lunes, 25 de junio de 2007

Ítaca es tan tuya como quieras

Quizá fui yo el promotor de su viaje, o quizá el factor desencadenante. No lo sé con seguridad porque ella no me lo dijo; sólo me anunció que vuela en breve a La Habana. Yo acabo de regresar de allí.
Me quedé pensando en lo nerviosa que está, en lo excitada que la vi y en el brillo de sus ojos al hablar de sus seres queridos con nombres y apellidos, con direcciones que la esperan, con el sueño de volver a caminar por la orilla de la playa que todos llamábamos así, pero que no es más que un rincón rocoso alisado por las manos y los pies de los bañistas. ¡Con tantas arenas que hay en Cuba tenemos que soñar con esa explanada salvaje a la que nombramos playa, en los arrecifes de Miramar! ¿Será porque entre las calles 14 y 16
dejamos literalmente la piel, achicharrándonos como lagartijas mientras soñábamos con marcharnos del país? ¿Será porque ese fragmento de mar no sale en ninguna de las guías turísticas y, sin embargo, es el sitio más nombrado, más plural, entre tres o cuatro generaciones de habaneros? ¿Será que añoramos volver al sitio donde enamoramos y planeamos un sinfín de reuniones nocturnas, donde escuchábamos más libres que nunca la frecuencia modulada, con las emisoras de Miami que se encargaban de nuestra música?¿Es posible que queramos revivir nuestros sueños en inglés, la sintonía borrosa, el estéreo en un bombillito rojo, el compás de esos años 80 que nos obligaban a transgredir las leyes muy a nuestro gusto?
Recuerdo cuando ella me dijo, en Barcelona, hace unos seis años, que no volvería jamás. Los absolutismos son traicioneros. Yo también, si no lo dije, lo pensé alguna vez, por la sencilla razón de que tenía que ser coherente con la decisión de marcharme del país, y además porque aún hoy me niego a dejarle el dinero de mi trabajo a un gobierno que nos traicionó a todos. Y volví, hace unos días que volví. Lo hice por fuerza mayor, aunque el saldo de la operación bien valía la pena. Comprendí, mi querida amiga, que ni los paisajes ni la playa a la que íbamos ni estos árboles que te regalo más abajo, son de alguien en particular. Y sí forman parte de nuestros sueños. Solamente por esos árboles vale la pena regresar. Yo me había olvidado de la sombra que dan en el corazón de la ciudad, con una diferencia de siete u ocho grados de temperatura con respecto al pleno sol. Los viví, los toqué, y mi mujer los retrató para ti, para que los busques en cuanto llegues y valores aún más esa maravilla de ciudad que tenemos. Paséate por aquel descampado que llamábamos playa y verás aún a ese salvavidas que nombrábamos El Loco, canoso, curtido como un agricultor, desolado como está. Sigue allí con un bañador roto por el salitre. El te dirá que ya no queda casi nadie.
Ya no hay radios ni grupos sociales, mi querida amiga. Queda él con cuatro más de la vieja guardia, resignados. Es triste el panorama, pero no te lo pierdas. Recuerda también que ha pasado el tiempo, que las fuentes orales tienden a desaparecer y que los accidentes geográficos las sobreviven. Sobre esta perspectiva te invito a que vuelvas por tus lugares y no le tengas miedo a que se estruje el corazón. Como bien me comunicaste este domingo en La Barceloneta, justamente en la playa de esta ciudad donde nos reencontramos, algo te dijo que debías volver. Es saludable regalarle al alma el tacto y el olor de nuestros lugares. La nostalgia no tiene cura. No luches contra ella. Vuela. Nos reuniremos de retorno para seguir hablando de lo mismo.

Junio 2007

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