miércoles, 13 de junio de 2007

Souvenir

Estoy mirando una pulsera de madera dura con ocho incrustaciones triangulares de plata. Huele a perfume de mujer. Siento ese olor a medio metro de distancia. Amaneció sin darme cuenta y sigo sentado en la misma banqueta giratoria (sin fin) que me soporta el silencio y las dudas. Llevo una hora aproximadamente mirando la pulsera y, de paso, a una vela que arde sobre líquido, a un pabilo minúsculo que combate la brisa de este verano. Pienso, recapitulo, y no me arrepiento de nada, aunque no dejo de asombrarme de la naturaleza humana. Me ruge el estómago luego de una larga noche que comenzó a las diez en una discoteca de música tropical, en la que únicamente estuvimos hasta el cierre tres odontólogas de Murcia, el barman y yo. Bailé y sudé como una bestia y luego me fui a caminar solo por el Paseo Marítimo para terminar de digerir mi nuevo estatus de desempleado, porque ayer me echaron de la oficina de administración de fincas en la que trabajé un mes justo, cubriendo, sin saberlo, las vacaciones de la recepcionista. Me utilizaron sin piedad alguna. Ayer me vi de repente en el aire, con un cheque de cesantía en las manos. Me inventé una noche sin márgenes y me lancé sin paracaídas a la calle, dejándome llevar primero por el desconcierto de una música pujada por el mal ritmo de los lunes, luego por la brisa del litoral y, casi al amanecer, me di cuenta de que subía por Las Ramblas a la hora en que los quioscos ya comienzan a vender los primeros periódicos del día. A la altura del Liceo, una chica joven me abordó frontalmente, se detuvo a escasa distancia y me preguntó la hora con un tono discreto. “Las cinco y cuatro minutos”, le dije, y me paré ante su cuerpo delgado y escultural. Tenía el pelo negro, los ojos del mismo color que los míos, verde olivo, los labios lisos y brillosos, y un vestigio de acné juvenil. Vestía pantalones tejanos ultra-ceñidos al cuerpo, blusa transparente de hilo y, como era de esperar, llevaba el ombligo al aire. Subida sobre dos pedestales rojos de más de veinte centímetros descalzados en los talones, me preguntó casi con dulzura si buscaba compañía.
Debo confesar que nunca en mi vida he pagado por tener sexo, y, sin embargo, siempre me han atraído sobremanera las historias de prostitutas narradas por los mayores en primera persona, aquella gente que vivió La Habana cuando era una ciudad normal, con casas de citas legales situadas dentro de la franja urbana que allá le llamaban zona de tolerancia. También el cine y la literatura me han dejando mucha curiosidad sobre el tema, porque no es menos cierto que la ficción a veces me ha llevado hasta planteamientos sociológicos y psicológicos atrayentes, queriendo construir en la mente la entrevista que nunca he hecho: a una meretriz. La única vez que había hablado con una a solas fue hace siete u ocho años en el Malecón de La Habana, una noche que llovía y una joven que no alcanzaba los veinte años me extendió el brazo para que la avanzara hasta una gasolinera. Se acomodó en la parrilla de mi bicicleta, se aferró a mi cintura y comencé a pedalear con el aire de frente, tragando agua y saliva. Cuando estuvimos bajo techo le pregunté qué hacía sola, a la intemperie, tan tarde en la noche. Con mucha naturalidad me respondió que se ganaba la vida cazando turistas advenedizos, que había viajado desde Ciego de Ávila, a 600 kilómetros de la capital, más o menos, y que dormía en una pensión clandestina de la zona vieja. Me partió el alma en dos. Era preciosa, rubia, y tenía estudios de formación profesional en veterinaria.
Hay que decir que en La Habana no es muy difícil ligar. O sea, encontrarte a alguien por la calle que quiera divertirse simplemente y que pase la noche contigo sin algún compromiso. Muchos matrimonios han comenzado así. Quizá sea por eso que he llegado a los cuarenta sin haberme acostado con una prostituta, y no sería muy arriesgado decir que tal vez hubiera llegado a los ochenta si ésta no me hubiera preguntado la hora en Las Ramblas, la madrugada del lunes en que me echaron de la inmobiliaria.
Comencé a temblar por dentro antes de darle una respuesta, pero sabía que ella no tenía mucho tiempo que perder. Se hizo un silencio aterrador que duró para mí una eternidad, hasta que por fin pude articular dos palabras, las clásicas dos palabras extraídas con prisa de mi memoria literaria y cinéfila:

-¿Cuánto cuesta?

