viernes, 22 de junio de 2007

Respira hondo, mi amor, y sigue

Nos fuimos a La Habana alquilados, mi mujer, mis nervios y yo. Llegado el momento de amanecer en la cuidad que tanto quise y quiero, todavía me preguntaba si podría hablar normalmente con las personas por la calle sin despertar sospechas, si mi intuición decodificaría las nuevas señales “de humo” para moverse el viandante en una urbe en la que el transporte público pasa de ser un fastidio a divertido.
-¿Parecemos turistas, mi amor?-, le pregunté a mi mujer en plena maniobra de parar un taxi.
En ninguna de las consultas espirituales que realicé antes de dejar la isla definitivamente, ni siquiera en mi carta astral, salió que yo regresaría alquilado. De hecho, cuando me enteré de que ya no tenía casa, me negué a regresar hasta pasados muchos años, pero mi mujer no se merecía seguir escuchando historias ajenas cada vez más abstractas sobre Cuba, como tampoco se merecía el despilfarro de estereotipos con que señalan a nuestra identidad en Europa. Cuando vimos, en Barcelona, Suite Habana, el excelente documental de Fernando Pérez (fotográficamente hablando), le dije a mi mujer que ese muestrario decadente era parte de la realidad, pero que hay más cosas que ver. Y mi padre, mi querido y romántico amigo que siempre fue, no me dejaba tranquilo con el injusto final que le deparó la vida.
Desgraciadamente, la bóveda familiar de mi línea paterna fue sellada hace unos veinte años y no pudo utilizarse nunca más porque no aparecieron los papeles. El cementerio, según varias personas que consulté, es el único lugar en Cuba donde existe la propiedad privada. Así que a mi querido viejo le tocó descansar en una bóveda común. También hay que decir que no es extraño que a los cubanos nos sorprenda una eventualidad como esta porque casi nunca hablamos de la muerte, porque rechazamos hablar del asunto por superstición, miedo o lo que sea. Quien escribe esto jamás se ocupó de poner las cosas en orden en el camposanto habanero, y sus parientes cercanos tampoco. Esta es una lección que aprendí sobre el terreno, en las mismas callejuelas de ese mismo cementerio que yo cruzaba en bicicleta a diario para ir a la universidad.
Al llegar allí, el primer día que despertamos en La Habana, llovía un agua caliente, sobrecogedora, triste. Fuimos en un taxi de turismo. Yo seguía medio mareado como mismo me había despertado, tosiendo otra vez, con un vacío en el estómago. Al bajar del carro, un hombre nos detuvo. Tardé unos veinte segundos en darme cuenta de que intentaba cobrarnos la entrada. Mi cabeza estaba tratando de controlar los nervios para no derrumbarme cuando encontráramos la bóveda en la que depositaron a mi padre, así que me llevó tiempo reaccionar. El hombre seguía hablando del patrimonio nacional y la conservación de la piedra escultórica, con un tono educado, bastante sereno y correcto. La incorrección estaba en la orden que ejecutaba el hombre, no en él. Me quité las gafas de sol y le dije secamente:
-Yo soy cubano. Vengo a ver a mi padre.
El hombre sintió vergüenza, pero aun así se atrevió a preguntar:
-¿Y ella?
-Ella es mi mujer, la nuera de mi padre. ¿Podemos pasar?
-Sí, pasen, por favor…-y nos dio la espalda.
Si yo hubiera ido solo me habría derrumbado, pero mi mujer lo impidió. Me dijo que respirara hondo, que llorara todo lo que necesitara, que no me iba a pasar nada porque ella estaba conmigo.
Caminamos hasta el fondo paralelo a la avenida Zapata, cada vez más solos y más mudos. Con un cartón pequeño de color carmelita en las manos fuimos buscando el lugar exacto. Lo encontramos, pero no habían dejado allí una sola palabra. La vida cotidiana, la dura realidad habanera que es rutina y es lentitud, se había olvidado de mi padre. No encontramos un vestigio personalizado para él, ni una rayuela en la tapia, ni una huella aparentemente insignificante que fuera hecha para mí, o para cualquiera de mis hermanos que llegara un día de visita. No había nada excepto un arbolito que daría la sombra de poco más del diámetro de un paraguas.
Intenté soportar mis emociones con un pensamiento:
“Lástima que haya tenido que ser así, querido viejo, porque no me arrepiento en lo más mínimo de haberme marchado de mi país”.
El país en el que estaba enclavado ese cementerio me ofrecía veinte días en lo adelante para localizar a mis más queridos amigos y recoger algunos recuerdos de papel, para más tarde poder pasar página. Si uno no pasa página se hace difícil prosperar, se vive en contra de la dialéctica, de la evolución que supone estar vivo. Aquí en este punto me detuve a pensar con un silencio absoluto y con el equilibrio valiente de mi mujer. ¿Por qué la vida me ha hecho hablar de la muerte tan descarnadamente, tan pronto, tomado de la mano de una mujer que ha viajado a un país desconocido y lo primero que se le presenta visualmente es un cementerio? Si alguna vez hube de relativizar el tiempo para salvarme de las trampas de éste, en el Cementerio de Colón no me fue tan complicado relativizar la muerte entendida como un hecho tangible que nos pertenece a todos por mucho que nos duela decirlo.


Junio 2007

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yoyi;

ese es el precio quepagamos cuando decidimos salir de nuestro pais, la familia se queda atras y los recuerdos tambien, eso.... duele mucho
saludos tu amigo de Tucson.

ATB