Él jugaba con las olas mientras ella leía una novela fantástica en la arena, desnuda de la cintura hacia arriba. A las siete de la tarde quedaban pocos bañistas y comenzaban a llegar los pescadores, los que utilizan la caña como ocio, como una manera limpia de matar el aburrimiento y refrescarse con la brisa mediterránea tan bien querida en los meses de intenso calor.
Se abría un mundo de posibilidades en la porción de playa donde parecía haberse detenido el tiempo, donde la sal pesaba más de lo habitual sobre la piel. Hasta allí no llegaba el ruido de las sirenas de las ambulancias y bomberos de la cuidad, tan aberrante a veces, tan incómodo para el oído leve que necesita un rezo ecuménico, una tregua, más que todo, ese desliz de la rutina que a veces se permite la vida. Vivir en una gran ciudad es un arma de doble filo.
Él, comprometido con el susto que supone ganarse la vida en la urdimbre de la ciudad, nadaba a contrapelo, con el cuerpo expandido para penetrar mejor las olas, con los brazos estirados en forma de flecha, el abdomen relajado como pocas veces en su vida, pensando en la gloria. Sin embargo, por mucho que el mar y la cadencia suave del tiempo se prestaban para un pensamiento disipado, insistía en recordar lo que había leído una vez, que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. Un pensamiento maya, o tal vez un derivado de la ética universal concentrado en la trama amarilla del cereal.
Mientras tanto, ella interrumpía su lectura de vez en cuando para saludarlo con el brazo. Ella no pensaba en nada. Se relajaba concentrada en aquellas páginas de aventuras y le echaba de menos a él, pero las circunstancias la llevaban a permanecer tumbada en la orilla.
Nadie los esperaba. Tenían el apartamento limpio y las compras semanales hechas, las facturas pagadas, la correspondencia al día, un montón de cumpleaños cerca, dando vueltas en la hoja de ruta que los llevaba a visitar amistades y familiares. Habían comprado un par de zapatos cada uno que se estrenarían esa noche para ir a un bar de mucho ambiente.
Él deja el baño y sombrea el área donde ella lee, permitiendo a la poca luz del día que quedaba reposar sobre su espalda. No siente frío. La temperatura ambiente es ideal. Sin querer, moja el libro con unas gotas que caen y ella no se enfada, solo retira el cuaderno.
-Vamos, mi amor-dice él.
-¿Y qué vamos a cenar hoy?-pregunta ella.
-Pues las patatas al caliú que quedaron de ayer-sugiere el bañista.
-Buena idea, cariño, ya sabes que me encanta reciclar, pero habrá que ponerle algo a las patatas…-intercambió su amante todavía estirada sobre una toalla, con sus pechos redondos aireados y sus pezones erizados.
-¡Un all i oli casero!-recordó él con toda la alegría que logró imprimirle al asunto, dislocada manera de sustituir el encanto de una conversación aparentemente intrascendental con la visión en picado de un busto libertario.
-Mi amor –se incorporó ella con la misma sonrisa con que lo saludaba de lejos-, tendrás que hacerlo tú. Recuerda que tengo la menstruación.
-¿Y qué relación existe entre las dos cosas?-pareció dudar el hombre mojado y con restos de sal blanca visibles.
-Que se corta, cariño, el all i oli se corta si una tiene la menstruación.
-Entonces lo hago yo-aseguró él con la felicidad dibujada en sus labios, como si, precisamente, toda la sal del mundo cupiera en un grano de maíz.
Nota: El all i oli, como lo indica su nombre en catalán, es una mezcla de ajo y aceite, parecida a la mayonesa pero más espesa y más fuerte de sabor. Se hace a mano.
Se abría un mundo de posibilidades en la porción de playa donde parecía haberse detenido el tiempo, donde la sal pesaba más de lo habitual sobre la piel. Hasta allí no llegaba el ruido de las sirenas de las ambulancias y bomberos de la cuidad, tan aberrante a veces, tan incómodo para el oído leve que necesita un rezo ecuménico, una tregua, más que todo, ese desliz de la rutina que a veces se permite la vida. Vivir en una gran ciudad es un arma de doble filo.
Él, comprometido con el susto que supone ganarse la vida en la urdimbre de la ciudad, nadaba a contrapelo, con el cuerpo expandido para penetrar mejor las olas, con los brazos estirados en forma de flecha, el abdomen relajado como pocas veces en su vida, pensando en la gloria. Sin embargo, por mucho que el mar y la cadencia suave del tiempo se prestaban para un pensamiento disipado, insistía en recordar lo que había leído una vez, que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. Un pensamiento maya, o tal vez un derivado de la ética universal concentrado en la trama amarilla del cereal.
Mientras tanto, ella interrumpía su lectura de vez en cuando para saludarlo con el brazo. Ella no pensaba en nada. Se relajaba concentrada en aquellas páginas de aventuras y le echaba de menos a él, pero las circunstancias la llevaban a permanecer tumbada en la orilla.
Nadie los esperaba. Tenían el apartamento limpio y las compras semanales hechas, las facturas pagadas, la correspondencia al día, un montón de cumpleaños cerca, dando vueltas en la hoja de ruta que los llevaba a visitar amistades y familiares. Habían comprado un par de zapatos cada uno que se estrenarían esa noche para ir a un bar de mucho ambiente.
Él deja el baño y sombrea el área donde ella lee, permitiendo a la poca luz del día que quedaba reposar sobre su espalda. No siente frío. La temperatura ambiente es ideal. Sin querer, moja el libro con unas gotas que caen y ella no se enfada, solo retira el cuaderno.
-Vamos, mi amor-dice él.
-¿Y qué vamos a cenar hoy?-pregunta ella.
-Pues las patatas al caliú que quedaron de ayer-sugiere el bañista.
-Buena idea, cariño, ya sabes que me encanta reciclar, pero habrá que ponerle algo a las patatas…-intercambió su amante todavía estirada sobre una toalla, con sus pechos redondos aireados y sus pezones erizados.
-¡Un all i oli casero!-recordó él con toda la alegría que logró imprimirle al asunto, dislocada manera de sustituir el encanto de una conversación aparentemente intrascendental con la visión en picado de un busto libertario.
-Mi amor –se incorporó ella con la misma sonrisa con que lo saludaba de lejos-, tendrás que hacerlo tú. Recuerda que tengo la menstruación.
-¿Y qué relación existe entre las dos cosas?-pareció dudar el hombre mojado y con restos de sal blanca visibles.
-Que se corta, cariño, el all i oli se corta si una tiene la menstruación.
-Entonces lo hago yo-aseguró él con la felicidad dibujada en sus labios, como si, precisamente, toda la sal del mundo cupiera en un grano de maíz.
Nota: El all i oli, como lo indica su nombre en catalán, es una mezcla de ajo y aceite, parecida a la mayonesa pero más espesa y más fuerte de sabor. Se hace a mano.
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