Un final elucubrado para este recuento hubiera sido un viaje definitivo a Huelva. Me había imaginado que, tras recibir el permiso de residencia y trabajo, mi currículum llegó por Internet hasta la redacción del periódico local y allí me contrataron para la sección de sucesos, aunque lo mío siempre fue el sector cultural. Era un destino dudoso pues se trataba de asentarme en el otro extremo del país, y no solo en el sentido geográfico, sino idiosincrásicamente también. Era como hacer el viaje al revés, de Barcelona a Andalucía, en pos de un futuro mejor. Aquí en Barcelona, creo que en la zona de Sant Adrià de Besòs, inauguraron no hace mucho un museo a la emigración cuyo titular en el periódico me hizo sentir integrado y reconocido socialmente. Pero no, no se trataba de la emigración internacional, sino de la emigración intra-peninsular que tuvo carácter masivo después de la guerra civil, mayormente protagonizada por obreros y amas de casa andaluces que dejaron su tierra para sembrar el porvenir catalán. O sea, cuando estos andaluces ya andaban por su tercera generación, yo me iniciaba en desplazamientos, búsquedas, tanteos, experimentos terrenales motivados por la localización instintiva de un lugar mío en el espacio. Hay que decir la verdad: nada me ataba a Barcelona, ni siquiera su privilegiado trazado urbanístico, ni su seductora arquitectura, ni su capricho placentero de hacerte vivir entre el mar y la montaña.
Siempre pensé que la vida me estaba preparando en Barcelona para luego soltarme en el lugar menos imaginado, para que madurara en una ciudad cosmopolita haciéndome la boca agua, para que a la larga supiera disfrutar conmigo mismo cualesquiera de los ambientes que se me presentaran en el camino, sin la posibilidad del contraste. Quizá por esa razón no me lo pensé mucho cuando marché a Asturias, también de extremo a extremo, en cuestiones climáticas, lo que aquella exploración, que pudo haber sido definitiva, duró solo una semana. Me gustaba decir, por expresar algo rápido, que tenía una relación amor/odio con Barcelona. Este argumento era, por supuesto, superficial. Lo de imaginarme terminando los días de mi vida en Huelva, no obstante, tenía su fundamento. En una época pasada me comunicaba casi a diario con una chica de allí. Era una rubia de pelo lacio y labios carnosos, de ojos grandes y almendrados, color café. Medía aproximadamente un metro y sesenta y cinco centímetros y lucía un busto exuberante, sin injertos de silicona, según me había dicho. La conversación era bastante elemental, lo cual me servía perfectamente para desconectar de todos mis tormentos. Solo me daba miedo que, siendo charcutera, debía manejar perfectamente los cuchillos y cada día la televisión daba más noticias de apuñalamientos domésticos, incluso de mujer a hombre. Pero había que arriesgarse. Un destino siempre está marcado por un puesto de trabajo o por una mujer. O por asuntos políticos, pero esas son palabras mayores. Así que me hacía ilusión, mientras nos escribíamos por Internet, pensar en que quizá podíamos enamorarnos poco a poco. Yo le mostraría primero Barcelona, en una visita de familiarización, para la cual ya teníamos una fecha tentativa de acuerdo con los vuelos baratos que se consiguen on line. Y más tarde, como ella no dejaría a su familia ni a su hijo pequeño, yo intentaría buscar empleo en Huelva y me marcharía definitivamente. Encontraría, ya está dicho, una plaza en el periódico, cuidaría a su hijo como si fuera mío, y una vez al mes iría a
Palos para viajar en el tiempo imaginando al Almirante cuando zarpaba hacia las supuestas Indias. Lógicamente, iría al Rocío, promesa mediante para conservar buena salud, para mí y para toda mi nueva familia. La chica de Internet, a quien no había visto jamás personalmente, se llamaba María del Mar. Sus dos nombres me encantaban. El primero porque es el de mi madre, y el segundo, supongo, por mi condición de isleño. Ya digo: no creo que tuviéramos una magnífica relación intelectual, pero a juzgar por la manera en que se desnudaba delante de la web-cam, me parecía que podíamos lograr muy buenos momentos de placer. Sin dudas, el hecho de dejarte llevar por el erotismo de una carnicera que se desnudaba para mí todos los días, cuando iba a comer a su casa a media tarde, me daba una sensación de libertad extraordinaria. Me marcaba un derrotero, algo que siempre he necesitado para emprender grandes giros personales. Quiero decir: funciono mejor por encargos que por iniciativa propia. Supuse que podía ser un buen final para dejar de escribir estas crónicas.
María del Mar y yo nos distanciamos porque un día me di cuenta de que la comunicación virtual me estaba enajenando en mi apartamento de Barcelona. Porque, aunque parezca mentira, de vez en cuando soy un ser objetivo.
El verdadero final, una vez que tuviera mi permiso de residencia y trabajo, estaba demasiado lejos de mis ilusiones. Pocos días antes de recoger mi nuevo carné de identidad comunitario, me presenté a una convocatoria que encontré en La Vanguardia, algo muy parecido a lo que ahora se llama popularmente un casting. Era para trabajar en una oficina de administradores de fincas, lo que, traducido a un lenguaje más formal, también se denomina gestión inmobiliaria. No pedían hablar fluidamente el catalán ni poseer licencia de conducción automovilística. Algo en mí les gustó. De más estará decir que no fue mi perfil profesional. Esto, dicho así de pasada, parece un cuento de hadas. Sin embargo, es la pura realidad, el colofón que nunca hubiera querido ni imaginado escribir. Pero aquí estoy hace dos semanas, en el mundo del papeleo español, entre cheques, facturas y pagarés, inserto en el boom inmobiliario que lleva de la mano a todo el país, coordinando juntas de comunidades de vecinos, archivando derramas y tramitando devoluciones de fianzas. Acabo de regresar de mi oficina con el carné de identidad en la billetera. Hoy, coincidentemente, es el solsticio de verano, el día más largo del año. Mi tarjeta de identidad española aclara perfectamente que se trata de un permiso de residencia y trabajo por un año. Pone mi dirección de la calle Provenza, mi lugar de nacimiento, mi foto monocromática. También por pura casualidad, soy de los primeros en recibir la nueva versión del documento de identidad nacional para extranjeros, en cuyo diseño incluye un sello holográfico del distintivo de la comunidad europea. Veo un dibujo en el extremo superior izquierdo que parece el mapa de Europa, y se lo comento a Anna. Anna me dice que es el dibujo de un toro. Me muero de risa. Ella siempre con su sentido del humor a punto. Siempre me ha perecido bastante infantil que la gente coloque una pegatina con un toro en su automóvil para distinguirse como español, o un burro autóctono, por el contrario, para significarse como catalán. He visto, incluso, una pegatina en la que aparece un burro catalán montándose alegremente a un toro. Anna insiste con una lupa en la mano. ¡No lo puedo creer!
Lo más probable es que, pasado el tiempo, esto será rutinario, pero acabo de enterarme de que, todo aquel que logre obtener un permiso de residencia temporal en este país, en lo adelante llevará un toro en el bolsillo.
Verano 2005
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