Al principio tuve la idea de escribir una historia fantástica en la que un emigrante, tentativamente marroquí, esperaba el permiso de residencia y trabajo en España, acogido al proceso extraordinario de regularización para extranjeros. Después de largos meses en ascuas, y por un error de Correos, en lugar de recibir en su domicilio la notificación correspondiente, a este sujeto le llegaban los Papeles de Salamanca. El hombre no estaba al corriente de que, por esos días, la Generalitat de Catalunya había puesto un pleito al gobierno central para que le entregaran de vuelta los documentos históricos de la región que le fueron expoliados durante la guerra civil, y que, desde entonces, habían pasado a engrosar los fondos de los archivos de Salamanca. El esperaba otros papeles, los famosos “papeles” que metafóricamente resumían la legalidad de cualquier emigrante indocumentado en el reinado español. Llegaron a su vivienda varios camiones cargados de originales: cartas, actas de ejecuciones, actas notariales, pólizas de todo tipo, informes de demarcaciones, fe de bautismos, convenios empresariales, escrituras inaugurales, testamentos, dictados militares, transacciones ferroviarias, resoluciones ministeriales, balances de bancos, memorias de necropsias, epistolarios de amor, bibliotecas particulares, crónicas sociales, transcripciones de discursos fundacionales. El destinatario enmudeció ante el depósito de tantas cajas en su pequeño apartamento y, abriéndose paso como pudo, complació al cartero cuando éste le solicitó, extendiéndole una planilla: “¡Firme aquí!”.
Pero no. Este relato surrealista no me permitiría narrar mis propias vivencias en espera de mis “papeles”, y, ciertamente, tenía ganas de contarlo en primera persona, dejando constancia de algunas cosas curiosas que me ocurrieron. Yo no había asistido a las manifestaciones de Barcelona que tuvieron lugar antes y durante el llamado proceso de regularización, en las que se demandaban “papeles para todos” los emigrantes, sin distinción de contratos laborales ni fecha de entrada en territorio nacional. El PSOE había dado tres meses de plazo para efectuar la denominada regularización los que reunieran una serie de requisitos (yo los reunía, ya sea por tiempo de estancia en España y por la colaboración de tres amigos que, en breve, se convertirían técnicamente en mis empleadores del hogar). Fueron unos días de incertidumbre y papeleo hasta que pude reunir toda la documentación necesaria. Era mi oportunidad luego de cuatro años en una especie de limbo internacional, toda vez que mi país, Cuba, no sólo me había declarado traidor por no haber regresado a la isla después de un viaje de trabajo, sino, además, por ley revolucionaria, me habían expropiado el único bien raíz que poseía en aquella isla y que consistía en mi casa familiar, construida, curiosamente, antes del triunfo de la revolución. España, por su lado, durante el segundo mandato de Aznar, que coincidió con mi llegada, no me dejó posibilidades de legalizarme in situ. Debía, o casarme a la fuerza con alguna mujer española, oferta que no me faltó en un par de amoríos que tuve, dicho de todo corazón, pero ante lo que yo no estaba dispuesto a claudicar; o debía conseguir un contrato laboral aquí y viajar a mi país y regresar con todo legalizado, algo que me era imposible por la sencilla razón de que el gobierno cubano me prohibió la entrada en cinco años perspectivos desde que partí (un ridículo castigo infantil); o debía demostrar que yo era un perseguido político, lo que me llevaría sin lugar a dudas a declarar en los medios de comunicación, variante que nunca quise utilizar porque no me presto para juegos políticos de ninguno de los dos bandos, y porque –esto se podrá comprender- mis padres aún permanecen en la isla en el momento de escribir estas líneas.
