Sobrevolamos La Habana tomados de la mano mi mujer y yo, al poco tiempo de caer la noche. Me había bebido algo más de un cuarto de botella de ron dominicano, para aligerar los nervios. Había perdido el miedo a regresar a mi país después de casi nueve horas de vuelo. El avión de Iberia descendió para entrar a la capital cubana por el norte, como, supongo, hacen los aeroplanos de Miami. Pasamos de largo el Malecón –lo único que pude distinguir sin dudas-, y supongo que entramos a la altura de la playa de El Salado. Dejamos atrás el mar. Me perdí totalmente. No pude indicar nada más a mi mujer. Es increíble cómo, al llegar el momento que más ha premeditado uno desde el exilio, todo lo que nos rodea es la calma. Esa sensación jamás pude imaginarla. Nadie, además, me había dicho que puede suceder. Fue inexplicable, por lo que me cuesta mucho reproducir aquellos minutos del aterrizaje. Pensé en que me movía una fuerza mayor, que era presentarme ante la bóveda donde habían depositado el cuerpo de mi padre, una bóveda común de las últimas calles del Cementerio de Colón.
Por primera vez en mi vida le había otorgado absoluta importancia a un fenómeno metafísico. Desgraciadamente –lo digo de todo corazón-, nací en un país con un gobierno pragmático que me enseñó a creer en los cuerpos presentes nada más. Mi mujer me había insistido en que debía despedirme de mi padre para poder vivir tranquilos; había logrado desbloquear mi filosofía materialista mediante sesiones energéticas de masaje corporal, camufladas detrás de fricciones terapéuticas, cuando me sobrevino una contractura de mi espalda. Logró relajar mi mente; logró que yo me escuchara por primera vez desde adentro. Ella sabía perfectamente que la prematura muerte de mi padre lejos de mí –la pérdida física de mi mejor amigo- podía desajustarme emocionalmente por no realizar el luto necesario, o realizarlo a medias, a empujones, por etapas, dilatarlo, posponerlo para cuando yo estuviera mejor. Ella sabe perfectamente que un emigrante nunca está del todo bien. Me instó, inteligentemente, a cortar por lo sano. Entonces me propuso despedirme de mi querido viejo invocándolo en casa, en Barcelona. Lo estuve pensando varias semanas hasta que comprendí que la mejor tranquilidad me la daría cruzar el Atlántico. En esas duras circunstancias le mostraría mis amigos y mi ciudad a mi mujer.
Tantas horas sentado en los incómodos asientos de la clase turista me habían dejado impasible en las puertas de La Habana. Recorrimos el pasillo que nos conducía hasta los controles de frontera sin decir una palabra. Mi mujer se puso en una cola y yo en otra. Yo llevaba los papeles preparados en la mano, para no tener que buscarlos entre el equipaje delante del agente. Me entró una tos nerviosa inacabable, por mucho que respiré fuerte con el diafragma. Cuando me planté frente al joven guardia, la tos seguía. Parecía una tos de fumador, pero el que sabe distinguir se hubiera dado cuenta de que la frecuencia era demasiado exacta. Eran los nervios. El agente se dio cuenta. Revisó una boleta que hay que rellenar antes de entrar en la que los cubanos tenemos que explicar dónde vamos a pernoctar y el motivo de la visita. Yo la había rellenado mal. El hombre me dijo que volviera con ella correctamente sin tener que hacer la cola de nuevo. Le pasé por al lado a mi mujer en busca de otra boleta y no se me ocurrió explicarle lo que pasaba, seguramente porque había planeado no dirigirnos la palabra hasta pasado el chequeo. Ella pasó sin problemas, rápido; la estuve observando de lejos mientras intentaba enderezar una letra de molde. De regreso a la ventanilla, el suboficial, de unos 30 años, se demoró conmigo cerca de quince minutos, mirando una y otra vez mis documentos y, supongo, ensayando un camino por dónde humillarme. Sé que ellos sienten envidia de los que nos fuimos del país, pero se reprimen, lógicamente, lo que les agria, por lo general, el carácter. Finalmente pasé, después de responderle medianamente satisfecho la malsana pregunta de qué motivo me llevaba de vuelta a la isla.
Pasé los rayos x más tranquilo y sin percances, y me creí libre de inquisiciones. No había avanzado cinco metros cuando me detuvieron tres enfermeras. Una de ellas, impetuosa, me habló:
-¿Vives en España?-preguntó a quemarropa.
-Sí.
-¿Eres español?
-No, soy cubano- respondí.
-¿Te sientes mal de salud?
-No, no, estoy bien.
-¿De verdad no tienes fiebre ni nada?
-No, estoy perfectamente- seguí siendo breve, pero desconcertado. No sabia por dónde iba la cosa.
-Mi amor, no tendrás una propinita que nos regales.
Negué con la cabeza bastante espantado, aguantándome la boca, tocado por los masajes de mi mujer que me aploman hasta siete días perspectivos. Me controlé inexplicablemente, no ya el verbo que suele ser traicionero, sino también el equilibrio interno, el bombeo de la sangre, el minúsculo pedacito de infarto que nos vamos llevando con cada uno de los absurdos de la revolución cubana.
Mi mujer estaba detrás de las enfermeras. Pasé junto a ella y por fin la abracé. Le expliqué el error de la boleta y me riñó. Fue ella quien por poco pierde los nervios. Me puse en su lugar, fui un egoísta, no le regalé ni una seña y la dejé sola en la frontera entre Cuba y España.
No sé si pasé más nervios en emigración del aeropuerto o en el camino a la casa donde nos hospedaríamos. No me salían las palabras para indicarle nada a mi mujer. No sabía por dónde empezar, no veía nada a los lados, la ciudad estaba oscura y olía a gasolina por todas partes. Le pedí que no tuviera en cuenta el trayecto, que lo borrara de sus recuerdos y comenzara a vivir mi ciudad al día siguiente.
Junio 2007
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