miércoles, 27 de junio de 2007

Volando con gallos



El único lugar más o menos cercano de La Habana donde podíamos estar tranquilos y bañarnos en la playa era Varadero. Hasta allí nos fuimos con la ilusión de encontrar un alojamiento en una casa particular, pues nos manteníamos firme con la idea de no pagarle un céntimo al gobierno (cosa bastante difícil toda vez que la gran mayoría de los servicios los controla el Estado). Llegamos en el primer bus de la mañana, a la península del mar azul transparente, en donde nos regalaríamos dos o tres días enteros, sin agenda y sin teléfonos timbrando. Comenzamos a buscar una habitación en una casa a orillas del mar, sitio que yo había visitado alguna vez dentro de un grupo de amigos que asistían a una boda. Yo recordaba perfectamente la ubicación, así que tomamos un taxi y nos plantamos en la misma puerta del inmueble de piedra, privilegiado caserón con terraza metida en la arena, dos plantas, espacioso, retirado de las calles principales. Pregunté por el nombre de los dueños -hacía unos diez años de la boda- a una muchacha de unos 36 años. Era ella. Me identifiqué y nos invitó a pasar a la terraza. Pregunté si habían tenido hijos. Respondió que dos. Y fue la misma casera la que comenzó el tema, negando toda posibilidad de quedarnos allí. Nos delataba una maleta con ruedas. Diez minutos más tarde estábamos en medio de la calle principal enterados de que los particulares no pueden alquilar habitaciones a extranjeros. La muchacha de la boda, que ya no se veía tan reluciente, fue una pésima anfitriona. Nos trató con prisa, con desasosiego, no nos brindó un vaso con agua, ni una idea siquiera. Fue seca, inhóspita. Entre las cosas que dijo me quedé con la más asombrosa, aun sabiendo antes de hasta donde es capaz de llegar un régimen totalitario, tan bien reflejado en el filme alemán La vida de los otros. A ese matrimonio los espiaban mediante una cámara de video instalada en un poste de teléfono. Me costó creerlo. Incluso no sé hasta qué punto se lo inventó la otrora novia. Pero me aseguró que una caja metálica cuadrada era la cámara. Yo me involucro y me lo creo todo. Mi mujer no, supongo porque ha nacido en la España de la democracia y le cuesta aceptar ciertos absurdos. Mi mujer no abrió la boca en los escasos diez minutos que estuvimos allí solo para preguntarle a la chica:
-¿O sea, que tú no puedes tener en tu casa a quien te dé la gana?
Se hizo silencio. Comprendimos que debíamos marcharnos.
A mí me vino un lío en la cabeza porque no quería dejar sin playa a mi mujer y me traicionaría si entrara a un hotel.
-No pasa nada, guapo-, intentó sonreír mi mujer, quien es una de las personas que más adoran el mar en este planeta.-Cogemos el autocar de regreso que sale dentro de una hora, y aquí no ha sucedido nada.
-Si entramos ahí- dije señalando un hotel- no significaría claudicar. Necesitamos un descanso. Encerramos entre paréntesis nuestros principios y basta-, interpuse entregando mi alma completa a quien me ama y me entiende, pues sería muy egoísta de mi parte que nos volviéramos a La Habana después de haber visto ese mar tan cerca. A mí no me seducía en lo más mínimo el Caribe, o, mejor, algo sí, pero ya lo había probado.
-Acepto. Volaremos por encima de todo. De paso liquidamos estos papelitos convertibles que parecen bonos de jugar al Monopolio.
(Mi mujer se refería a una de las monedas cubanas que tiene contravalor con el dólar o el euro).
Solicité una habitación de matrimonio, en la recepción de un hotel. La encargada, al sentir mi acento, me pidió el pasaporte. Lo estuvo hojeando como si encarnara a un oficial de frontera. Cuando terminó de mirarlo nos dijo:
-¿Traen el certificado de matrimonio?
-No- respondimos a dúo.
-Lo siento, pero no pueden hospedarse. El –señalándome- no tiene Permiso de Residencia en el Exterior. Si al menos estuvieran casados se podría hacer algo.