Me tocaron tiempos duros para poner en orden las cosas. Así que decidí esperar cuatro años. Los que pedían “papeles para todos” habían llegado después que yo o, pudiera ser, habiendo llegado incluso antes, no se habían presentado en el registro de empadronamiento municipal por temor a que los localizaran y deportaran. El empadronamiento, que yo sí tenía en mi poder, resultó ser una pieza clave del puzzle que nos regaló Zapatero para armar en tiempo récord. Uno de esos días, de camino a no sé dónde, pasé por la sede de Convergencia i Unió (CiU) que está en la calle Córcega, cerca del famoso Imperator, o sea, llegando a Paseo de Gracia. En la fachada destacaba una inmensa tela, o cartel, simplemente, que rotulaba el siguiente texto: “¡Volem tots els papers!”. Me llamó la atención, ante todo, que un partido de derechas se pronunciara a favor de los emigrantes, junto con los emigrantes, pidiendo los papeles para todos. Era inconcebible. Vamos, políticamente imposible, surrealista, sí, que el partido catalanista que gobernó 25 años hasta hacía casi nada, con muy pocos visos de mestizaje étnico, la vieja guardia de la burguesía catalana, un partido que sin mucha discreción se alineó al gobierno central cuando hizo falta (o sea, a Aznar), estuviera en la misma piel de los “irregulares”. Quise tener constancia gráfica y entré. Solicité alguna información y, amablemente, me regalaron unas pegatinas de bolsillo que decían lo mismo: “¡Volem tots els papers!”. Una vez en casa, fumando un cigarrito, descubrí, haciendo uso de mi todavía pobre idioma catalán, que no era lo que yo pensaba. En realidad el CiU no pedía papeles para todos, sino todos los papeles, y no para los ilegales, sino los de Salamanca.
En fin, nada que ver una cosa con la otra.
Estuve más de un mes, desde que entregué mis papeles, imaginando el día en que mi portero me dijera: “Te ha llegado un sobre de la Administración General del Estado”, así suavemente, por decir algo, por buscar mi conversación, como mismo me informa sin enfatizar que me llegó la factura del gas. En ese momento contendría la más mínima emoción para pagarle con la misma moneda, para disfrutar con la más absoluta intimidad la buena noticia que para mí suponía volver a ser persona legal en un país cualquiera, para disfrutar el resultado paciente, aplomado, de algo que cae por su propio peso transcurrido el lapso de tiempo natural de las cosas, de las leyes, de los gobiernos, del planeta y del espacio sideral, ese inmenso reparto de estrellas, o de nubes, con el que dialogué tantas veces desde mi ventana, en busca de paz interior, en pos de comprimir el tiempo sin desnaturalizarlo, con un vaso de ron en mis manos y con mi hígado, ¡el pobre!, deshaciéndose en Barcelona. En ese momento mi portero, que, no sería inapropiado decirlo, no conocía ni pizca de mi situación legal porque nunca se lo hice saber, debía recibir el saludo cotidiano y las “gracias” rutinarias, el “hasta luego” insípido que nos marcaría la distancia necesaria desde que supe su interés por todos los asuntos internos de los pisos; en ese momento, imaginado y vuelto a imaginar desde que me dijeron en la oficina de recepción de documentos que la notificación oficial me llegaría por correo certificado, mi portero debía ser solo un puente, y no debía besarlo ni abrazarlo ni mucho menos dejarle verme llorar. Tomaría el sobre y no lo abriría en el ascensor, como siempre hago con las facturas, sino lo dejaría reposar sobre el tablón que tengo improvisado como barra gastronómica, bajo la ventana que me deja ver la ciudad desde un noveno piso; pondría un porta-vasos, un vaso corto, un hielo –porque sería en verano-, abriría la botella de ron que tendría preparada para la ocasión, le tiraría un chorro a los santos en una esquina del suelo, abriría el sobre, bebería y luego leería el texto oficial, aprobatorio, claro está, pues me habían advertido en la oficina de recepción de documentos que, en caso de ser denegada mi solicitud, se produciría en el acto el temible silencio administrativo. Inmediatamente llamaría a alguien allegado para compartir la noticia. Y ese alguien, por muchas razones, sería Anna.
Precisamente fue Anna quien me coartó todo el montaje de recibir la noticia por impreso, como me habían indicado en la oficina. Tan preocupada por mí, tan inmersa que estaba en el asunto, tanto más que yo, pues, por cansancio, por haber tenido que buscarme la vida “sin papeles” durante cuatro años, por haber pagado el Metro día a día, por haberlo pagado dos, tres, cuatro veces al día, por haber pagado un apartamento cada mes durante todo ese tiempo, por haber cuidado personas mayores, casi centenarias, y otras personas con enfermedades terminales, por haber trabajado 12 horas de madrugada en el Hospital de Barcelona, por haber amado irracionalmente en todo este tiempo, por haber bebido ron pensando en mis padres, en mis amigos, en mi casa, en personas con las que compartiría un poco de libertad, por haber encendido cirios en Montserrat, por haber dialogado con la ciudad desde lo alto pidiéndole una brecha, un resquicio por donde entrar, por muchas de estas cosas ya yo había perdido fuerzas. Había perdido la ilusión. Y creo que esto tiene lógica. El permiso de residencia no era una lotería. Era una especie de peaje que tenía que pagar durante un año (cotizando la seguridad social mes a mes) para que, cumplido ese tiempo, me renovaran la tarjeta por dos años más, hasta que, cotizando y cumplido ese tiempo, pudiera solicitar la nacionalidad. En primer lugar: yo nunca quise ser español, lo cual no es ninguna deshonra, sino todo lo contrario para un latinoamericano como yo. Luego, mi existencia aquí, en principio, sería un compás de espera para regresar, excepto en el caso de que me enamorara y pariera –porque yo paro- y fundara una familia, con todo el amor posible y sin las presiones absurdas de la legalización. Así que celebraría íntimamente el paso del tiempo que me tocó vivir, brindaría íntimamente por los buenos recuerdos y por el puñado de gente que se me ha cruzado en mi camino con el alma limpia.
