miércoles, 4 de abril de 2007

Memorias del agua


Pocas veces en mi vida había llovido tanto como aquel fin de semana en Cadaqués, cuando todos los relojes del mundo cayeron en el olvido de este cronista, incluyendo los cronómetros fláccidos de Dalí, aquellos dormilones tan originales. Yo llevo un reloj en la muñeca. Un momento, que lo retiro ahora mismo.
Me acordé esta mañana de los relojes desformados de Dalí mientras desayunaba. Mi mujer y yo mojábamos las galletas María en el café con leche y todas se derretían. Yo tenía prisa, como cada mañana. El tiempo me acosaba –y me acusaba, como me acusa siempre-, pero mi mujer y yo nos dedicamos a mirar las galletas dobladas y reírnos, porque no logramos sostener la redondez de una sola. Ella no sabe que yo estaba recordando el viaje a Cadaqués. Fue un instante, por asociación de ideas. Pasadas las horas -¡se nota, tengo que hablar del tiempo!- volví a casa esta tarde empapado de agua de lluvia, como en aquellos días en que no paró de diluviar en Cadaqués. La belleza del pueblo no se perdió en ningún momento entonces. El mar parecía desbordarse y las barcas zafarse de los amarraderos, como un mundo náutico que nos viene encima mientras tomamos pescado fresco con vino blanco. Mi mujer y yo estábamos empapados de pies a cabeza –o viceversa, porque el agua cae por la fuerza de gravedad-sentados en un restaurante marinero totalmente vacío. Los camareros no nos quitaban los ojos de encima. Se aburrían esperando que entrara gente. No teníamos constancia de que viviera alguien más en ese pueblo. Sabíamos que estar allí es un privilegio y no deseábamos pensamientos inoportunos: solo fijarnos en el mar revuelto que nos venía encima. Mi mujer fue al baño a secarse un poco y regresó con las manos llenas de papel. No había secador eléctrico. Temblábamos de frío. Yo estaba de espaldas al mar pero ella me iba narrando el panorama. De vez en cuando yo me giraba y veía el primer plano de las siluetas de los camareros y el cielo y el mar grises de fondo. Sentía sus miradas en mi espalda. Decidí disfrutar del tiempo deteniéndolo en ese pedazo de paisaje revuelto –y brutal-; teníamos la ropa pegada al cuerpo, el pelo chorreando, los calcetines empapados, la ropa interior, los bolsos, las cámaras de fotografía, los relojes (el mío, porque mi mujer no lleva jamás); la carta del restaurante goteaba, el vino se juntó con lo que salpicábamos, el mantel estaba húmedo, la madera de la mesa también, el suelo resbalaba y la pared más próxima no terminaba de secarse nunca. Los camareros trajeron una toalla cuando nos sirvieron el pescado. Entró un hombre, nos saludó. Era el dueño. Llevaba un paraguas por pura utilería escénica. Se sonrío al vernos a nosotros también chorreando. Empezaron los relámpagos. Pestañó la luz. Luego los truenos. Una barca se soltó y dio tres vueltas de campana. Mi mujer fue la que lo vio. Terminamos con el pescado. Pedimos los postres y la cuenta. Antes de pagar, fotografié a mi mujer que parecía acabada de salir de la ducha. La cuenta estaba por las nubes. El cielo no daba tregua. Nos marchamos bajo un paraguas de utilería. Teníamos que recorrer el litoral de punta a punta de cualquier manera. Teníamos las horas contadas y esa sensación nos obligó a mirar el tiempo. Mi reloj se ahogó. Estaba duro como una piedra entre los restos del naufragio del pueblo. Nosotros no zozobramos jamás. Anduvimos por los cuatro costados de esa boca de mar que se llama Cadaqués y que no para de mostrar el nombre de Dalí por todas partes, hasta en las cartas de los restaurantes. El turismo era algo sin conexión en nuestro viaje a lo más húmedo y atormentado de la geografía catalana. Entramos a port lligat, vimos el faro donde finalizan los pirineos a lo lejos. Nos sentamos en los escalones de la casa de Salvador Dalí pisando un río que bajaba de la montaña. Todo aquello nos pareció abandonado. No había un guardia, nadie. Solo nosotros, con la piel arrugada. Nos quedamos allí. Secamos la ropa, o intentamos secarla. Estábamos abrazados sin camareros delante. No pasó un alma por ese lugar que no fuéramos nosotros dos. Al menos así lo recuerdo cuando pienso en qué circunstancias nos plantamos en la puerta de esa casa blanca, escalonada, irreverente y excéntrica.
No recuerdo que haya salido el sol en algún momento. De regreso, caminamos mucho bebiéndonos el agua que bajaba de nuestras cabezas. Llegamos al centro de la villa, a la iglesia de Santa María, que estaba al lado de nuestro hostal. Subimos descalzos por las piedras lisas de pizarra. Nos encerramos en el hostal con la calefacción al máximo. A mi mujer se lo ocurrió desconectar los teléfonos, la radio, la televisión, la aldaba de la puerta y, aún más, la mente de los dos. Caímos en estado de gracia.
Hoy que está lloviendo igual o parecido en Barcelona me gustaría desafiar el tiempo, el temporal también. Tengo recuerdos para eso.
No puedo demostrar nada fehacientemente porque las fotos del viaje, excepto esta, se mojaron.


Primavera 2007

1 comentario:

Silvita dijo...

Qué hermosa magia!Por los hilos del agua salimos del laberinto de la realidad para llegar al otro mundo. Bella la foto. Yo recuerdo los torrentes de La Habana. La primera palabra que escribí fue lluvia.