Todo coincidía. Tenía en el bolsillo parte del dinero del cheque que ya había cobrado en el banco, andaba sin frenos, desprovisto de sensatez, cruzaba en ese justo momento el mismo oasis sordo que a veces se presenta entre el bien y el mal, y no quería volver a casa sin haber aprendido algo nuevo. La chica me pilló, digamos, con la mente en blanco y cuatro rones jugando con mi sangre, incluso con mi curiosidad. Lo que todavía no tengo bien claro es si subí expresamente por Las Ramblas o si llegué hasta allí como parte del itinerario de pasos perdidos con que cuenta cualquier ciudad de dos o más de dos millones de habitantes. Sería una mujer española, de unos 30 años, con cintura de avispa, nalgas redondas y busto espectacular la que me llevaría de cabeza al reportaje nunca escrito, la que estaba a punto de mencionar una cifra y esto daría pie a una transacción comercial inédita en los días de mi vida.

-Son cincuenta euros por una hora-dijo.
-¿A dónde vamos?, le pregunté.
-A un hostal aquí cercano-, señaló muy segura de sí misma.

Lo del hostal aportaría sin dudas mucha más información para la investigación de corte sociológico, pero confieso que me dio miedo. Pensé en tipos compinchados, en chulos que después te darían el tiro de gracia, en sábanas hediondas, en cruces de personas por los pasillos como si chocaras con alguien que lleva el carrito de la compra en el supermercado, en condones de extraña procedencia, en la frialdad de una escena sobrecogedora que coartaría el desenvolvimiento de mi glande, en que rompería de cuajo la soportable levedad de mi ser en aquella noche suicida. Por cuarenta euros más, le propuse llevarla a mi casa, además del precio del taxi que correría a mi cuenta, sabiendo que a esa hora tienen colocada la tarifa más abusadora. Aceptó, pero me dijo que tenía que consultarlo. Entonces se giró sobre su propio eje e hizo unas señas de lo más extrañas a un tipo con gorra que estaba a cinco metros de nosotros. Me recordó los juegos de baseball en Cuba, cuando el coach de una esquina emite códigos gestuales a un jugador que se encuentra en circulación. Pasó un taxi, lo tomamos y en diez minutos estábamos en la entrada de mi edificio. La chica –me dijo que se llamaba Vanesa- comenzó a hablar sobre un cliente que había tenido en la esquina de mi casa, un hombre con mucho dinero que no la tocaba y sólo pagaba por mirar sus bellísimas curvas. Subimos en el ascensor todavía con el cuento de aquel hombre, con mucha naturalidad el relato en su boca, como si estuviera hablando del parte meteorológico. No me atrevía a tocarla todavía porque desconocía los códigos elementales de estos convenios carnales. Entramos a mi apartamento y Vanesa se dirigió directamente a la nevera; cogió la única coca-cola que quedaba y la sirvió en dos vasos y puso hielo. Encendió un cigarro y me ordenó: “¡Págame ahora!”. Saqué el dinero y lo coloqué sobre una mesa. No tuve valor para dárselo en las manos. Terminó de fumar y me preguntó si podía darse una ducha. Le dije que sí, y también que quería saber si el tiempo de la ducha entraba dentro del tiempo pactado. No, no entraba. Después de la ducha, tendríamos una hora juntos. Le pedí permiso para verla mientras se duchaba, y no puso objeción; no le dio importancia. Para mí era un recurso in extremis porque ya estaba augurando que no iba a tener erección. Quizá, pensé, el recurso visual me trasporte. Pero no fue así. No hubo situación revolucionaria alguna. Yo tenía el miedo metido en el cuerpo y Vanesa se dio cuenta, pero no me hizo sentir mal. Todo lo contrario. Mientras tomaba el dinero y lo guardaba en su bolso con mucha naturalidad, me hablaba de sus ingresos diarios, de la pensión que alquilaba en el Paral’lel, de la burrada que pagaba por una habitación, de la ropa que le gustaba comprarse, de los menús que comía en la calle. Entonces compartimos un cigarro y comenzó a hablar de su vida, mientras recogía del suelo una estampilla de San Pancracio que había caído de su monedero. En una hora, si se sabe narrar bien, una vida de treinta años en un pueblo de Valencia cabe perfectamente. La pasamos desnudos y abrazados, porque me di cuenta de que nunca la habían abrazado. Vanesa venía de una familia desestructurada y desde muy joven se había acostumbrado a manejar mucho dinero. Se había convertido en una adicta al dinero. Ganaba mucho más dinero que yo, lo cual me sirvió para comprender por qué una mujer joven, nacida en la España de hoy, pudiera elegir la prostitución como una opción de vida. El tiempo pactado terminó. Nos vestimos y la acompañé a buscar un taxi al amanecer, con una temperatura ambiente agradabilísima, de 23 grados, un silencio asombroso y nosotros tomados de la mano cariñosamente. Escribió su número de teléfono en un papel e hizo señas a un taxi que pasaba. Me besó en los labios y me dijo que mis ojos se parecían a los suyos. Subió al taxi, cerró la puerta y bajó la ventanilla, y, segundos antes de que arrancara el coche, se quitó el brazalete que llevaba y me suplicó poniéndomelo entre mis manos:

-¡No se lo regales a nadie!

Verano 2005

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