viernes, 14 de septiembre de 2007

Días de radio (Con permiso de Woody Allen)


El sueño que más atormentó a mi padre fue el de sentarse ante una mesa de controles de un programa de radio. Además de la meteorología, en la que se realizaba cada año desde su puesto de observación, su voz le permitió el Don de la comunicación en el sentido más amplio de la palabra, desde las conquistas de ninfas a lo largo de su vida, hasta el servicio voluntario de predicador en el que se volcó con sus hijos para poder hablarnos desde lo más profundo de su alma, sin proselitismos y con un poder de convencimiento total, al menos de seducción, si acaso alguna vez no nos pudo persuadir.
Tenía un timbre vocal no tan grave, pero sí lo necesariamente varonil para marcar pautas en sus discursos, cuyos contenidos se movieron en puntos tan extremos como la ingenuidad y la religión aplicada. Desde que se inventó el teléfono, las muchachas que estaban en proyecto de vida soñaban con llamarlo o cruzar las líneas para un encuentro incidental. Se derretían junto al aparato absorbiendo la miel que mi padre regalaba sin esperar nada a cambio, envuelta en aquel hálito de encantador de serpientes que siempre le acompañó. Su manera de darse a la postre se convirtió en un canal de facilitación social, al que se apuntaron los muchachos recién graduados que llegaban como becarios, sin distinguir géneros, primeramente en su oficina del Banco Nacional de Cuba y luego en su despacho del Vedado, o sea, en su propia casa.
Muchos lo buscaban incluso a deshora para desahogarse. Y de eso fui un testigo sin celos. Mi padre era el perfecto ser de la escucha que se transformaba en la voz de la ilusión, porque todos necesitamos hablar con alguien, y si es posible que ese oído nos hable.
Según recuerdo, nadie lo impulsó a soñar con la radio, sino él mismo intuyó que su voz era el instrumento perfecto para realizarse. Cuando se jubiló, entre los bandazos desesperados que hizo, llegó a las puertas de Radio Reloj para colocarse de locutor. No me consta esto; solo que él me lo dijo. En esa emisora, que es la única de su tipo en el mundo –un reloj locuaz con un alma conductora las 24 horas del día-, le hicieron una prueba de micrófono y la examinadora sucumbió ante la voz de mi padre. Otra vez la vida le jugaba una mala pasada, porque no se trataba de una conquista femenina, sino de sus sueños. Tengo entendido que lo mandaron a esperar una llamada en su casa. Mientras tanto, se montó un cuarto de máquinas de sonido en una habitación de su apartamento, en el que entraron, con grandes esfuerzos monetarios, dos lectores de discos compactos, su plato fonográfico de toda la vida, con la aguja de diamante desgastada; un reproductor de cintas magnetofónicas de formato doméstico, y una planta de radio/aficionado que transmitía en onda corta, para la que tuvo que sacarse un carné de operador y aprender el código morse.
En su laboratorio, donde soñaba en modo silente mientras construía, además, lámparas rudimentarias estilo art noveau, logró sacar adelante un amplificador de sonido, hecho artesanalmente a finales del siglo XX. El amplificador tenía lo básico: dos bombillos 6L6, uno pequeño 12X7, y el gigante y más conocido 5U4, de cuya pronunciación derivó el nombre de una agrupación de pop nacional protagonizada por músicos invidentes.
Sus altavoces fueron finalmente un compendio de fabricantes, de los llamados países amigos, o sea, el campo socialista, y la tecnología japonesa que comenzó a venderse en la isla con precios prohibitivos entrados los años 90. Se las arregló elegantemente para que no se vieran los cables, dedicándole a este particular jornadas largas de varias horas diarias, siempre con el cartelito en la entrada de Don’t disturb. Mi padre adoraba el bilingüismo tropical heredado del baseball y de los electrodomésticos norteamericanos y automóviles que todavía hoy tenemos en la mente y en el alma. Cuando crecí y, por casualidades de la vida, me hice un hombre de radio, me dio un abrazo que casi me parte las costillas, y me dijo que lo intentaría, pero escuchar mi programa iba en contra de sus horarios posibles. Alguien me dijo que los grababa para oírme con su virtud de transfigurar los espacios y los tiempos. A partir de ese momento, también por otras razones que no estaban en antena, comenzó a llamarme George.
Mi padre coleccionaba discos de jazz, de acetato, y enseñaba uno muy curioso que era un long play de 33 revoluciones por minutos, en el que se escuchaba todo el tiempo las conversaciones de un taxista de Nueva York con sus pasajeros. Aunque su gran joya era el, también largo, registro de la voz de un comentarista de las carreras de Indianápolis. Mientras esperaba la llamada de Radio Reloj, se llenaba el pecho de ilusión escuchando el scratch de sus vinilos, haciendo ruido con la planta –preparándose para acciones de salvamento en una utópica catástrofe internacional-, y pegando scotch tape en la superficie de las bocinas que se iban rajando con el tiempo y sus sobresaltos. Mi padre tenia su mundo últimamente compartido entre su laboratorio de electroacústica y las consultas espirituales a sus amigos, casi todos ex compañeros de trabajo en el banco. Al llegar la era inalámbrica se fascinó con las posibilidades técnicas de su hobbie ,y con sus potencialidades humanas, las propias, que por alguna razón no genética me fueron traspasadas. Heredé sus sueños; o, mejor dicho, su manera de soñar. Yo entré a la radio, conduje un programa diario de tres horas y manejé los controles de una mesa de emisiones por azar, no porque lo buscara. Hubo unos años que pasaron volando en los que nos complementamos radiofónicamente porque, cada vez que pinchaba un botón y presentaba un título en inglés, las acciones se las dedicaba con el pensamiento, y él se veía realizado en mí escuchando las grabaciones, realizando su programa al aire de un jubilado tempranero, que jamás se despertó después de las ocho de la mañana. Nos comunicábamos en tiempo virtual y lo hacíamos desde la más profunda sintonía espiritual. Yo dejé colgado mi programa porque tenía que emigrar, en pos de una segunda naturaleza, desconocida y mucho más atrevida que la aventura de mi padre con la radio.
Mi padre se quedó esperando la llamada de Radio Reloj y un micrófono inalámbrico, así como unos audífonos profesionales que le prometí desde la distancia.
Hay todavía muchas herramientas de trabajo que están de camino hacia el máster, como le gustaba nombrar a ese espacio íntimo que son las cabinas de transmisiones.


