La última vez que hablé con ella fue hace un año y medio, y fue por teléfono. Estaba en Madrid y había llegado allí procedente de Zurich, lo que significa que sobrevoló Barcelona. Me llamó intempestivamente para comunicarme que dos días más tarde estaría aquí, en la Ciudad Condal, en la gran metrópolis donde nos conocimos y donde vivimos juntos seis meses. Se me asustó el corazón con la noticia de su viaje y rápidamente me compré ropa nueva, zapatos nuevos y reservé una mesa en un restaurante de diseño de la calle Enric Granados. Era verano. Nosotros nunca nos habíamos visto en verano. Nos tocó encontrarnos bajo un edredón prácticamente todas las noches de ese semestre en el que yo pensé que me moría de placer. Creí llegar a los últimos instantes de mi vida y no me importaba para nada tocar el fin con mis huesos sobre su piel.
Así pasé ese medio año, entre el edredón y sus poros abiertos de par en par.
Todas las noches, al terminar mi trabajo, viajaba en el último metro para encontrarla con un ropón de dormir azul por encima de las rodillas. Cuando se cansó de esperarme para cenar, me dio las llaves de su casa y me dijo que dispusiera de todo lo que encontrara en la nevera y que la despertara suavemente para hacer el amor. No capté la señal. Le hice caso y seguí tomando el último metro de la noche con destino a la periferia de la ciudad, donde ella vivía en un apartamento minimalista. No sé cómo pude regalarle medio año a una mujer de la que únicamente recuerdo tres frases y un cuerpo ardiente, pero a la que no he podido olvidar. Lo peor es que, de todo ese tiempo de mi vida, no recuerdo nada más.
La primera frase que memorizo es una gran torpeza, porque supongo que haya sido una torpeza:
“Mi madre no te quiere porque tú no tienes dinero”.
Lo que hice fue llorar, francamente. Era la segunda vez que me decían algo semejante en la cara. La anterior ocurrió hace muchos años, cuando yo tenía más o menos 18 y me iba al servicio militar. La novia que tenía entonces, nerviosa, angustiada, me confesó que su mamá quería para ella un estudiante universitario. Y me dejó. Hasta cierto punto encontré lógico que una chica tan atractiva como era aquella no quisiera salir con un recluta. Entonces me resigné y traté de olvidarla, porque otra cosa no podía hacer. Se llamaba Ivón. Todavía la puedo visualizar con su pelo crespo, negro, delgadita, con caderas anchas y los dedos largos. Nunca más la vi.
La segunda frase que todavía oigo pronunciar también es metálica, y salió de su boca suavemente, como solía hablar, con un tono bajo, con una sonrisa espectacular, mojada en saliva color rosa y brillaban sus labios, sin lugar a dudas:
“No quisiera perderte, pero he decidido volver a Zurich porque aquí gano poco dinero”.
La oí pero no la escuché. Estaba ella poniendo kilómetros de por medio. Esa noche, lo recuerdo perfectamente, volví a tomar el metro que cierra las estaciones. Por una parte esto último es una metáfora y por la otra no. Se me acabó el invierno y todo terminó.
¿A qué fui aquella noche? A lo mismo que no debía haber ido antes. Y a algo peor: a alimentar su tercera frase inolvidable.
Cuando ocurrió el terrible atentado a los trenes en Madrid, un 11 de marzo, hace ahora dos años, esa misma mañana yo dormía en su cama. Fue ella quien me dio la noticia por teléfono. Por la noche, cuando nos encontramos bajo su edredón, después de copular como bestias, le escuché decir la tercera que para mí es una mezquindad, porque supongo que haya sido una mezquindad:
“¿Ves? Con el atentado que ha ocurrido hoy tengo una razón más para marcharme de aquí”.
Y no tuve valor para vestirme, ir al cajero y localizar un taxi a esa hora de la madrugada.
Después de que se marchó definitivamente a su Zurich natal, su piel me estuvo persiguiendo largos meses y larguísimas noches. Quinientas noches, como diría el poeta. Pero logré salir de su envoltura por una sencilla razón: yo había sobrevivido a miserias mayores.
Hasta ese día en que me llamó de Madrid diciendo que pasaría por aquí, y me compré ropa nueva de verano, y reservé en un restaurante. Todo eso que hice no fue más que un acto reflejo de lo que me hubiera gustado hacer con una mujer inolvidable, pero ésta que venía no lo era, por mucho que hasta la fecha de hoy en que escribo estas líneas no he podido olvidarla. Y creo que no podré olvidarla mientras yo viva en este país y mientras yo viva en el mundo y cada año tenga un 11 de marzo.
Por fin reaccioné. Tomé el teléfono, también intempestivamente, y la llamé antes de que volara a Barcelona para comunicarle que no quería verla nunca más.
casi primavera de 2006
Así pasé ese medio año, entre el edredón y sus poros abiertos de par en par.
