido de un año a otro!
Algunos tienen hijos de un año a otro, niñas o niños que hacen crecer el grupo. Algunos, como yo, vamos con retraso, aunque esa noche soñamos con una casa con jardín donde se mueva de lado a lado un hijo que a su vez juega con un perro.
Es el dibujo perfecto que el día a día nos coarta por el corretaje de los trabajos, los pagos al banco y los análisis de la prensa económica.
Anoche éramos doce adultos –iba a decir apóstoles, pero me contuve- y tres niños; dos de ellos ya con sus juguetes y otra, Olivia, que viene de camino.
Hicimos una Mesa Sueca –también se conoce como Mesa Bufet- en la que había platos típicos de los diferentes países de donde somos oriundos (España y sus ex colonias tuvieron una amplia representación). Comimos luego los panellets (dulces) catalanes que hizo con sus propias manos Mari-Carmen y hubo para acompañarlos un vino griego, dulzón, que se parece al moscatel, el que –si fuéramos de rigor-debía servirse.
Es un pretexto, ya lo sé, aunque no ignoro que de pretextos también se vive. No estábamos allí reunidos por los santos difuntos –esos se llevan siempre dentro-, ni por la víspera de Halloween, por mucho que nuestros supermercados de barrio nos vendan ahora las calabazas pintadas. Estábamos para comprobar que el tiempo pasa y que cada uno de nosotros nos aferramos a la vida saltando constantemente sueños rotos, unos sueños por encima de otros todavía vírgenes.
Al final, los emigrantes, que este año ya muchos estamos nacionalizados aquí, descubrimos que, en esencia, seguimos siendo los mismos.
Montaje fotográfico de Mari-Carmen Marcos. El año pasado también ella nos dejó este recuerdo