jueves, 12 de abril de 2007

Carta abierta a Jennifer López

Estimada Jennifer:
Es cierto que nunca he sentido la necesidad de buscarte y, sin embargo, noticias de ti se cruzan en mi vida a cada momento. Tengo un amigo absolutamente serio y monogámico, casado, que daría lo que fuera por conocerte. El es de pocas palabras, en general articula diez o doce al día; por eso me asombró tanto que “gastara” dos para pronunciar tu nombre y apellido en un juego de azar, en una sobremesa. A partir de ese momento supe que, además de belleza, tienes un componente en la personalidad atractivo. El amigo del que te hablo me sirve de referente para evitar equivocaciones que, como seguro sabes, pululan por la Tierra para enseñarnos a levantar cabeza. La semana pasada, cuando estuviste en nuestros televisores en el plató de Tele 5, dejé lo que estaba fregando para verte. Sentía curiosidad por observarte de cerca sentada en un sofá –y sentado yo en otro, pero en mi casa-, fijarme en tus ademanes, tu manera de cruzar las piernas, tu empatía, tu autenticidad, tu sencillez, tu humildad –bella palabra-, tu sentido práctico del momento, tu comportamiento común y personalizado a la vez, tu “saber estar” –esta frase hecha debe tener una explicación mejor, pero no voy a perder tiempo en buscarla-; en fin, todo lo que me sugirió siempre tu nombre en la boca de mi amigo casi perfecto. Seguramente sabes que los seres vivos también estamos sujetos a mitificaciones y que rompemos moldes cuando algún espacio o medio interactivo nos humaniza. (Utilizo el plural de modestia para ir entrenándome). Mi encuentro contigo, a través de la pantalla, corroboró que eres una gran mujer: afable, sonriente, fresca. Al menos eso dejaste ver. Si fue una pose –cosa que no creo- estuvo bien disimulada, y superaste mis expectativas con respecto a la vanidad que siempre uno espera de ese otro mundo tan ajeno a mí que es el del divismo. Estas líneas van para ofrecerte disculpas, desde la milésima porción de territorio que me toca en este país, toda vez que enciendo un televisor aquí. Sentí vergüenza ajena todo el tiempo al ver que el presentador, Jesús Vázquez, no fue capaz de lanzar una sola pregunta interesante, de inquirir algo medianamente civilizado y cortés. Se deshizo en halagos banales y tremendamente frívolos. De esos epítetos tú debes estar aburrida, porque la mente humana es muy cómoda y, en muchas ocasiones, no es dada a elaborar algo especial. Digo especial, fíjate, no enciclopédico. Es tan sencillo como tomarse un café con un amigo y preguntarle si a él también le afecta emocionalmente el raro comportamiento climático de un tiempo a esta parte. Jesús Vázquez se perdió la oportunidad de demostrar que en este país pudieran existir programas de entretenimiento que necesariamente no jueguen con la desgracia ajena, que no frivolicen la cara triste de este planeta; programas alegres y juveniles y también desenfadados a los que no les falte materia pensante (iba a decir materia gris, pero quedaría mal en este contexto). Tuviste demasiado aguante, my dear. Una simple interlocución, como pedirte que le trasladaras tu experiencia a los noveles que allí estaban de Operación Triunfo hubiera dejando el programa en mejor estado. Fue una vergüenza la sarta de superficialidades que te pusieron por delante en los escasos diez minutos que le regalaste a la televisión de este país –la privada, en este caso-. La oportunidad sé que no se volverá a repetir: tú tan suave, dispuesta y condescendiente. Tu paso por la pantalla doméstica me sirvió para comprender, una vez más, por qué apenas en mi casa vemos la programación que hay. Sentía tanta pena viendo el derroche de superficialidad delante de ti, que salí apurado a tocar el carné de socio del video club. Bendije la tarjeta magnética para mis adentros. Te puse orujo, my dear, junto con una porción de hierba buena en un vaso especial. Te lo dediqué con absoluta cortesía y brindé el mismo compendio con mi mujer, en ausencia de mi amigo el que te idolatra. No le he comentado nada por si acaso no vio aquel desastre de esta televisión nuestra de cada día. El presentador, estimada Jennifer, pudo saltar perfectamente la obscenidad de hablarte sobre tus bellísimas asentaderas. Queda demostrado que vivimos en la retaguardia. Una cosa es lo que tú quieras hacer, mostrar o sugerir en un videoclip y otra muy diferente tenerte delante con un vestido precioso y muy buena disposición para dialogar.
Me gustaría pensar que tomaste nota de este descalabro inaceptable. La prestancia, la clase, el talante del que habla el presidente de este país no está en antena.
Un abrazo cordial:

Jorge

P.D. Ahora entiendo por qué Rod Stewart dejó al mismo presentador con la palabra en la boca, en el mismo plató.


Primavera del 2007

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre que te leo me sucede lo mismo, pienso en tus potencialidades, en tu manera de escribir y doy gracias al nacimiento de estos blogs que permiten que muchos puedan conocerte, sería una pena que este país no te descubra, necesitamos periodistas que sepan hacer periodismo, es agotador e indignante ver según que programas que no vale la pena mencionar, gracias por tu cortesía y por tu talento