Verano 2007

5 comentarios:

Skapada Blog dijo...

Hola Jorge,

He leido de un tirón el relato y me ha conmovido la cercanía que mantenemos en la distancia con nuestros viejos. El exilio (o emigración, según sea el caso) es del carajo, te hace fijarte en esos detalles que nunca tomaste en cuenta y que ahora se te vuelven el centro de la vida.
Por aquí estaré leyendo.
Saludos

Jorge Ignacio dijo...

Emigrar es durísimo, y solo se sabe viviéndolo, no mediante la narración de los otros. Si se le quiere llamar nostalgia a estas descargas del alma, pues bienvenida sea la palabra. Aqui, estimado amigo, tienes una puerta abierta de mi mundo interior, que prefiero compartir abiertamente antes que tragarme ese desasosiego que provoca la lejanía. En estos días estuve haciendo prácticas en una radio local, para un posible trabajo, y el recuerdo de mi padre me estuvo persiguiendo día y noche. Gracias por la visita. Un abrazo. Busqué tu blog, pero no lo encontré.

Skapada Blog dijo...

Hola Jorge,

Mi blog lo puedes encontrar aquí: http://www.conexioncubana.net/blogs/yoyo/

Allí hay de todo, pero matizado por la nostalgia.
Espero que te guste.

Saludos

Anónimo dijo...

Tu padre era muy grande, me encanta cuando escribes sobre �l y s� q tienes mucho q deberle, te sigo leyendo con cari�o, besitos, nane.

Anónimo dijo...

Quiero ahora mismo agradecerte la sumatoria de otro suceso, que escribieras Días de radio... Se lo debíamos a nuestro padre. Tenía en la cabeza y el pecho esas cosas por decir, sus inquietudes, sus curiosidades y habilidades. Y ahora lo cumplo, asi de manera vicaria, a traves de tu lente y letra.

Decidí dejar en el escritorio del trabajo su foto en blanco y negro, cuando tenía unos 8 años, con pañoleta oscura, gordito y tanta alegría en los ojos; ese mismo aire que le acompañó. Me regala alegría verle los ojos. Y siempre digo que no la desperdicio. Y siempre dicen los que la ven: cómo se parecen tú y él. coral.