lunes, 16 de abril de 2007

Sin intenciones de perder la ternura

La verdad es que la tarde del domingo, propicia para una tanda de cine tranquilo, se nos volvió un quebradero de cabeza. Al salir de la función de las seis, decidimos tomarnos una merienda y –esas cosas que pasan cuando menos lo necesitas- los camareros nos atendieron bastante mal. Nos desatendieron, mejor dicho. Para rematar, una mujer de unos 35 años, con un perfume espantoso, se sentó en la mesa de al lado, sola y sin marido. Como no la atendían, recogió sus cosas que tenía enganchadas en el espaldar de la silla y se marchó. Mi mujer, profundamente intuitiva, detectó algo raro. Inmediatamente revisó su bolso y descubrió que le habían robado la billetera. Salté de mi puesto como un muelle; corrí hacia salida de la cafetería y miré hacia ambos lados de la calle. La vi, a unos 50 metros, recostada a un coche como si fuera el de ella, como si fuera a abrir la puerta del automóvil. Corrí y la alcancé. La abracé por las costillas de manera que quedara inmovilizada. Mi mujer ya estaba a mi lado cuando le dije a la carterista:
-¡Te llevas un monedero!
Estaba oscureciendo. El factor sorpresa hizo que la carterista se pegara un susto tremendo y devolviera el monedero en el acto, disculpándose con que tenía un hijo que mantener. La dejé hablando sola detrás de mí. Regresamos a la cafetería, a la mesa donde habían quedado nuestras chaquetas y los bocadillos a medio comer. A mi mujer le temblaban las manos. Aun así, para cambiar de tema y cumplir con nuestra más apetecible costumbre, decidimos comentar la película que acabábamos de ver.
No sé exactamente por cuántas razones, pero Madrigal me había dejado un sabor extraño. Muy extraño. Siempre que me quedo con dudas trato de situarme también como espectador en Cuba, porque funcionan condicionantes distintas en uno y otro lado, por mucho que, casualmente, en la película de Fernando Pérez se hable de Barcelona como un lugar quimérico. Siempre me resulta acusatorio encontrar en las películas cubanas actuales rostros de personas con las que he tenido algún trato cercano. Me siento un poco deudor por haberme marchado y dejarlos a ellos haciendo la misma vida de siempre. Es como si esa realidad ya no me perteneciera y la misma proyección de las imágenes me acusara de abandono. En Madrigal hay un juego del teatro dentro del cine en el que aparece un director real de un grupo real (Carlos Díaz, de Teatro El Público) y todo el tiempo me pareció que estaba mirando un ensayo a través de un agujero. El cameo de Carlos Díaz , sumando el claroscuro fotográfico de la película, me provocó incluso sentir los olores de la sala Trianón, donde algunas veces estuve entre bambalinas y muchas otras como espectador. La lluvia constante en Madrigal, descubrir algunos emplazamientos de la cámara –por haber estado antes allí-, me provocó desazón; me rompió el cuerpo como cuando uno coge un constipado. Luego la historia de Luisita y Javier, por mucho que me encante escuchar una y mil veces los vocativos en los diálogos, me pareció patética más que poética. La muchacha –el personaje, no la actriz- queda muy mal resuelta como ser atípico y apartado socialmente. El personaje está repleto de una falsa ternura, apuntalado por un elemento visual absolutamente forzado en la cosmovisión regular de lo cubano: un arpa. Es cierto que la historia podía desarrollarse en cualquier lugar, pero se habla de un lugar concreto: La Habana. (Buscando información, más tarde supe se trata de un homenaje a otro filme inconcluso de un director europeo). Soporté bastante bien la primera parte de la película disfrutando, sobre todo, de la fotografía de Raúl Pérez Ureta, de esos primeros planos muy bellos en rostros también bellos, de la corrección de la luz para lograr ambientes lúgubres y húmedos. (Todos sabemos que La Habana no carece de luz, excepto cuando el viandante se desmarca por una cuartería, por ejemplo). Pero cuando cambia la historia, o sea, cuando cambia el plano espacial, y llegué a la ciudad imaginaria de Eros, sucumbí ante la oscuridad. Me desconcentré y, sinceramente, no entendí nada.
En la cafetería, para desviar un poco el susto provocado por la joven carterista, hice un trato con mi mujer: ella me explicaría el guión de la película y yo algunos símbolos concretos, como el de los fumigadores (que se refiere a la campaña contra el mosquito Aedes aeyiptis), y el de la lotería de las monjas (sorteo de visados anual para viajar definitivamente a los Estados Unidos). Mi mujer, valiente y con criterio, como siempre es, defiende la propuesta polisémica de la película. Me dijo que quiere buscar más en el cine de Fernando Pérez, ya que la reta. “Me atraen las cosas difíciles”, me dijo.
Y sí que es difícil Madrigal: se recomienda no pestañar ni un instante y concentrarse lo más posible para poder entender la maraña de planos cruzados en las dos historias que se cuentan interrelacionando, para más embrollo, a la literatura con el cine. Le recordé a mi mujer que, contrario a ella, no soy de complicarme la vida. Salí del cine con muchísimo dolor de cabeza (cosa habitual en mí). Esa exposición de La Habana por muy plástica que haya quedado, me pareció demasiado pretenciosa.
Un camarero seco y pimpollo se nos acercó para curiosear sobre el suceso que había ocurrido esa tarde. Como advertimos más morbo que solidaridad en su interés, y, además, minutos antes nos había maltratado profesionalmente, preferimos darle escasa información sobre el robo perpetrado. Pagamos y nos fuimos caminando a casa, debatiendo todavía sobre la película, pero hasta hoy por el mediodía no se me quitó el dolor de cabeza. Dormí mal.



Primavera 2007

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