Nos quedamos en blanco. El factor sorpresa nos golpeó. Habíamos transgredido nuestros principios y encima nos negaban la entrada al último lugar donde hubiéramos pisado. Supongo que sentimos la necesidad de enarbolar nuestra dignidad sin presentar un escándalo. ¿Pero cómo? No les interesaba nuestro dinero, eran capaces de rechazarnos en un hotel vacío. No había turistas en Varadero. Eso lo pudimos comprobar nada más llegar a la estación de autobuses. Estábamos nuevamente frente al absurdo, con la soberbia de aquella recepcionista tocándonos las narices. Aún no entendíamos si la chica quería un soborno o venganza. ¿De quién se estaba vengando?¿De mí?¿Y por qué? No tardé mucho en darme cuenta de que el Estado, a través de una amargada recepcionista, me estaba informando de mi castigo por haberme marchado del país y no entrar en contubernios con el Poder. Lo aprendí in situ, tristemente, pero lo aprendí bien, con decencia, sin escándalo. Mi mujer se desmarcó de toda historia de la mal llamada Revolución Cubana, se irguió en una de sus frases redondas, aunque recibió a cambio el ramalazo del totalitarismo, que había quedado sin argumentos:
-¡Nosotros estamos casados –mintió-, pero a nadie se le ocurre que uno tenga que viajar con el certificado de matrimonio para hospedarse en un hotel!
-Cada país tiene sus leyes- finalizó la recepcionista, groseramente.
Salimos a la primera avenida y tiramos hacia la estación de autobuses. El próximo, en efecto, no salía hasta dentro de una hora. El sol quemaba sobremanera. Arrastramos la maletas de ruedas en medio de un silencio más que doloroso. Los taxis nos tocaban el claxon constantemente. Yo estaba al reventar y tuve que relativizar más que nunca las cosas de la vida. Mi mujer no aguantó más y rompió a llorar.Nos sucedieron muchos abordajes en el transcurso de la hora que nos quedaba para tomar el ómnibus de vuelta a la capital, desde gente que nos ofrecía puros, hasta un disparatado que se nos acercó para preguntarnos que si éramos rusos. Después de consolar a mi mujer en plena vía pública, intenté darle la vuelta a la situación con la propuesta de entrar al próximo hotel que viéramos y hacernos los despistados para vacilar a la recepcionista, para crearle sentido de culpa, porque a mi mujer se le ocurrió que entraría como una embarazada, a ver la cara que pondrían. Nos sentamos antes a merendar algo, más animados. De pronto llamé a la camarera de la cafetería:
-Perdóname el atrevimiento –dije-, pero tenemos un serio problema. Donde se puede alojar mi mujer no me dejan a mí, y viceversa…Tendremos que dormir en la calle.
-Enseguida vuelvo-, me respondió con diligencia.
Al cabo de quince minutos estábamos instalándonos en una magnífica habitación de la casa familiar de la camarera, quien se arriesgó a alquilarnos dos noches por un poco más de lo que habitualmente se cobra. Allí descansamos y tomamos el café cada día en una terraza austera, limpia. Nos supo a poco el tiempo. El lugar era seguro, y la familia se encargó de abrigar nuestros desbordados sentimientos. El hombre de la casa estaba muy bien informado de la política española. Había localizado un rincón de la terraza en el que las ondas cortas de radiofrecuencias se escuchaban con nitidez. Parecía un espía benigno –si es que algún espía puede ser así- que sustraía la información del éter con orgullo, nocturnidad, soberanía y valor. Nos cambiaron las sábanas, las toallas, nos cuidaron de la prisa y también de los mosquitos. Yo le dije al hombre de la casa, fundido en un abrazo, que no volvería más a Cuba. El sintió vergüenza ajena. No fue mi intención maltratarlo. Supongo que descargué en él el dolor producido por este episodio penoso. A decir verdad, apenas pudimos dormir por las noches, porque la familia tenía cuatro o cinco gallos alterados, supongo que por culpa del raro comportamiento climático global. Los gallos tenían el horario de Europa. Cuando digo que descansamos me refiero al alma. Gente sencilla, cariñosa, limpia, dispuesta a quedar para siempre en la memoria y en una foto de grupo.


