El martes, al anochecer (ayer), todavía duraba el embotamiento que me provocó ver dos películas de temática dura seguidas. Está contraindicado para los emigrantes y yo no lo sabía. Ahora asumo la irresponsabilidad desde la óptica del cuidado personal, convirtiéndome –nunca es tarde- en mi propio programa centinela. Creo que escribí alguna vez, o conté a alguien, la sensación que tengo de querer atrapar espacios constantemente, como si el mundo terminara mañana. El exceso de imágenes acumuladas de golpe en la mente ha provocado un mecanismo de defensa natural, para dar tiempo a que el proceso de asimilación se realice con profundidad. Con implicación. La defensa ha frenado el estrés que, por sobregiro de información, estuvo a punto de producirse, pero, como efecto secundario, me ha inhabilitado en otras funciones tan cotidianas como sonreír.
Para entender mi estado de ánimo actual –seco, taciturno-, recapitulé las imágenes de las películas y llegué a la conclusión de que la sala oscura, el proyector y la seriedad del espectador pueden ocasionar trastornos transitorios de la personalidad. Madrigal, de Fernando Pérez, me recordó una época en la que yo era cronista de teatro y tenía que enfrentarme frecuentemente a una sala semivacía. La década de los 90 trajo un panorama bastante triste para la escena cubana en sentido general. Las grandes compañías comenzaron a desintegrarse y también a segregarse, lo que, entre otras fatalidades, trajo consigo que desaparecieran los repertorios de estas agrupaciones, digamos, históricas. Surgieron los llamados proyectos, que a veces se componían de dos o tres miembros, incluyendo al director. Me tocó “cronicar” los años del pequeño formato, de la palabra oscura, de la gestualidad por encima de todo. Salvo pocas compañías que, heroicamente, intentaron mantenerse en pie, el mundo de las tablas se desperdigó por la falta de medios materiales. Llegó la era de querer viajar al exterior del país a través del pequeño formato. Los montajes resultaban poco atractivos para un público convencional –se creaban más para un espectador concreto o un festival determinado- y, por otra parte, el transporte urbano se volvió casi inexistente. Yo iba en bicicleta, con copiloto a veces, y me manchaba los pantalones con la cadena. Cuando llegaba a mi asiento reservado y cruzaba la pierna, veía la mancha de grasa y me desconcentraba. Me desconcertaba. Me dedicaba a pensar todo el tiempo en que el actor o la actriz que tenía delante, al final de la función, marcharía en bicicleta igualmente. ¿Valía la pena mancharse el pantalón de grasa negra y sudar, pedaleando, si en la sala había cuatro o cinco espectadores? El actor, la actriz, sabían que si no se situaban delante de esos cuatro o cinco espectadores podían perder el oficio. Ahora lo comprendo, cuando me siento a escribir por la misma razón. El mayor reto, sin embargo, no era, entonces, tratar de que mis pantalones no rozaran con la catalina, sino presentar 40 líneas serias para la edición del martes. Por respeto a los actores y por respeto a mí mismo las escribía lo más decorosamente posible y lo menos destructivas posible, aunque no me hubiera gustado la función. Me convertí en cómplice de la escena nacional. En uno más de los tantos que hacíamos de la vida un vuelta ciclística.
Esa experiencia me dio el recurso de la síntesis en lugar de la omisión. No era justo que, con la escasez de papel que había y, por ende, la ausencia de medios de prensa, aquellos perseverantes actores no tuvieran un recuerdo impreso en su currículum. En mis manos estaba, sin dudas. Salvo raras excepciones, la cartelera teatral la seguía a mi manera. Otro problema era el contenido de las obras. Cuando eran peligrosas para el Estado, tenía que irme por las ramas, pero sentía el compromiso de escribir algo. La gran mayoría de las obras decían algo crítico, pues el teatro, siendo un hecho efímero, siempre ha sido la vanguardia de la contestación política y social. Cuando aquello no imaginaba en qué sitio iba a estar a la vuelta del tiempo, ni me lo planteaba. Esa vuelta me ha sorprendido en Barcelona. Me sorprende encontrarme sufriendo todavía la angustia del teatro cubano, su necesidad de evasión, de expansión, de creación libre y no cifrada –aunque algunos directores de escena se escuden en el simbolismo para lograr golpes de efecto-, su alto vuelo supeditado a unos presupuestos raquíticos y ridículos, su diversidad estética y, en fin, su amor a las tablas. Todo lo que expone simbólicamente Fernando Pérez en Madrigal es cierto. Yo lo viví y me persigue todavía.
Primavera 2007
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