Todas las noches, al terminar mi trabajo, viajaba en el último metro para encontrarla con un ropón de dormir azul por encima de las rodillas. Cuando se cansó de esperarme para cenar, me dio las llaves de su casa y me dijo que dispusiera de todo lo que encontrara en la nevera y que la despertara suavemente para hacer el amor. No capté la señal. Le hice caso y seguí tomando el último metro de la noche con destino a la periferia de la ciudad, donde ella vivía en un apartamento minimalista. No sé cómo pude regalarle medio año a una mujer de la que únicamente recuerdo tres frases y un cuerpo ardiente, pero a la que no he podido olvidar. Lo peor es que, de todo ese tiempo de mi vida, no recuerdo nada más.
La primera frase que memorizo es una gran torpeza, porque supongo que haya sido una torpeza:
“Mi madre no te quiere porque tú no tienes dinero”.
Lo que hice fue llorar, francamente. Era la segunda vez que me decían algo semejante en la cara. La anterior ocurrió hace muchos años, cuando yo tenía más o menos 18 y me iba al servicio militar. La novia que tenía entonces, nerviosa, angustiada, me confesó que su mamá quería para ella un estudiante universitario. Y me dejó. Hasta cierto punto encontré lógico que una chica tan atractiva como era aquella no quisiera salir con un recluta. Entonces me resigné y traté de olvidarla, porque otra cosa no podía hacer. Se llamaba Ivón. Todavía la puedo visualizar con su pelo crespo, negro, delgadita, con caderas anchas y los dedos largos. Nunca más la vi.
La segunda frase que todavía oigo pronunciar también es metálica, y salió de su boca suavemente, como solía hablar, con un tono bajo, con una sonrisa espectacular, mojada en saliva color rosa y brillaban sus labios, sin lugar a dudas:
“No quisiera perderte, pero he decidido volver a Zurich porque aquí gano poco dinero”.
La oí pero no la escuché. Estaba ella poniendo kilómetros de por medio. Esa noche, lo recuerdo perfectamente, volví a tomar el metro que cierra las estaciones. Por una parte esto último es una metáfora y por la otra no. Se me acabó el invierno y todo terminó.
¿A qué fui aquella noche? A lo mismo que no debía haber ido antes. Y a algo peor: a alimentar su tercera frase inolvidable.
Cuando ocurrió el terrible atentado a los trenes en Madrid, un 11 de marzo, hace ahora dos años, esa misma mañana yo dormía en su cama. Fue ella quien me dio la noticia por teléfono. Por la noche, cuando nos encontramos bajo su edredón, después de copular como bestias, le escuché decir la tercera que para mí es una mezquindad, porque supongo que haya sido una mezquindad:
“¿Ves? Con el atentado que ha ocurrido hoy tengo una razón más para marcharme de aquí”.
Y no tuve valor para vestirme, ir al cajero y localizar un taxi a esa hora de la madrugada.
Después de que se marchó definitivamente a su Zurich natal, su piel me estuvo persiguiendo largos meses y larguísimas noches. Quinientas noches, como diría el poeta. Pero logré salir de su envoltura por una sencilla razón: yo había sobrevivido a miserias mayores.
Hasta ese día en que me llamó de Madrid diciendo que pasaría por aquí, y me compré ropa nueva de verano, y reservé en un restaurante. Todo eso que hice no fue más que un acto reflejo de lo que me hubiera gustado hacer con una mujer inolvidable, pero ésta que venía no lo era, por mucho que hasta la fecha de hoy en que escribo estas líneas no he podido olvidarla. Y creo que no podré olvidarla mientras yo viva en este país y mientras yo viva en el mundo y cada año tenga un 11 de marzo.
Por fin reaccioné. Tomé el teléfono, también intempestivamente, y la llamé antes de que volara a Barcelona para comunicarle que no quería verla nunca más.
casi primavera de 2006
7 comentarios:
Me pregunto cómo harás para encajar todas estas historias en un libro.
Un saludo,
Ivis.
Es difícil cortar de raiz, despedirse del pasado, pero a veces no queda otro remedio
Sería un libro magnífico que no compraría nadie. Todos los gilipollas de este mundo estarían en la cola de al lado comprando las últimas aventuras de Harry Potter, el Código de Da Vinci o uno de autoayuda con un título así: "Como sentirse feliz y realizado subiendo la autoestima y bajando el colesterol"
También el poeta dice: "en Comala aprendi, que al lugar donde fuiste feliz, no debieras tratar de volver"
El yoyo, blogosférico como este que escribe aquí, me recomendó armar un librito con Lulú.com. Lo estuve mirando con mi mujer, que es diseñadora, y ya casi lo tenemos. tendrá otro orden cronológico, progresivo, y será más homogéneo que este blog. Sale gratis, pero uno tiene que trabajarlo en casa, y luego venderlo on line, y lo envían impreso (de lo más bonito) a donde uno diga. Este proyecto es más coherente con el propio contenido del libro, que es el camino alernativo cuando la vida se complica un poco. Gracias y abrazos a todos. Estoy trabajando casi todo el día y buscaré un time para escribir correos personalizados a todos mis amigos. Suerte.
Precioso relato, Jorge.
Sí, jorge ya yo probé esa vía y es factible, me hice mi propio libro en Lulu. La parte difícil es la de la comercialización, pero no he llegado a es etapa aún. Era un libro de poesías que escribí para una muchacha. Imprimí un solo ejemplar y se lo envié a ella, que se puso de lo más contenta. En resumen, que es posible.
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