Junio 2007


9 comentarios:

Anónimo dijo...

Agridulces fueron esos momentos, pero aún así los repetiría, sin lugar adudas, contigo. No fue fácil. Fueron momentos duros, mucho más intensos de lo que se pueda llegar a explicar. Mi amor, hoy todabía no se como agraderte la entereza, la complaciencia, la gratitud, la paciencia que me demostraste en ese viaje y día a día en nuestra vida en común.

Te amo

Anónimo dijo...

No regreses. La vida te premio con esa mujer que te adora y ademas escribes muy bien. Felicitaciones, paisano. Varadero, al estar en el norte, no da al Mar Caribe, solo la costa sur de Cuba.
cubano que te lee

Jorge Ignacio dijo...

No regresaré, eso lo tengo claro, por mucho que me duela no ver a la gente que quiero y vive en la isla. Gracias, paisano, por la aclaración que me haces y por leer el blog. Varadero se vende como Caribe desde Europa, por ahí debe venir el error, algo que me complace y es tener la mente más en el lugar donde vivo, porque es saludable. Supongo que técnicamente Varadero sea Atlántico, pero...
Un abrazo:
Jorge

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Me has hecho llorar, cabrón.

Esa partecita de la isla me toca muy cerca.

Dile a tu mujer que el sólo hecho de que la muchacha estuviera paranoica prueba que lo de la cámara pudiera ser verdad.

Saludos

Tomás

Jorge Ignacio dijo...

Lo más triste de lo que escribí, amigo Tomás, es que es cierto todo. Me dio mucha pena con la muchacha de la casa de la playa, ver en lo que han quedado. Recuerdo que cuando los conocí, el día de la boda, eran gente "poderosa" y hasta petulante. Ahora encontré una casa sitiada y gente paranoica defendiendo con hastío "su" parcela. Me recuerda mucho el filme "Los sobrevivientes". Un abrazo, amigo.
Jorge

Jorge Ignacio dijo...

Lo más triste de lo que escribí, amigo Tomás, es que es cierto todo. Me dio mucha pena con la muchacha de la casa de la playa, ver en lo que han quedado. Recuerdo que cuando los conocí, el día de la boda, eran gente "poderosa" y hasta petulante. Ahora encontré una casa sitiada y gente paranoica defendiendo con hastío "su" parcela. Me recuerda mucho el filme "Los sobrevivientes". Un abrazo, amigo.
Jorge

Anónimo dijo...

…cuando a Varadero llegue había una frontera, con gendarmería, garita y pasaporte. Yo la última vez que anduve por esta tierra esto todavía era Cuba mí consorte…
Esto lo cantaba Frank y es la pura verdad.
Es una pena ver como la gente se vuelve paranoica y el miedo se apodera de ellos. Lo bueno de la experiencia es el saber que todavía quedan familias (espías benignos) en nuestra tierra que no temen y viven sabiendo que el mundo es otra historia y no lo que les cuentan y nos contaban a nosotros. Las leyes en Cuba cada vez son más absurdas e indignantes… y me callo que todavía quiero ir.
Recuerda que en Sevilla se les quiere. UN ABRAZO A LOS DOS

Anónimo dijo...

Es impresionante lo que dices pero claramente buena parte de lo que cuentas tiene que ser necesariamente ficción, porque, querido jorge, NO ES CIERTO QUE A ESA PAREJA LOS ESPIEN CON CÁMARAS. No te tires con esos cuentos que los que vivimos en Cuba el día día sabemos de muchas dificultades pero no aceptamos tamaña grosería.
Me llamo Lila y vivo en cuba pero no tengo cuenta google ni tuve paciencia para la opción Nombre/URL

Jorge Ignacio dijo...

Lila: me voy a situar en tu plano porque sigo siendo cubano y lo seré hasta el final de mis días, y, además, de cierta manera vivo donde mismo vives tú:
Creo que, en efecto, esa pareja lo que tiene es paranoia, que el gobierno cubano no se gaste el dinero en espiarla con una cámara porque sería tonto teniendo otros recuersos más baratos como la delación de la gente que siempre está mirando la vida de los otros. El problema está en por qué esa pareja tiene paranoia. O, en todo caso, por qué tuvo necesidad de mentir con lo de la cámara. El problema está en que por qué no pueden llevar a su casa a quien les apetezca. Hay muchas cosas que los cubanos no aceptamos y son una realidad. Te cuento una historia real, como lo fue la que generó este relato del blog:
Hace muchos años, compartí mi vida con una muchacha de otra provincia. Un día, se presentó un inspector en mi propia casa y me preguntó qué hacía ella viviendo en mi casa. Le dije la verdad, que compartíamos nuestras vidas bajo un mismo techo. El gobierno había instaurado una ley, a mi juicio, fascista, que prohibía la libre selección de asentamiento en el territorio nacional. El resultado fue una multa y la consiguiente de portación de la muchacha que, por su puesto, no se marchó. Yo nunca acepté esa multa, e intenté discutir mis derechos como propietario de la casa. Pero tuve que pagar las cuotas correspondientes, en metálico. Aprendí, entonces, a mentir. Esa historia tan triste no se me olvidará jamás, porque es humillante, y lo fue, para los dos. También es humillante que no nos dejen hospedaarnos en los hoteles cubanos. Esas groserías, como dices, Lila, tampoco las aceptamos, pero hoy día son una realidad. Te deseo buena suerte y gracias por la conexión con esta página.