Como muchas cosas en este mundo se han convertido en hechos virtuales, desde la comunicación hasta el dinero, pasando por el sexo, también se podía seguir por Internet el proceso de aprobación o no de las solicitudes de residencia, y Anna lo había seguido sin consultármelo. Fue ella quien me llamó y me dijo sin muchas ceremonias que mi caso esta resuelto. Recuerdo que ese mediodía no tenía ron en casa. Tomé agua fresca sentado en el taburete de siempre, mirando el pedacito del Mediterráneo que incorpora mi paisaje al final de todo, como si el mar contuviera ese aluvión de cúpulas, antenas y grúas que solo se ven desde arriba. Anna me estaba confirmando, con otras palabras, que no habría silencio administrativo conmigo, que, en poco tiempo, podría comprar La Vanguardia y leer las ofertas de trabajo en la sección de clasificados, que ya podría visitar la tumba de Antonio Machado en Cotlliure, por solo citar un destino más allá de mis fronteras reales, que podría, incluso, comenzar a pensar en un viaje a casa de mis padres en La Habana, si fuera procedente mi entrada, claro. Todas estas cosas me vinieron a la mente en fracciones de segundos. Para cotejarlas un poco de boca hacia fuera llamé a mi hermano a La Coruña, al mayor, que había venido diez años antes a España, en circunstancias un poco más favorables que las mías, se había nacionalizado aquí y, paralelamente, no había perdido ni su vínculo ni sus bienes raíces en la isla.
Una semana y media más tarde, también al mediodía, mi portero, sin levantar la vista y entre dientes, me dijo: “Tienes en tu buzón una carta certificada de la Seguridad Social”. Había confundido el membrete de la Administración General del Estado con el de la Tesorería General de la Seguridad Social, pero ya yo sabía de qué se trataba. Tomé el sobre y no lo abrí en el ascensor, sino frente a la ventana de mi casa y leí, a secas, la retahíla de indicaciones que debía seguir para por fin solicitar mi carné de identidad comunitario, porque, sí, aquella comunicación automáticamente me convertía en pre-europeo, hasta que pagara las tasas correspondientes de papeleo y la primera cuota en la tesorería, que entonces me facilitaba el estatus de europeo por 365 días. En una oficina de la Seguridad Social cercana a mi casa, la funcionaria que me atendió me preguntó que para cuándo quería comenzar el alta.
-Ahora mismo-, le dije.
Entonces me especificó que se trataba de saber la fecha en la que yo comenzaría a trabajar. No pude evitarlo, y sé que ella no tenía culpa de nada, pero me salió sabroso, como diría mi padre, me salió de mi alma buena y tranquila:
-...Es que yo trabajo hace cuatro años-.
Y se produjo silencio, un silencio administrativo toda vez que yo tenía delante a una funcionaria del estado, pero fue un silencio con vergüenza de ambas partes.
Mientras la mujer rellenaba la resolución TA.1/2 en el ordenador, me entretuve pensando en otro posible relato fantástico en el que un inspector del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales visitaba por sorpresa a un empleador doméstico que tenía contratado como mayordomo a un joven marroquí, para comprobar la autenticidad del convenio presentado por servicio discontinuo del emigrante. El funcionario observó los instrumentos de trabajo (una escoba, el mocho de la limpieza, un deshollinador de plumas de pavo real, un cubo y dos atomizadores desinfectantes), luego se estiró en plancha a ras de suelo, se levantó y pasó la yema de un dedo por encima del aparador.
-¿Qué días viene su empleado a trabajar?- preguntó al empleador
-Martes y jueves- respondió éste.
-Pues dígale de parte de la Administración General del Estado que deja polvo, ¿porque es cierto que viene, no?
Verano 2005
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