sábado, 21 de abril de 2007

Velocidad de la luz



Y subí con ella, pero no a su luna, sino a una Vespa toda destartalada que tenía y a la que había que darle un golpe en el faro trasero para que nos vieran transitar. Era una moto de 125 centímetros cúbicos, negra, con la que recorrimos al menos dos estaciones del año y Barcelona y media, de noche, de madrugada, lloviendo, alegres y muy cabreados también. Yo me aferraba a su espalda con todo mi cuerpo, quedando solo el espacio que los cascos nos dejaban, y a veces me gustaba sujetarme de sus senos pequeños, impulsado por un sentido de pertenencia recurrente, incluso precoz, porque recuerdo que ahí fueron a parar mis manos la primera vez que subí encima del mundo con ella, contra el viento y el polvo. Arrancaba de una sola vez, de un golpe de pierna. En los semáforos me gustaba encontrar silencio para enamorarme del sonido de su motor de combustión interna, del olor de la gasolina, de las vibraciones del metal. Me llevó al rompeolas del puerto, a vivir la aventura de agazaparnos en la noche, con los faros y el ruido apagados. Fuimos por el extrarradio de la ciudad, buscando cenas perdidas en las laderas de la montaña. Nos defendíamos como peces voladores en el entramado urbano de la zona vieja y la nueva, entre autobuses hambrientos, taxis cazadores y otras motos que, como la nuestra, salían disparadas de las esquinas, retozando sobre el asfalto día y noche y saboreando el júbilo que da la libertad de la velocidad, la libertad del viento.
Fui con ella el amante discreto que cuidaba sus espaldas –nunca mejor dicho cuando tomábamos la Vespa-, que adoraba a sus hijas tanto en la guerra como en la paz. Me dejé llevar. Tuve ilusiones. Muchos sueños. Fuimos al circo. Me sentí feliz cuando una de sus niñas me narraba al oído todo lo que yo veía, bajito, para no molestar a nadie, para que yo la recordara toda la vida, para que se quedara su susurro infantil en mi memoria histórica sobre esta ciudad. Construimos puentes y caminos para recorrer distancias enormes dentro de su propia casa que tenía cuatro dormitorios, tres niñas y una madre. Hicimos los deberes todos, los de la escuela, los de la cocina, los de la limpieza, los del mercado, los de comenzar a conocer nuestros cuerpos en medio de la zozobra que provoca saber que tres niñas duermen cerca. Pero ella estaba muy escéptica todavía, muy dañada por reprimirse la palabra precisa durante años, muy dejada al verbo envidioso de sus amigas, las que no tenían niñas ni marido y no podían sobrellevar esas carencias. Se confundió conmigo pensando en que yo lo aguantaría todo cuando se abriera por primera vez su almacén de miserias. Y no fue posible. Lo más triste de todo es que sólo me ha quedado el recuerdo de nosotros en la moto por la ciudad y el de una de sus niñas en forma de voz, en el circo.


Invierno 2003

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