Un amigo puede tomarse una cerveza conmigo a media tarde a la sombra de un edificio de Barcelona, mientras está en La Habana. Tiene el Don de la ubicuidad.
Quedamos a la hora de la comida –del almuerzo, me dijo, utilizando los giros lingüísticos de allá- para vernos un rato y “despachar”. Hace meses, su trabajo lo lleva dibujando los fondos de una película que transcurre en la capital cubana de los años 40 y 50, y en la Nueva York de esa época, dos ciudades que jamás ha pisado.
Está secuestrado por una historia de amor, de luces y de espectros proyectados por las columnas habaneras, esos mismos soportes que deslumbraron al erudito Carpentier por su diversidad de estilos y demasía. Aunque ahora no sé bien si las columnas podrían llegar al exceso en una urbe tan calurosa. Hasta allí ha viajado virtualmente, pues está contratado para recrear los escenarios de un largometraje de ficción que en estos días se confecciona a pulso, y nunca mejor dicho.
Sagar Fornies es un dibujante compulsivo, lo que no quita que se tome unas cañas con las manos libres, en ambiente distendido y, coincidentemente, tórrido. Ahora, mientras dure este trabajo, no viaja en trenes delineando los rostros singulares de la gente. Está centrado en el ánima de una o varias canciones. Ahora dibuja a las órdenes de Javier Mariscal, el diseñador emparejado con Fernando Trueba para realizar el largometraje musical de animación Chico y Rita.
Mi amigo es muy introvertido. Su oficio lo ha llevado por el mundo del cómic y ha dedicado mucho tiempo a trazar jazzistas medios reales y medios imaginarios. Es un retratista de la intimidad, como el mundo del jazz, que es un claroscuro en sí mismo. El trabajo de delinear los fondos de estas ciudades sin haberlas visitado le ha situado en un plano totalmente virtual, aunque el equipo central de realización del filme haya conseguido la información de rigor. A menos de un mes de terminar con la historia de Chico y Rita, se preocupa por el ensamblaje de todo el material, cuyo resultado se estrenará el próximo año en Cannes.
Mientras me narra algunos planos, a escasos metros del estudio, no me adelanta que me llevará a ese lugar. Endulzamos un café, después de un postre que costó casi lo mismo que el almuerzo. Me confesó que sueña con La Habana, con los nombres de las calles, con las esquinas de Belascoaín y Neptuno. No es para menos. Me pregunta cómo es eso realmente. Cuando comienzo a responder, me interrumpe:
-No, espera. Ven conmigo. Muéstramelo todo con las fotos por delante.
Y me conduce por unas naves adornadas con jardines colgantes, lugar húmedo que me trasporta al Bosque de La Habana. Allí, entre un montón de documentación de la época, ordenadores y gente con la vista gacha, dibujan la película.
Sagar se dio cuenta de que yo sufría de nostalgia.
-Te entiendo –me dijo-, pero tú entiéndeme a mí.
-¿Que te gustaría estar en mí para dibujar con más conocimiento?-le pregunté.
-Algo así.
-Y a mí estar en ti para no morirme de nostalgia-agregué.
Mi amigo tuvo la gentileza de mostrarme un par de secuencias del largometraje, en donde se veía un personaje encorvado y melancólico (una metáfora de Bebo Valdés) con un bolero de fondo: Sabor a mí.
-Oye- se me ocurrió preguntarle-¿si después de esta experiencia te regalaran un viaje, a escoger, a cuál de las dos ciudades irías primero, a La Habana o a Nueva York?
Sagar se ajustó sus gafas de miope para ganar tiempo antes de decirme en voz baja, como siempre habla:
-A Nueva York, sin dudas.
-Yo haría lo mismo, y gracias por la sinceridad-agregué erizado de pies a cabeza, dejando caer la mirada en una gráfica color sepia de La Habana con fecha de 1945.
Foto del autor
Quedamos a la hora de la comida –del almuerzo, me dijo, utilizando los giros lingüísticos de allá- para vernos un rato y “despachar”. Hace meses, su trabajo lo lleva dibujando los fondos de una película que transcurre en la capital cubana de los años 40 y 50, y en la Nueva York de esa época, dos ciudades que jamás ha pisado.
Está secuestrado por una historia de amor, de luces y de espectros proyectados por las columnas habaneras, esos mismos soportes que deslumbraron al erudito Carpentier por su diversidad de estilos y demasía. Aunque ahora no sé bien si las columnas podrían llegar al exceso en una urbe tan calurosa. Hasta allí ha viajado virtualmente, pues está contratado para recrear los escenarios de un largometraje de ficción que en estos días se confecciona a pulso, y nunca mejor dicho.
Sagar Fornies es un dibujante compulsivo, lo que no quita que se tome unas cañas con las manos libres, en ambiente distendido y, coincidentemente, tórrido. Ahora, mientras dure este trabajo, no viaja en trenes delineando los rostros singulares de la gente. Está centrado en el ánima de una o varias canciones. Ahora dibuja a las órdenes de Javier Mariscal, el diseñador emparejado con Fernando Trueba para realizar el largometraje musical de animación Chico y Rita.
Mi amigo es muy introvertido. Su oficio lo ha llevado por el mundo del cómic y ha dedicado mucho tiempo a trazar jazzistas medios reales y medios imaginarios. Es un retratista de la intimidad, como el mundo del jazz, que es un claroscuro en sí mismo. El trabajo de delinear los fondos de estas ciudades sin haberlas visitado le ha situado en un plano totalmente virtual, aunque el equipo central de realización del filme haya conseguido la información de rigor. A menos de un mes de terminar con la historia de Chico y Rita, se preocupa por el ensamblaje de todo el material, cuyo resultado se estrenará el próximo año en Cannes.
Mientras me narra algunos planos, a escasos metros del estudio, no me adelanta que me llevará a ese lugar. Endulzamos un café, después de un postre que costó casi lo mismo que el almuerzo. Me confesó que sueña con La Habana, con los nombres de las calles, con las esquinas de Belascoaín y Neptuno. No es para menos. Me pregunta cómo es eso realmente. Cuando comienzo a responder, me interrumpe:
-No, espera. Ven conmigo. Muéstramelo todo con las fotos por delante.
Y me conduce por unas naves adornadas con jardines colgantes, lugar húmedo que me trasporta al Bosque de La Habana. Allí, entre un montón de documentación de la época, ordenadores y gente con la vista gacha, dibujan la película.
Sagar se dio cuenta de que yo sufría de nostalgia.
-Te entiendo –me dijo-, pero tú entiéndeme a mí.
-¿Que te gustaría estar en mí para dibujar con más conocimiento?-le pregunté.
-Algo así.
-Y a mí estar en ti para no morirme de nostalgia-agregué.
Mi amigo tuvo la gentileza de mostrarme un par de secuencias del largometraje, en donde se veía un personaje encorvado y melancólico (una metáfora de Bebo Valdés) con un bolero de fondo: Sabor a mí.
-Oye- se me ocurrió preguntarle-¿si después de esta experiencia te regalaran un viaje, a escoger, a cuál de las dos ciudades irías primero, a La Habana o a Nueva York?
Sagar se ajustó sus gafas de miope para ganar tiempo antes de decirme en voz baja, como siempre habla:
-A Nueva York, sin dudas.
-Yo haría lo mismo, y gracias por la sinceridad-agregué erizado de pies a cabeza, dejando caer la mirada en una gráfica color sepia de La Habana con fecha de 1945.
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