viernes, 20 de abril de 2007

El parto y la luna

Una vez apareció en una esquina de la ciudad mostrando una sonrisa. Se dice fácil, pero el precio de un rostro alegre -ya lo sabemos de sobra-, hoy por hoy se sigue cotizando bastante caro.
-Vamos a tomar un café-, dijo utilizando el mejor pretexto que siempre saca del bolsillo. Arrugó la frente en espera de una respuesta y, de una manera muy personal, sus ojos permanecieron abiertos como un mar de verano: tibios, inquietos y también cansados. Con el cuerpo recogido extrañamente en una curva de pudor –si ella pudiera, pensé, se guardara el cuerpo en el mismo bolsillo de donde extrae los pretextos puntuales-, hizo una señal con la mano para indicar una terraza. Dejó escapar una risotada tan sonora que no venía al caso, y esa misma manera de estar presente la delató aun más que su sonrisa. La puso al desnudo por el simple hecho de no tener otro recurso para salir del paso.
En realidad no ocurría nada más que un encuentro entre dos personas de sexo opuesto, más o menos contemporáneas, que iban a hablar seguramente de algo trivial. Era –es- una mujer pequeña y huesuda, puro nervio en el mejor estilo del estresante mundo en que vive. Sencillamente vestida con cuatro prendas que sacó sin mucho detalle de un armario –cuatro piezas incluyendo la ropa interior y los zapatos-. Parecía que se iba a desarmar si vibrara la tierra, que iba a volar si pasara una manga de viento. Iba de rojo y sin transparencia, pero la ropa ajustada al cuerpo dejaba ver una piel tersa, fuerte y quizá un poco amarrada a largos años de autocensura.
Su mejor secreto resultó ser una confesión de mujer paridora, en el sentido recto de la palabra. Y entonces su naturaleza femenina comenzó a crecer ante mí, a una velocidad vertiginosa cada vez que explicaba ser una sobreviviente de largos años de matrimonio; una especie de náufrago en tierra que ya ni siquiera esperaba entonces un tren a la vista, y que ya no sabía ni mucho menos lo que es hacer las maletas. Pero en su día –explicó- una fuerza interior solicitó un diálogo urgente con su alma, y la posibilidad de la palabra exacta, personal, le fue concedida.
Fue cuando tuvo claro que debía soltar una carcajada estrepitosa al doblar de la esquina, dedicada para el que la quisiera tomar sin contemplaciones y para el que supiera, además, apreciar su otra faceta en la modalidad de la sonrisa. Me dijo que una vez había tirado cuatro trastos imprescindibles al tren, que recogió en orden de llegada cada uno de sus partos, que hizo un bultito con los dolores pensando en dejarlo en una remota estación, y que inmediatamente puso en marcha un proyecto intuitivo que debía avanzar hacia la dicha.
Viaje hacia la dicha, tituló mentalmente el impulso del que ahora, sonriente, coqueta, tibia me iba explicando mientras tomábamos un café.
Cuando narró uno por uno sus tres partos de niñas, alumbramientos que la llevaron a parirse a sí misma en intervalos de dos años, olvidó el cuarto empujón de caderas. El primero –salvaje, primitivo- fue puntual. El segundo fue mejor. El tercero resultó el más duro e impresionante porque la niña venía con prisa. El cuarto –pensé yo- significó el desenterramiento de una semilla que no había logrado germinar cómodamente. Pero, repito, este último brote no vino a cuentas en su boca, aun cuando era un número redondo, par, trabajado con sus propias manos como si fuera a moldear el barro.
Claro que el olor del café la remontaba a su niñez, y ese detalle le produjo una mezcolanza de planos temporales impresionante. A tal extremo de apuntarse a la famosa sentencia gardeliana: “veinte, cuarenta años no son nada si te puedes encontrar en la situación de volver a empezar. Como cuando yo me separé. En décimas de segundos todo se convirtió en nada. Puedes pasarte la vida sin enterarte de lo que tienes al lado…”.
Por eso, y a pesar de que se confiesa temerosa ante lo desconocido, se contradijo aquel día en que subió al tren sus partos y paquetes. Ya no temía a nada o a casi nada. Solo -apuntó sin titubear un instante- podría asustarle la pérdida del Mediterráneo que le dio luz y color, y olor a marisco y sabiduría marinera en lo que al roce entre la piel y el agua se refiere.
-Tú vienes de otro mar, de otro clima, de otro sol, de otra luz, de otras vibraciones, de otra gastronomía, de otra cultura, sin más rodeos-, me recordó sosteniendo la misma sonrisa.
-¿Entonces para qué me has citado, además de para regalarme una sonrisa y un secreto de paridora?- le contesté.
Emitió nuevamente el sonido indiscreto de su carcajada y me miró a los ojos como si yo debiera saber lo que pasa por su cabeza. Encendió el penúltimo cigarrillo de una caja que había rodado de lado a lado de la mesa, expulsó una bocanada de humo como si esta vez pariera una quinta esencia, y en tono grave pero bajito me dijo resueltamente:
-Aunque te suene raro, la luna pasará por aquí de un momento a otro. Es un privilegio verla llena y compartirla contigo. Confío en que, entre los dos, podamos alcanzar una transparencia ocasional que se esfume como los veinte años de Gardel o los cuarenta que tengo en las costillas. No seas tonto, déjate llevar y báñate de esencia clara que la gente que anda por aquí rondando no da más que para oscuridad. ¿O es que acaso no crees en mi manera de dar a luz?

Otoño 2002

1 comentario:

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Gracias por el mensaje, es muy alentador, nos podemos ver en este sitio, trovardoliborio@yahoo.com, si te parece y luego ya ahí decidiremos si nos vemos en otro. Se pueden compartir cosas por correo, por ejemplo libros, que por esta vía no se podría Ya ahí te contaré algo más de mi si estás interesado. A mi me interesa también fomentar la amistad y entre cubanos mejor todavía y también te podré explicar más las razones de este anonimato que ya no lo es tanto. Chao Pescao