Por razones de seguridad, no le avisé a casi nadie que iba a La Habana de visita. Las circunstancias en las que regresaba después de seis años eran absolutamente delicadas y no podía jugarme el viaje, porque la muerte reciente de mi padre fue lo que me obligó a retornar y, de paso, a ver aquello. Luego de actualizar mi pasaporte, pasar por los temibles momentos de dudas, de temores, atravesar la frontera me suponía volver a los días del miedo. La paranoia se disparó en las horas previas a viajar; mi mujer me dio el bálsamo necesario para poder llegar a la isla, con ella de la mano. No era yo quien la llevaba a un lugar desconocido –que, en efecto, así era-, sino ella la que me conducía por el túnel interminable de los controles del aeropuerto José Martí. Llevábamos un ordenador portátil, una memoria flash, nada de libros prohibidos y un plan bien concreto de cómo debíamos entrar: separados, por filas diferentes, ella con la dirección de un hotel y yo con dos o tres monosílabos en la boca, los básicos. El cuento es más largo. Solo me gustaría adelantar el temido encuentro con el agente de emigración en el aeropuerto. Aunque uno tenga el pasaporte en regla, siempre teme. Es terrible entrar con miedo al país donde uno nació y vivió hasta hace poco. El hecho de escribir estas mismas páginas es un riesgo importante a la hora de optar por un retorno de pocos días. Se pudiera decir que mi mujer y yo viajamos expresamente al Cementerio de Colón, aunque es ineludible reunirse con los mejores amigos que siguen en la isla.
Estamos de vuelta a Barcelona sin problemas. El problema lo tiene uno metido adentro, eso lo pude comprobar, y por algo será. También, como medida cautelar, retiré de este blog una carta que escribí cuando se anunció la grave enfermedad de Fidel Castro. Hoy, de vuelta a casa, la repongo, debajo del diálogo con el suboficial de emigración:
-¿Qué le trae por aquí, Jorge?-, preguntó el militar sin mirarme a los ojos, luego de haber repasado tres veces mi pasaporte y comprobar que todo estaba en orden.
Tuve pocos segundos para responder, tratando de encontrar una oración breve que no lo molestara, pero que conllevara dignidad. Me hubiera gustado preguntarle lo mismo en lugar de una respuesta, teniendo en cuenta que ese “aquí” es el país en el que los dos nacimos. Me mordí la lengua y me salió algo no del todo mal, con el rostro duro como una piedra:
-Vengo al cementerio. Mi padre murió y no lo pude enterrar.
El hombre no levantó la vista jamás. Me invitó a pasar a ese “aquí” cabizbajo.
Junio de 2007
Diverticulitis
Tanto tiempo especulando sobre tu muerte ha traído la fatiga de centenares, de miles, de millones de personas. Solo tu cinismo nos ha salvado de la aberración de pensar cualquier cosa en relación con la muerte, porque no nos gusta esa palabra, menos si es murmurada por obligación. Debo decirte antes que sabemos hablar en voz alta. No te equivoques, donde quiera que estés. La energía que empleamos en ti, en pensarte, en relacionarte con la muerte, la hemos vertido sobre una nación diseminada por el mundo, porque seguimos existiendo, ahora más extensibles; en la Patagonia, por ejemplo, donde un viajero encontró nuestra palabra para sorpresa suya. Allí, como en Helsinki, donde se originó una llamada nuestra hace poco, se reprodujo un ser que rechazaste, el mismo que ha esperado largos años para no tener que levantar la palabra con rencor. En Las Vegas, al margen del mundo lúdico, porque no hemos perdido las perspectivas, a un antiguo soldado tuyo le ha nacido un hijo. Ese hijo no es tuyo, es producto de la espera y no ha escuchado todavía la palabra muerte. No ha nacido en cautiverio. Su padre prefiere no hablarle de ti hasta pasados muchos siglos. La criatura no tiene la culpa de que tu nombre esté asociado inevitablemente a la palabra muerte. Te escribo desde el exilio, por primera vez, pues me ha visitado ayer un antiguo vecino que aún vive en La Habana. Me dejó un mensaje que creo es para ti: “Es mejor que cambiemos de tema”. ¿Qué te parece? La discordia ha llegado a mi casa en el exilio a través del tiempo, a través de los océanos. Le pedí a este antiguo vecino que se marchara, porque cambiar de tema en estos momentos significaría obviar tu deceso. Los que nos marchamos y los que no, sentimos la necesidad hoy día de referirte en pasado, aunque dicen los periódicos de acá que todavía agonizas, conectado como estás a una bolsa de basura.Hablo en nombre de millones de gentes, de todos los que elucubramos tu final y jamás imaginamos que sería esa palabra: Diverticulitis. Ahí está la clave. Una inflamación del intestino grueso desencadenaría tu final. Como eres tan autosuficiente determinaste la alternativa quirúrgica que más te convino, no la más eficaz. Y te suicidaste. Te auto aniquilaste de la manera más grosera, quizá para despistarnos a última hora. Te envenenaste con tus propias heces fecales. Es una metáfora. Nos la regalaste en tu afán de lucir guapo, aunque tuvieras las barbas raídas. Todo lo que nos has escamoteado cobra vigencia en cualquier parte del mundo y en cualquier tiempo de este mundo. Tú lo quisiste así. Intentamos negociar un final para ti menos descompuesto, pero tu terquedad pudo más que la lógica. Es una lástima que nos coartaras medio siglo de humanidad, porque no hacen falta tantos años para desenmascarar a un dictador.Ahora te dejo de una vez. Mi mujer me llama para cenar. Ojalá pronto podamos olvidarte.
Enero de 2007
1 comentario:
He vivido la experiencia... y es terrible!
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