miércoles, 11 de mayo de 2011

La memoria fiel



Esta belleza estructural vino en mi maleta sorteando caminos, o lo que es lo mismo: evadiendo los controles de aeropuertos, cuya requisa, a veces, satisface el hambre del ser común. Era una fruta dura, pesada, cuando la adquirí en un supermercado de Miami, en un Sedano's.
Era una bala antigua, de esas mostradas en los museos coloniales que albergan memorias de guerreros al traspasar los mares, de cuando se fueron a la conquista de otros mundos llevándose consigo una foto de alguien inolvidable.
Parece mentira que uno tenga que comparar una fruta con una bala.
En el aeropuerto de Miami –yendo como siempre voy, retrasado-, me dijeron, al facturar, que debía llevar la maleta hasta un rincón donde había un hombre que la recogería, muy cerca del mostrador donde chequearon mi billete. Después de pesarlas, siempre, o, mejor, casi siempre, depositan las maletas en una cinta transportadora que está a la vista, hasta que nuestra valija desaparece. Es el procedimiento. Pero esta vez no fue así. Me dijeron eso: que la dejara en manos de aquel hombre.
Un cubano siempre, o, mejor, casi siempre, viaja con miedo. Así que no tuve tiempo de pensar, entre otras cosas porque podía perder el avión. La mujer de facturación fue muy clara. De todas maneras, mi subconsciente trabajó según la lógica, según la rutina de aeropuertos de todo el mundo. De mi interior, no sé bien de donde –ah, sí, del subconsciente- salió una voz que preguntó dónde debía dejar la maleta.
-¡Ahí donde está ese señor!-volvió a señalar la empleada de Iberia, con acento argentino, una vez más indicando claramente el lugar.
Otra pregunta igual enfadaría a la empleada, que había sido muy dulce, porque todo hay que decirlo. Lo que no era agradable era la situación, el modo de trasladar una valija ya marcada por un código de barras y registrada en el conteo de pasajeros.
Yo sólo pensaba en la fruta, en su forma de proyectil, primero, y luego en la mentira escondida, en un país que precisamente se precia por decir la verdad en los estamentos policiales; o lo que es lo mismo: en todo tipo de controles ordinarios. Una mentira me echaría a perder el viaje. Mi mujer se quedaría sin raspar con una cuchara esa piel corrugada después de devorar la carne roja del mamey, uno de sus mayores descubrimientos en un viaje a Cuba.
Me vino a la mente el sentido erótico de ese alimento partido en dos, una vez maduro, cortado en hemicuerpos perfectos para exponerse como un grito de clamor, como una llamada de atención a la naturaleza, que es salvaje y por eso se manifiesta así, abiertamente. Yo conocía la imagen de antaño; se me hacía difícil volver a Barcelona sin ella. Soñé, en el supermercado, con el proceso de maduración, la bala envuelta en un nylon durante unos días hasta que ella misma cantara, o lo que es lo mismo: explotara.
Jugué, por supuesto, con todas estas elucubraciones mientras dejaba la maleta en manos de alguien -¡en Miami!, ¡en los Estados Unidos!- que no sabía quién podría ser, pero era evidente que se trataba de un funcionario de aeropuertos. Estuve mirando cómo el hombre desapareció. Detrás de mí dejaron sus bultos los pilotos de Iberia, con el mismo hombre. Ellos no tuvieron que facturar. Pero sí pasaron por el mismo filtro. O no.
Puede que la cinta transportadora estuviera averiada. Yo qué sé.
Me fui de allí porque perdía el avión.
En las nueve horas de vuelo hablé con una muchacha que iba a mi lado, sobre temas muy variados, pero no se me iba de la mente el mamey colorado, su carne abundante cuando estuviera listo, su semilla negra marcando el liso sentido de la naturaleza cuando quiere, porque la naturaleza tiene de todo, desde piedras pelonas hasta rocas agujereadas con diferentes tipos de brocas. No sabía, incluso, si viajaba conmigo la maleta.
Todo por un mamey.
La memoria es capaz de ponernos ante el riesgo. Uno que es respetuoso, cumplidor.
La memoria olfativa, la memoria táctil. O lo que es lo mismo: la vuelta a la infancia.
Y el agasajo a mi mujer. Dos en uno.
Mi maleta llegó a Barcelona tal y como la entregué al hombre que estaba a pocos metros del mostrador donde facturé en Miami.
La fruta que me tuvo en vilo durante nueve horas se maduró suavemente al cabo de cuatro días. La estuve controlando para que no se pasara. El resultado de la operación subrepticia podrá verse encima de estas líneas.
La empleada argentina del mostrador de Iberia en Miami no era una espía. El hombre que recogió el equipaje no era un agente antiterroristas. La bala de cañón adquirida en el Sedano y recolectada Dios sabe dónde reblandeció su estado y adornó, por unas horas, mis recuerdos de Cuba, donde la vida se ha vuelto tan cara que comerse un mamey es prácticamente un lujo.

Foto del autor

2 comentarios:

Guillermo Bernal dijo...

Me encanta esta fruta, ¡Qué te aproveche! en un buen batido...guao que recuerdos. Saludos

Robe dijo...

Gracias Jorge, con esa imagen el olor del mamey llego a nuestra casa.
El sabor del batido refrescante una tarde caliente en la habana.... se me hace la boca agua.
Color y textura unicos.
Un beso
Maite