Mientras mi madre, en La Habana, estaba a punto de dar a luz a este que escribe, con la cama preparada en el hospital Cardona, un pelotón de ciclistas del Tour de Francia llegaba a Barcelona.
Siempre supe que en el año 1965, además de mi nacimiento y de la fundación del periódico Granma, ocurrieron otras cosas que marcarían estaciones en mi vida. La celebración de mi onomástico he tenido que compartirla, pues, con el retorno del tour ciclístico, 44 años después, a esta ciudad donde ahora vivo.
Miles de personas apostadas en las aceras esperando la caravana, a sabiendas de que el mundo entero estaría sobre las cinco de la tarde pendiente del mayor evento del pedal, en su sexta etapa, que ya concluyó en la montaña de Montjüic en el momento de escribir estas líneas.
Pero la vida es caprichosa.
A esa misma hora tenía turno con mi doctora de cabecera, una joven morena que me ha asignado la seguridad social española. Teníamos previsto una conversación rápida –visita de médico, nunca mejor dicho- acerca de las tribulaciones de una piedrecilla en mi interior que me viene provocando terribles cólicos nefríticos. Aunque todavía no se ha visto el meteorito en ninguna de las radiografías, suponemos que un cuerpo extraño me esté causando semejante molestia, y en la tarde de hoy estarían los resultados definitivos después de una larga investigación.
Resignado a perderme el paso de los famosos velocípedos por la esquina de mi casa –no todo el mundo tiene esa suerte-, recordé los muchos años en los que, por necesidad, anduve encima de una bicicleta china, de piñón fijo, machacándome la próstata con los baches de La Habana. Se ve que me sigue carcomiendo el recuerdo de aquella épica sobre ruedas que, si bien no del todo, expulsé en una crónica depurativa para esta blog. En la tarde de hoy utilicé el recuerdo para no declararme un tipo de tan mala suerte: No importa el Tour de Francia. Hay cosas como tener una roca dentro que son más urgentes.
La lluvia estival, por su parte, quiso que la carrera que se jugaba ahora fuera más peligrosa. Creo que con ese ingrediente no contaron los pedalistas de 1965. Este aguacero era para mí, para remojarme los pies en los riachuelos que se originan en las paradas de los autobuses. Pensando y pensando pasó el tiempo. Lo cierto es que no llegué al médico porque el transporte urbano estaba desviado de su ruta habitual por motivos del evento deportivo. El Tour de Francia debió pasar por la esquina de mi casa mientras, solitario y empapado como un pollo, yo estaba sentado en la caseta de la guagua.
No estaba para mí.
Pero me robó el aniversario.
Siempre supe que en el año 1965, además de mi nacimiento y de la fundación del periódico Granma, ocurrieron otras cosas que marcarían estaciones en mi vida. La celebración de mi onomástico he tenido que compartirla, pues, con el retorno del tour ciclístico, 44 años después, a esta ciudad donde ahora vivo.
Miles de personas apostadas en las aceras esperando la caravana, a sabiendas de que el mundo entero estaría sobre las cinco de la tarde pendiente del mayor evento del pedal, en su sexta etapa, que ya concluyó en la montaña de Montjüic en el momento de escribir estas líneas.
Pero la vida es caprichosa.
A esa misma hora tenía turno con mi doctora de cabecera, una joven morena que me ha asignado la seguridad social española. Teníamos previsto una conversación rápida –visita de médico, nunca mejor dicho- acerca de las tribulaciones de una piedrecilla en mi interior que me viene provocando terribles cólicos nefríticos. Aunque todavía no se ha visto el meteorito en ninguna de las radiografías, suponemos que un cuerpo extraño me esté causando semejante molestia, y en la tarde de hoy estarían los resultados definitivos después de una larga investigación.
Resignado a perderme el paso de los famosos velocípedos por la esquina de mi casa –no todo el mundo tiene esa suerte-, recordé los muchos años en los que, por necesidad, anduve encima de una bicicleta china, de piñón fijo, machacándome la próstata con los baches de La Habana. Se ve que me sigue carcomiendo el recuerdo de aquella épica sobre ruedas que, si bien no del todo, expulsé en una crónica depurativa para esta blog. En la tarde de hoy utilicé el recuerdo para no declararme un tipo de tan mala suerte: No importa el Tour de Francia. Hay cosas como tener una roca dentro que son más urgentes.
La lluvia estival, por su parte, quiso que la carrera que se jugaba ahora fuera más peligrosa. Creo que con ese ingrediente no contaron los pedalistas de 1965. Este aguacero era para mí, para remojarme los pies en los riachuelos que se originan en las paradas de los autobuses. Pensando y pensando pasó el tiempo. Lo cierto es que no llegué al médico porque el transporte urbano estaba desviado de su ruta habitual por motivos del evento deportivo. El Tour de Francia debió pasar por la esquina de mi casa mientras, solitario y empapado como un pollo, yo estaba sentado en la caseta de la guagua.
No estaba para mí.
Pero me robó el aniversario.
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